
Marguerite Yourcenar

Marguerite Yourcenar (Bruselas, 1903 - Maine, 1987) fue una poeta, dramaturga y novelista belga. Se la considera como una de las más respetadas escritoras en lengua francesa del siglo XX, siendo además la primera mujer en formar parte de la Academia Francesa en 1980. En su obra destacan sus novelas históricas, las cuales usualmente están escritas en tono poético. Entre sus trabajos más notables, se encuentran la colección de relatos breves Cuentos orientales (1938) y las novelas Memorias de Adriano (1951), El tiro de gracia (1939) y Opus nigrum (1968).
Cuento azul
El hombre que amó a las nereidas
bajo el deteriorado toldo de un café donde unos cuantos clientes se habían desplomado en las sillas con la vana esperanza de protegerse del sol. Los pantalones, viejos y rojizos, apenas le llegaban a los tobillos y el huesecillo puntiagudo, la arista del talón, las plantas largas y llenas de
callosidades y escoriaduras, los dedos flexibles y táctiles, pertenecían a
esa raza de pies inteligentes, acostumbrados al contacto del aire y del sol
endurecidos por las asperezas de las piedras, que aún conservan en los
países mediterráneos algo de la libre soltura del hombre desnudo en el
hombre vestido. Pies ágiles, tan diferentes de los torpes soportes
encerrados en los zapatos del norte… El azul desvaído de su camisa
armonizaba con las tonalidades del cielo desteñido por la luz del verano;
sus hombros y omoplatos se vislumbraban por los rotos de la tela como
descarnadas rocas; tenía las orejas un poco alargadas y encuadraban
oblicuamente su rostro a la manera de las asas de un ánfora; incontestables rastros de belleza veíanse todavía en su rostro macilento y ausente, como el aflorar, en un terreno ingrato, de una antigua estatua rota. Sus ojos de animal enfermo se escondían sin desconfianza tras unas pestañas tan largas como las que orlan los párpados de las mulas; llevaba la mano derecha continuamente tendida, con el ademán obstinado e importuno de los ídolos arcaicos que hay en los museos y que parecen reclamar a los visitantes la limosna de su admiración, y unos balidos desarticulados se escapaban de su boca abierta de par en par, que dejaba ver unos dientes espléndidos.—¿Es sordomudo?
—Sordo no es.Jean Demetriadis, el propietario de las grandes fábricas de jabón de la
isla, aprovechó un momento de desatención, en que la mirada vaga del
idiota se perdía del larlo del mar, para dejar caer una dracma en las lisas
baldosas. El ligero tintineo, medio ahogado por la fina capa de arena, no se perdió para el mendigo, quien recogió ávidamente la monedita de blanco metal y volvió de inmediato a su postura contemplativa y quejumbrosa, como una gaviota a orillas del muelle.
La primera noche
La sombra de Marko
—Soy arqueólogo, respondió el griego asentando su vaso de limonada. Mi saber se limita a la piedra esculpida, y vuestros héroes servios más bien tallaban en carne viva. Sin embargo, también a mí me ha interesado ese Marko y he reconocido su huella en un país muy alejado de la cuna de su leyenda, en suelo netamente griego, a pesar de que la piedad servia haya erigido monasterios bastante hermosos…
—En el monte Atos, interrumpió el ingeniero. Los gigantescos restos de Marko Kraliévitch descansan en alguna parte de esta montaña en donde nada cambia desde la Edad Media, excepto quizá la cualidad de las almas, y en donde seis mil monjes adornados con moños y barbas flotantes ruegan aún hoy por la salud de sus piadosos protectores, los príncipes de Trebisonda, cuya raza seguramente se extinguió hace siglos. ¡Cómo tranquiliza pensar que el olvido es menos rápido, menos total de lo que uno supone y que aún existe un lugar en el mundo donde una dinastía del tiempo de las Cruzadas sobrevive en las oraciones de algunos viejos sacerdotes! Si no me equivoco, Marko murió en una batalla contra los otomanos, en Bosnia o en país croata, pero su último deseo fue ser inhumado en ese Sinaí del mundo ortodoxo, y una barca logró transportar ahí su cadáver, pese a los arrecifes del mar oriental y a las emboscadas de las galeras turcas. Una bella historia, y que me hace pensar, no sé por qué, en la última travesía de Arturo…“Existen héroes en Occidente, pero parecen sujetos por su armadura de principios como los caballeros de la Edad Media por su caparazón de hierro: en ese salvaje servio tenemos al héroe desnudo. Los turcos sobre los que se precipitaba Marko debían tener la impresión de que un roble de la montaña se derrumbaba sobre ellos. Ya les dije que en aquel tiempo el Montenegro pertenecía al Islam: las bandas servias eran poco numerosas como para disputar abiertamente a los Circuncisos la posesión de la Tzernagora, esta Montaña Negra de donde el país toma su nombre. Marko Kraliévitch entablaba relaciones secretas en un país infiel con cristianos falsamente conversos, funcionarios descontentos, pachás en peligro de desgracia y de muerte; le resultaba cada vez más necesario ponerse directamente en contacto con sus cómplices. Pero su elevada estatura le impedía infiltrarse en terreno enemigo, disfrazado de mendigo, de músico ciego o de mujer; a pesar de que este último travestimiento hubiera sido posible por su belleza, lo hubieran reconocido por la descomunal longitud de su sombra. Tampoco se podía pensar en amarrar una canoa en un rincón desierto de la ribera: innumerables centinelas, apostados en los peñascos, oponían su presencia múltiple e infatigable a un Marko solo y ausente. Pero donde una barca es visible un buen nadador se disimula, y sólo los peces conocen su pista entre dos aguas. Marko encantaba a las olas; nadaba tan bien como Ulises, su antiguo vecino de Itaca. También encantaba a las mujeres: los canales complicados del mar frecuentemente lo conducían a Kotor, al pie de una casa de madera toda carcomida que jadeaba con el golpe de las olas; la viuda del pachá de Scutari pasaba ahí sus noches soñando con Marko y las mañanas esperándolo. Friccionaba con aceite su cuerpo helado por los besos blancos del mar, lo calentaba en su cama a espaldas de sus sirvientes; le facilitaba las entrevistas nocturnas con sus agentes y sus cómplices. Al despuntar el día, bajaba a la cocina aún desierta a prepararle sus platillos favoritos. Él se resignaba a sus senos pesados, a sus piernas espesas, a sus cejas que se juntaban justo en medio de su frente, a su amor ávido y suspicaz de mujer madura; contenía su rabia viéndola escupir cuando él se arrodillaba para persignarse. Una noche, la víspera del día en que Marko se proponía volver a Ragusa a nado, la viuda bajó como de costumbre a hacerle su comida. Las lágrimas le impidieron cocinar con tanto esmero como de costumbre; por desgracia subió un plato de cabrito demasiado cocido. Marko había bebido; su paciencia se había quedado en el fondo del cántaro: tomó los cabellos de ella entre sus manos pegajosas de salsa y vociferó: