![Retrato de Lafcadio Hearn](https://cdn.sanity.io/images/s4dbqkc5/production/fbc1a45c6883328b9d1f43e1778726b6969c669e-1200x1200.jpg?auto=format)
Lafcadio Hearn
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Koizumi Yakumo (Lefkada, 1850 - Tokyo, 1904), nacido como Patrick Lafcadio Hearn, fue un traductor, maestro y escritor japonés de origen griego; importante en la difusión de la literatura y cultura japonesa en occidente. Kwaidan: Cuentos Fantásticos del Japón (1904) es su más famosa obra, en la que se recopilan adaptaciones cuentos tradicionales japoneses sobre fantasmas y se incluye un breve estudio de no-ficción sobre insectos.
El Alma de la Gran Campana
Oíd. ¡La gran campana responde! ¡Qué bella, qué profunda es su voz! ¡Ko-Ngai!… ¡gai!…
Bajo la inmensa onda sonora, todos los pequeños dragones que velan en los encorvados bordes de los altos tejados verdes, se estremecen; tiemblan las gárgolas de porcelana en sus proas esculpidas, y todas las innumerables campanillas de las Pagodas vibran como si también quisieran contestar.
En el interior del Templo, las lozas, verde y oro, tiemblan; los peces de madera dorada bullen en la punta de sus perchas, bajo el cielo; y en lo alto, sobre las cabezas de los fieles congregados, el dedo erguido de Buda se mueve en la bruma azul del incienso.
¡Ko-Ngai!… ¿qué estrépito de trueno es este? Todos los demonios de laca congregados en las cornisas del Palacio agitan sus colas color de fuego, y tras de cada uno de los formidables estruendos, ¡qué maravillosos son los múltiples ecos de la campana: la larga lamentación de oro, el sollozo que penetra en los oídos, en tanto la inmensa sonoridad se extingue en murmullos de plata, tal como una mujer suspira: ¡Hiai!…
La gran campana resuena así desde hace quinientos años: ¡Ko-Ngai!… Primero el trueno prodigioso, luego la infinita queja de oro, por último el susurro argentino: ¡Hiai!… Y ninguno de los niños que juegan en las calles multicolores de la vieja ciudad china, ignora la leyenda de la gran campana; no hay uno que no sepa por qué repite siempre: ¡Ko-Ngai!… ¡Hiai!…
He aquí la leyenda de la gran campana, tal como es narrada en el Discurso donde la piedad filial es explicada y magnificada, discurso que escribió el sabio Crisálida-Perla-Preciosa, de la ciudad de Canton.
Hace quinientos años el Celestialmente Augusto, el Hijo del Cielo, el Emperador Seda-Brillante, de la Dinastía Ilustre, ordenó al digno mandarín Pluma-Enhiesta que hiciera fundir una campana tan grande que sus resonancias se oyeran a cien li [2] de distancia.
Asimismo ordenó que agregaran cobre al hierro, para que la voz de la campana fuera más potente; oro, para que fuera más profunda, y plata, para que fuera más suave.
Él mismo eligió las inscripciones más adecuadas de los Libros Sagrados, para que fueran grabadas alrededor del cuello y de la panza de la gran campana.
Finalmente dispuso que cuando estuviera concluida la colocarían en el centro de la ciudad, para que como un corazón viviente difundiera sus latidos por todas las pintorescas calles de la capital del norte.
El digno mandarín Pluma-Enhiesta reunió a todos los fundidores de las famosas campanas del Imperio. Eran hombres de gran renombre, maestros en su oficio. Puestos de acuerdo, comenzaron la ímproba labor. Prepararon los metales en cuidadosas proporciones; los instrumentos, los moldes y los gigantescos crisoles para la fundición. Por fin encendieron los fuegos, velando día y noche, sin comer ni dormir, atentísimo a los más pequeños detalles de la obra, para satisfacer a Pluma-Enhiesta, y sobre todo, para tratar de obedecer al deseo del Hijo del Cielo.
Mas, luego de fundido el metal, cuando separaron el molde de arena del metal incandescente, observaron que, no obstante sus formidables trabajos y cuidados incesantes, nada habían obtenido. Los metales continuaban separados; el oro había desdeñado aliarse al cobre, la plata no había querido unirse al hierro.
Tuvieron que recomenzar: encender las hogueras, avivarlas durante dos días y dos noches, en tanto ensayaban la nueva combinación de metales. El Hijo del Cielo, habiendo tenido noticia de lo ocurrido, se llenó de irritación; pero no dijo nada.
Los maestros renovaron la colada por segunda vez; ¡ay! el resultado fue peor que en el primer ensayo. Los metales se negaban a mezclarse; la campana tenía un aspecto inconcluso; los flancos estaban resquebrajados, hendidos; los labios eran irregulares, y quedaban como picados. Con gran pena de Pluma-Enhiesta, los maestros fundidores tuvieron que volver a empezar por tercera vez.
Y cuando el Hijo del Cielo supo estas cosas, su irritación, cada vez mayor, se hizo manifiesta. Envió un mensajero a Pluma-Enhiesta con un escrito, trazado sobre una hoja de seda amarilla-limón y sellado con el Sello del Dragón; dicho escrito decía:
—De parte del Poderoso Alegría Deslumbrante, el Sublime Gran Antepasado, el Celeste y Augusto, cuyo reinado es llamado Ilustre, a Pluma-Enhiesta, Fu-Fu… «Has traicionado dos veces la confianza que habíamos depositado en ti. Si la traicionas por tercera vez, tu cabeza será separada de tu cuello. ¡Tiembla y obedece!…».
Pluma-Enhiesta tenía una hija de deslumbrante belleza, cuyo nombre, Adorable, sonaba sin cesar en las bodas y en los versos de los poetas; una hija cuyo corazón era aún más maravilloso que su rostro. El amor de Adorable por su padre era tal, que antes de desolar la casa paterna con su ausencia, había rehusado cien pretendientes dignos de ella.
Cuando ella recorrió con la vista la terrible misiva amarilla, sellada con el Sello del Dragón, se desvaneció.
El mismo día se vistió y fue a vender algunas de sus alhajas; luego, con el dinero de la venta, se encaminó a casa de un astrólogo. Le contó los ensayos realizados para fundir la gran campana, y la amenaza contenida en la misiva del Hijo del Cielo.
Concluyó ofreciéndole todo el dinero obtenido con la venta de sus joyas, si le revelaba el medio de salvar a su padre. El astrólogo observó los cielos, el aspecto del río de plata que llamamos «Vía Láctea»; examinó los signos del Zodíaco, o sea la Ruta Amarilla; consultó más tarde la tabla de los cinco principios del Universo y los libros místicos de los Alquimistas. Cuando todo esto lo hubo hecho, después de un largo silencio le contestó:
—El oro y el cobre no se casarán nunca; la plata y el hierro no se unirán jamás, a menos que la carne de una virgen sea disuelta en el mismo crisol; a menos que la sangre de una joven se mezcle también en la fundición de los metales.
Adorable regresó a su casa llena de pena. No confió a nadie lo que había hecho; calló como un secreto cuanto había oído.
Llegó al fin el día decisivo en que se iba a intentar la tercera, la definitiva colada para fundir la gran campana. Adorable y su dama de compañía fueron con su padre al gran taller, instalado en una plaza; las dos mujeres se colocaron en un estrado que dominaba el trabajo de los fundidores y la lava del metal liquefacto. Se oía el murmullo creciente de las hogueras, amplificándose, enronqueciéndose cada vez más, en un rugido análogo al que anuncia la aproximación de los grandes torbellinos.
Y el lago de metal purpúreo se fue iluminando lentamente, rojo como una aurora, luego radiosamente dorado, hasta asumir finalmente una blancura deslumbradora como la faz de plata del Plenilunio. Entonces los trabajadores dejaron de alimentar las estremecidas llamaradas; todas las miradas convergieron hacia los ojos de Pluma-Enhiesta. Este iba a dar la señal de la fundición.
Antes que levantara el brazo, un grito de Adorable resonó sobre el trueno de las hogueras, un grito suave y claro como el canto de un pájaro:
—Por amor a ti, ¡oh padre mío!Y en tanto pronunciaba la frase, Adorable se precipitaba de cabeza en el blanco río incandescente.
La lava de la hornaza rugió al recibirla, y saltó hasta el tejado en monstruosas cabelleras de fuego, desbordó del cráter de arena y lanzó un chorro atorbellinado de fuegos multicolores, se estremeció de nuevo en relampagueantes espasmos, acompañados de sordos rugidos como de lejanos truenos.
El padre de Adorable, enloquecido de dolor, quiso precipitarse detrás de su hija. Los obreros lo retuvieron.
Se desmayó. Así lo condujeron, como se lleva un muerto, hasta su casa.
La dama de compañía de Adorable, muda, idiotizada, seguía siempre delante de la hornaza. Conservaba en la mano un zapato, un zapatito encantador, bordado de perlas y de flores: el zapato de la que había sido su joven y bella patrona. La pobre había tratado de retener a Adorable en el momento en que esta se había lanzado a la hornaza: sólo había podido retener el zapato. El lindo zapatito había quedado en su mano; inmóvil, como enloquecida, ella seguía contemplando la hornaza.
A pesar de todos estos acontecimientos, el mandato del Ser Celeste y Augusto debía ser ejecutado. Los fundidores continuaron su tarea; pero no confiaban en el éxito. Sin embargo, la fulguración del metal parecía más blanca y más pura que antes; del maravilloso cuerpo de Adorable no quedaba rastro. Los maestros mismos hicieron colar la masa incandescente en el gran molde; y ¡oh prodigio! cuando el metal se hubo enfriado, quedaron de manifiesto las formas perfectas de una campana, cuyo color era más bello que el de las más bellas campanas. Ni un rastro quedaba del cuerpo de Adorable. Se había confundido con el cobre y el oro, con la plata y el hierro. Y cuando probaron el timbre de la campana, notaron que sus sones eran más suaves y más potentes, que los de las demás campanas. Resonaban a la distancia de cien li, como el estruendo de las borrascas estivales, como una vasta voz pronunciando un nombre, un nombre de mujer, el nombre de ¡Ko-Ngai!
Desde entonces, en cada uno de los prolongados tañidos de la campana se oye una queja larga y grave; y siempre la queja se extingue en un dolorido sollozo, como si una mujer, llorando, murmurara: ¡Hiai!
Y todavía, al oír la larga queja de oro, la interminable capital enmudece; pero cuando el agudo y dulce estremecimiento hiende los aires, y pasa de firmamento en firmamento el sollozo de Hiai, todas las madres chinas en todas las pintorescas calles de Pekín dicen a sus pequeñuelos:
—¡Silencio! ¡Es Adorable que llora por su zapato! ¡Es Adorable que pide su zapato [3]!
La Reconciliación (El Pelo Negro)
La historia de Hoichi, el Desorejado
La promesa (De una promesa rota)
—Amada mía —respondió el afligido esposo—, nadie ocupará tu lugar en esta casa. Nunca volveré a casarme. Jamás.En el instante en que pronunció estas palabras, el hombre hablaba de todo corazón, pues estaba profundamente enamorado de la mujer que estaba a punto de perder para siempre.
Yuki-Onna, la mujer de nieve
Mosaku y Minokichi volvían de regreso a casa un frío atardecer cuando los sorprendió una gran tormenta de nieve. Al llegar al embarcadero descubrieron que el barquero ya se había ido, dejando la barca en la otra orilla del río. No era un día apropiado para cruzar a nado, así que los leñadores se refugiaron en la choza del barquero, con la sensación de sentirse afortunados de poder cobijarse allí. En la choza no había brasero ni hogar en el que encender un fuego: consistía en un espacio de dos esteras [1] con una puerta y sin ventanas. Mosaku y Minokichi cerraron la puerta y se tumbaron para descansar, sin quitarse los chubasqueros de paja. Al principio no sintieron mucho frío, por lo que pensaron que la tormenta amainaría pronto.
El anciano se durmió casi de inmediato, pero Minokichi permaneció despierto durante largo tiempo, escuchando el terrible silbido del viento y el golpeteo continuo de la nieve contra la puerta. El río rugía y la choza se bamboleaba y crujía como un junco en el mar. Era una tormenta espeluznante y el aire se volvía más y más gélido a cada instante; Minokichi temblaba bajo su chubasquero de paja. Pero, finalmente, a pesar del frío, le venció el sueño.
Le despertó una ráfaga de nieve en el rostro. La puerta de la choza se había abierto y, a la luz de la luna (yuki-atari), vio que había una mujer en la habitación, una mujer vestida completamente de blanco. Estaba inclinada sobre Mosaku, exhalando su aliento sobre él… y su aliento era como un humo brillante y níveo. Prácticamente en el mismo instante se
volvió hacia Minokichi y se inclinó sobre él. El joven intentó gritar pero fue incapaz de emitir sonido alguno. La mujer de blanco se fue acercando más y más hasta que sus rostros casi se rozaron; entonces el muchacho comprobó que era muy hermosa aunque sus ojos le causaron pavor. Por un momento ella lo miró, entonces sonrió y susurró:
—Era mi intención tratarte como a cualquier otro hombre. Pero no puedo evitar sentir cierta lástima por ti. Eres tan joven… Eres un muchacho muy guapo, Minokichi, así que no te haré daño. Pero si alguna vez le cuentas a alguien, aunque sea a tu madre, lo que has visto esta noche, lo sabré. Y, entonces, te mataré… ¡Recuerda mis palabras!
Y, tras decir esto, le dio la espalda y se fue por la puerta. En ese momento, Minokichi recuperó la capacidad de moverse, se puso en pie de un salto y miró a su alrededor. Pero no había ni rastro de la mujer y la nieve entraba con furia en la cabaña. Minokichi cerró la puerta y la aseguró apilando varios leños contra ella. Supuso que el viento la habría abierto de golpe y pensó que había estado soñando y que por ese motivo había confundido el resplandor de la nieve en el quicio de la puerta con la figura de una mujer de blanco. Aunque no estaba seguro. Llamó a Mosaku y se asustó al no recibir respuesta. Alargó la mano en la oscuridad y tocó la cara del anciano… ¡era de hielo! Mosaku estaba rígido, muerto.
Al despuntar el alba, la tormenta cesó. Cuando el barquero regresó a su puesto poco después de la salida del sol, encontró a Minokichi tendido inconsciente al lado del cadáver congelado de Mosaku. Minokichi recibió los cuidados adecuados y pronto volvió en sí, aunque permaneció enfermo durante largo tiempo debido a los efectos del frío que hubo de soportar aquella terrible noche. Estaba muy impresionado por la muerte del anciano leñador, pero no habló con nadie de la visión de la mujer de blanco. Tan pronto como recobró la salud, volvió a dedicarse a lo suyo: cada mañana se adentraba solo en el bosque y regresaba a la caída del sol con su fardo de leña, que después vendía con la ayuda de su madre.
Un anochecer del invierno del año siguiente, cuando regresaba a casa, Minokichi se encontró con una muchacha que al parecer viajaba por el mismo camino. Era alta, esbelta y muy hermosa. Respondió al saludo de Minokichi con una voz tal dulce como el canto de un pajarillo. El joven leñador caminó junto a ella y comenzaron a charlar. La muchacha le dijo que se llamaba O-Yuki [2] y que recientemente había perdido a sus padres, por ese motivo se dirigía a Yedo, donde decía tener unos parientes pobres que podrían ayudarla a colocarse como criada en alguna casa. Minokichi sucumbió de inmediato al extraño encanto de la muchacha y cuanto más la miraba, más hermosa le parecía. Le preguntó si ya estaba prometida y ella respondió riendo que estaba libre. A continuación, la muchacha le preguntó a Minokichi si estaba casado o comprometido y él le respondió que, si bien únicamente tenía a su cargo a su madre viuda, aún no se habían planteado la cuestión de una «honorable hija política» puesto que él todavía era muy joven… Después de estas confidencias, ambos caminaron largo rato en silencio; pero como bien dice el proverbio Ki ga areba, me mo kuchi hodo ni mono wo iu: «Cuando el deseo está presente, los ojos pueden hablar tanto como la boca». Cuando llegaron a la aldea ya estaban ambos prendados el uno del otro. Minokichi le ofreció a la muchacha la posibilidad de descansar en su casa. Tras cierta duda inicial causada por su timidez, la joven aceptó. Nada más llegar, la madre de Minokichi le dio una cálida bienvenida y le preparó una comida caliente. O-Yuki se comportó de un modo tan exquisito que la madre de Minokichi le cogió un súbito cariño y la convenció para que retrasase su viaje a Yedo. El final obvio de todo aquello es que Yuki nunca fue a Yedo. La muchacha se quedó en aquella casa como «honorable hija política».O-Yuki resultó ser la mejor de las nueras. Cuando, unos cinco años después, la madre de Minokichi se encontraba al borde de la muerte, sus últimas palabras fueron de afecto y alabanza hacia la esposa de su hijo. Y O-Yuki le dio a Minokichi diez hijos, niños y niñas, todos ellos hermosos y de piel muy blanca.La gente de la aldea consideraba que O-Yuki era una persona maravillosa cuya naturaleza era distinta a la de ellos. La mayoría de las mujeres campesinas envejecen muy pronto; pero O-Yuki, pese a haber dado a luz a diez hijos, tenía un aspecto tan lozano y joven como el del primer día que había pisado aquella aldea.