Amargo final
Eric Frank RussellLa nave bajó del cielo sin otro ruido que el de las explosiones finales de sus frenos. Su descenso no fue espectacular porque la luz del sol, que le daba de lleno, impedía verlo claramente. Describiendo un ángulo se aproximó a la superficie, cayó sobre la arena y se detuvo.
Un perito hubiera visto enseguida que no se trataba de un cohete lunar corriente, como los que iban de la Tierra a su satélite cinco veces por semana. Era más angosto, más largo, más ligero. Y hubiera advertido también que estaba más estropeado y testimoniaba un mayor abandono de lo que era común en un cohete lunar.
Había sido dorado, pero ahora casi no quedaban vestigios de su color original. Unos proyectiles diminutos de dureza y velocidad increíbles dejaron su marca en el blindaje; lo perforaron en diecisiete lugares, taponados después con un revólver especial que disparaba balas de plomo semifundido.
La nave tenía el aire lastimoso de un caballo maltratado que se encuentra a dos dedos de la muerte. Permaneció sobre la arena del desierto, con sus tubos enfriándose por última vez; las finas y borrosas líneas doradas de su casco eran como el recuerdo de su gloria pretérita.
En la cola se distinguía aún, si bien vagamente, el número de identificación de la nave: M. 1. Un número antaño célebre, cuando al aparecer en todas las pantallas de televisión del mundo llenaba de agitación a millones de seres. Los diarios acariciaban todavía la idea de referirse a él con títulos de gran tamaño, como EL M. 1 VUELVE.
Pero no tuvieron oportunidad de hacerlo: El M. 1 era ya algo anacrónico, desubicado en el espacio y en el tiempo. Debía haber llegado muchos meses antes. Y el sitio de esa llegada debía haber sido Luna City, el puerto del espacio de donde partiera, y no ese desierto en el que estaba como un cadáver salido de la tumba, sin otro testigo que los lagartos, las gilias monstruosas y los cactos.
El hombre que salió por la portezuela no estaba mejor conservado que su nave. Esquelético, con las mejillas hundidas y los pómulos salientes, tenía piernas y brazos delgadísimos y unos ojos con el brillo luminoso de la fiebre. Pero era bastante activo. Podía hacer lo que quería, siempre que fuera a su ritmo. Un ritmo que tenía tres velocidades: tranquilo, lento y lentísimo.
James Vail, de treinta y tres años, piloto de pruebas de primera clase. ¿Treinta y tres años? Se pasó los delgados dedos por los cabellos, largos y revueltos, y se dijo que se sentía como si tuviera sesenta y que, probablemente, aparentaba tenerlos. Tanto mejor. Las miradas agudas e inquisitivas lo pasarían por alto, engañados por su aspecto de falsa vejez. Al gobierno, a pesar de sus recursos, le costaría mucho trabajo encontrar a un hombre tan envejecido, que podía pasar perfectamente por su propio padre.
Dejó la nave sin el menor escrúpulo, sin volver siquiera una vez la mirada. Con respecto a la nave y su contenido, su conciencia estaba tranquila. Los científicos mundiales encontrarían en el agotado cilindro precisamente lo que esperaban. Todo estaba arreglado y listo para ellos: las muestras, los datos, las fotografías, las medidas. ¡Qué extraordinaria meticulosidad! Había cumplido con su deber hasta el fin. No faltaba nada…, excepto la tripulación.
Había aterrizado lo más cerca posible de un camino que, oculto por una loma, se extendía siete millas más al norte. Se dirigió hacia él transpirando en abundancia y envuelto en la nube de arena que levantaban sus pies. Muchas veces, vencido por la fatiga, tuvo que detenerse a descansar.
El tránsito era escaso y probablemente tendría que aguardar bastante hasta que algún vehículo accediera a llevarlo. Eso era también una ventaja, porque de aquel modo se reducían las posibilidades de que alguno de los que pasaban hubiera visto la nave en el momento de aterrizar.
Al cabo de algún tiempo apareció un sedán verde y, sin hacer caso de su pulgar, siguió adelante, entre una ráfaga de viento, levantando la caliente arena al pasar. Sin resentimiento, volvió a sentarse sobre una piedra. En las dos horas siguientes, ocho autos y un lento camión de transporte ignoraron su presencia. Al fin, un gran camión rojo se detuvo y lo dejó subir.
—¿Adónde va? —le preguntó el chófer, poniendo de nuevo el motor en marcha.
James Vail se sentó cómodamente en la cabina y le contestó:
—Me es igual. A cualquier sitio en donde pueda tomar el tren.
El chófer miró las manos de su pasajero, se fijó en las venas azules y los hinchados nudillos.
—¿Le vino la mala, compañero?
—Realmente, no. He estado enfermo.
—Se ve.
—A veces, las gentes tienen más salud de lo que parece —sonrió secamente Vail.
—¿Y cómo anda perdido entre estas colinas?
Aquella era una pregunta embarazosa. Reflexionó, dándose cuenta de que su mente funcionaba con una lentitud anormal.
—Me dejaron seis o siete millas más atrás. He venido caminando un trecho. Nadie me quería llevar. Probablemente pensarían que iba a asaltarlos.
—Eso pasa a veces —convino el chófer—. Pero yo tengo un buen método para impedir esa clase de bromas, no se preocupe.
No le dio detalles de su técnica… Evidentemente, era un aviso. Era un hombretón, de cara roja, duro pero amable. Un tipo capaz de estrangular a un hombre, en propia defensa…, y de dar su comida a un perro hambriento.
—Los chóferes de los camiones pueden meterse en muchos líos —prosiguió el hombretón—. Unas cien millas más atrás, una chica muy linda empezó a llamarme desde el borde de la carretera, «¡Oh!», me dije, y aceleré la marcha. Conozco bien esta ruta, sabe…
Siguió con sus reminiscencias una hora más, durante la cual Vail dormitó a su lado, llenando las pausas ocasionales con monosílabos, para mostrarle que escuchaba. El camión entró en un pueblo. Vail se irguió, estudiando sus tiendas. Luego se pasó la lengua por los labios, pálidos y delgados.
—Me parece que aquí puedo bajar. Pare, por favor.
—Todavía faltan cuarenta millas para el ferrocarril —le dijo el chófer.
—Está bien. Ya seguiré más tarde.
El camión se detuvo. Vail bajó dificultosamente.
—Gracias por el favor, amigo.
—De nada.
El otro lo saludó amistosamente con la mano y siguió adelante.
Vail permaneció en la acera viendo cómo la roja forma del camión desaparecía. Pensó que había hecho bien en descender. Una pista es más difícil de seguir cuando se rompe con frecuencia y no sigue un curso fijo. A su debido tiempo encontrarían su rastro y se harían toda clase de esfuerzos por seguirlo. Aquello era lo más seguro.
Encontrarían la nave al caer la tarde, o quizá al día siguiente, o un día después. En estas épocas modernas, el tránsito aéreo era tan grande que seguramente algún piloto observador descubriría el cohete e informaría a las autoridades. La policía del Estado iría a verlo, lo reconocería, llamaría a los hombres de ciencia.
Desde aquel momento, la caza empezaría. Los aviones policiales recorrerían el desierto. Los autos de la policía registrarían todos los caminos. Se detendría a los vehículos, y se interrogaría a sus ocupantes.
—¿Pasó por tal punto? ¿A qué hora? ¿No vio nada extraordinario? ¿No se fijó en un par de tipos que andaban por allí?
Más pronto o más tarde, una motocicleta detendría al gran camión rojo.
—¿Usted lo llevó, eh? ¿A eso de las diez y media? ¿Cómo era? ¿Adónde dijo que iba? ¿Dónde lo dejó?
Llamarían por teléfono a aquel pueblo, y la policía local saldría en busca de él, siguiendo la nueva pista.
Sí, lo buscarían, sin duda alguna. Extrañados de su importancia, ya que no se lo acusaba de ningún acto criminal. Pero tenían que obedecer las órdenes y buscarlo frenéticamente, a través de una extensa zona, como si estuvieran interesados en ello.
Vail apretó los dientes. Estaba decidido a no dejarse atrapar.
Entró en un restaurante barato, al final de una calle apartada. Allí, más que en ninguna otra parte, tenía que dominarse, portarse de un modo normal, no llamar la atención. Encontró una mesa vacía, se sentó y consultó el menú con falsa apatía. El esfuerzo era terrible.
Una camarera rubia y llamativa se acercó, limpió la mesa y aguardó su pedido. Sus ojos se suavizaron al mirarlo, porque lo encontraba distinto de la diaria horda de tragones que acostumbraba atender. Por lo visto, despertaba su instinto maternal reprimido.
—Huevos con jamón —pidió.
Ella volvió a mirarlo y le preguntó:
—¿Dobles?
Mordiéndose los labios para no darle la respuesta que quería, se obligó a decir:
—No…, me trae después torta de manzana.
Tardó unos minutos en traerla. Él aguardó con impaciencia; cerrando de cuando en cuando los ojos, obligándose a no hacer caso de los ruidos y los apetitosos olores que se escapaban por la puerta de la cocina.
La bandeja que le trajo la camarera le hizo sospechar que había tomado el asunto por su cuenta. Si aquella era una ración sencilla, ¿cómo serían las dobles? Aquello lo alarmó un poco. Quizá significaban que ella lo había estudiado bien con la mirada y que, por lo tanto, lo recordaría.
La policía seguía las pistas con ayuda de personas que, por alguna razón, recordaban detalles aparentemente vulgares.
Tenía que comer y salir de allí cuanto antes. Pero no podía mostrar una prisa indecorosa. Así que tomó el tenedor y el cuchillo, estremeciéndose ligeramente al sentirlos entre los dedos. Luego, lentamente, fue comiéndose el plato, saboreando cada bocado y fingiendo no ver a la camarera, que lo vigilaba desde el otro extremo.
En cuanto terminó, ella volvió a acercarse, le quitó el plato y lo miró inquisitivamente.
—No quiero torta —dijo él—. Me sirvió demasiado. Solo café.
Un asombro momentáneo se pintó en sus facciones. Sus cálculos estaban errados en algún aspecto. No se puede juzgar a la gente por las apariencias —pensó rápidamente—. Vivir para aprender…
Vail bebió su café en lentos sorbos y salió. No se volvió para ver si las miradas de la camarera estaban fijas en él. Se vigilaba a sí mismo: Pórtate normalmente, pórtate normalmente…; hizo un denodado esfuerzo por controlarse.
Con el mismo paso tranquilo siguió calle arriba, atravesó la arteria principal y buscó otro restaurante modesto. Entró y pidió dos porciones grandes de torta y otro café.
¡Ah, ahora se sentía mejor! Luego compró un paquete de cigarrillos. Encendió uno, y aspiró el humo con el aire del que está probando los placeres del paraíso. Cerca del restaurante un autobús se detuvo y una anciana con mucho equipaje subió lentamente a él. Vail corrió corto trecho, lo que le hubiera sido imposible hacer unos momentos antes. Subió al autobús y se sentó cerca del conductor.
AL cabo de tres meses se había instalado en un lugar que se hallaba a mil setecientas millas del M. 1. La distancia proporcionaba siempre un margen de seguridad, aunque fuera temporal. Tenía una pieza, en una pensión modesta, pero adecuada, y trabajaba en una fábrica como aprendiz de soldador. De piloto de pruebas a aprendiz de soldador. Había descendido más de prisa que el malhadado cohete.
Sin duda hubiera podido encontrar un empleo mejor que aquel si se hubiese empeñado en ello. No le faltaban conocimientos para desempeñarse en un puesto de más categoría. Pero los doscientos dólares con que aterrizara habían ido disminuyendo inexorablemente. Cualquier cosa le venía bien, con tal que le permitiera mantenerse hasta que se le presentara una oportunidad mejor.
Su aspecto cambió durante aquellas tres semanas y ahora se parecía bastante al retrato que había en su licencia de piloto: Las mejillas más llenas, los brazos y las piernas más gruesos, los cabellos más espesos y oscuros. Su nombre había cambiado también. En las fichas de la fábrica figuraba como Harry Reber, de cuarenta y dos años soltero y sin familia.
El trabajo no le proporcionó tranquilidad mental. No podía escapar a la conciencia de lo falso de su situación. Sus compañeros hacían que se percatara de ello continuamente. Le gritaban, «¡Harry!», y muchas veces él no les contestaba, lo que ellos no dejaban de advertir. Con la rápida apreciación de los hombres que trabajan duramente, reconocían en él a alguien muy superior a lo que podía deducirse de su situación actual. Tomaban nota de que su conversación no les había revelado nada significativo acerca de sí mismo. El misterio que lo envolvía era muchas veces tema de las conversaciones cuando él no estaba cerca. Los izquierdistas sospechaban que era un espía de los patrones. Los otros, que había salido de la cárcel.
Todo eso podía haberse evitado muy bien, y se habría hallado en su lugar si hubiera buscado un puesto en las naves que iban a la Luna. Allí siempre se necesitaban pilotos, especialmente los buenos. Pero los que lo perseguían lo sabían también. Estarían esperando ansiosamente que diera ese paso en falso.
—¿James Vail? Soy un oficial de la policía Federal. Mi deber es…
¡Ah! No les daría tal oportunidad. Decían que era un deber arrastrarlo a un lugar adonde no quería ir. ¿Qué sabían ellos lo que era deber? Había cumplido con su deber, según su conciencia, lo mejor que podía en aquellas circunstancias terribles. Con aquello bastaba y sobraba. Que lo dejaran vivir en paz, en la oscuridad, sin crucificarlo en nombre de otros deberes menos importantes.
Todas las mañanas y las tardes, al ir y al volver del trabajo, compraba el diario y miraba la primera página. Luego, en cuanto se le presentaba una oportunidad, lo recorría página por página, columna por columna. Aquella noche compró uno, se lo llevó a su habitación y lo estudió desde la primera página hasta la última.
No se hablaba nada del M. 1. Ni una sola palabra. Y, no obstante, tenían que haberlo hallado ya. Deberían andar buscando a su tripulación. Pero en la prensa no se publicaba absolutamente nada.
¿A qué venía ese secreto?
Se le ocurrió, como una posibilidad bastante remota y absurda, que los encargados de estudiar los datos de la nave dudaban tal vez de su autenticidad y no podían decidir si eran ciertos o falsos. Alguien, con una imaginación muy viva, podía haber aventurado la idea de que se trataba de una broma complicada.
Aunque traída por los cabellos, una teoría así explicaría la falta de tripulación. Víctimas de una suerte indescriptible, no habían venido en el cohete. ¡Lo que este había traído era algo monstruoso, no humano, que ahora andaba suelto por la Tierra! Otra posibilidad era que la tripulación había llegado poseída por unos amos parásitos, que, instalados dentro de sus cuerpos, dominaban por completo sus movimientos.
Fantástica y bastante estúpida…, pero si los periodistas aderezaban todo aquello con miras sensacionalistas, sembrarían el pánico entre el público. Solo el silencio podía impedir un escándalo.
Se encogió de hombros, fatalista, mientras sacaba de su maleta un diario viejo que había encontrado en una trapería. Se tendió en la cama, lo abrió y, por milésima vez, concentró su atención en la primera página. Cada vez que lo hacía se maravillaba de la rapidez con que los acontecimientos se borraban de la mente del público. Hoy, el tema que más interesaba era el juicio del asesino Scarpillo. Probablemente, ni una sola de las personas que había en el tribunal recordaban los nombres que habían figurado en las titulares de aquel diario casi dos años atrás.
EL M. 1 DESPEGA.
Luna City. La primera nave para Marte se alzó rugiendo en el vacío y desapareció a la hora marcada, esta madrugada. El piloto James Vail y el copiloto Richard Kingston van camino de Marte. Cuando esta noticia salga a la calle, el brazo de la Humanidad se habrá extendido ya muchos miles de millas en el Cosmos.
Y seguía así, página tras página. Fotos de Vail, moreno y solemne. Fotos de Kingston, rubio, de cabellos rizados y sonriendo como un gato que acaba de tomarse un plato de crema. Fotos del Presidente, apretando el botón que ponía en marcha el cohete por control remoto. Artículos escritos por hombres de ciencia acerca de los pilotos, la nave y sus equipos. Ensayos acerca de cómo tendrían que enfrentarse con las condiciones de la vida en Marte, de lo que esperaban descubrir allí…
Un asunto emocionante, que ponía a la gente en contacto con lo misterioso, con lo imprevisto. Así fue hasta que se anunció que pronto regresaría, y creció con impulso extraordinario el interés de los diarios y el público.
SE ESPERA PRONTO AL M. 1.
Más fotografías, más artículos, más vítores anticipados. Un momento decisivo en la historia de la humanidad. No ocurrió nada. A las dos o tres semanas, cuando la nave se retrasaba ya demasiado, los diarios dieron su primera nota de aviso. Durante el mes siguiente fue aumentando la impresión de que algo fatal había ocurrido y terminó con una grave aceptación del desastre. El M. 1 no existía ya. Vail y Kingston habían pagado a Marte el precio de sus vidas, como otros veinte lo hicieran con la Luna. Requiescat in pace.
Solo restaba desear que la próxima vez tuvieron más suerte.
Se preguntó si la pérdida del M. 1 había acelerado o retrasado la realización de otro viaje interestelar. En todo lo que había leído hasta entonces no se mencionaba ningún M. 2. Las autoridades tenían la costumbre de no hablar de esas cosas hasta el último momento. No obstante, lo más probable era que en Luna City, allá arriba, en los cielos, otra nave estuviera preparándose, con dos o quizás tres tripulantes, para intentar un segundo asalto del Planeta Rojo.
Ahí residía la principal causa de su persecución. Querían oír la historia de sus labios. Nunca se darían por satisfechos con lo que les había dejado.
¿Qué les había dejado? Primero, una historia completa del vuelo de la nave, a la ida y a la vuelta. Segundo, la historia de la rotura del tubo principal de propulsión: cómo lo habían reparado y cuánto tiempo les había llevado hacerlo. Tercero, una relación detallada de las faltas e inconvenientes de los equipos, que habían sido demasiados.
Muestras de la arena y las rocas de Marte, aguas minerales y cuarzo, más unas láminas de una substancia parecida al lignito, una substancia anisotrópica y, por lo tanto, que podría emplearse tal vez en el radar. Varios gusanos delgados como cordeles y de gran longitud, guardados en viales. Y, conservados en formalina, unos cuantos de aquellos reptiles inofensivos que podían ser verdaderas serpientes o lagartos sin patas. Ocho especies de insectos. Veintisiete variedades de líquenes. Treinta de hongos diminutos. Ninguna cosa grande, porque en Marte no había formas de vida de tamaño grande. Posiblemente los microscopios revelarían algo.
Y les había dejado además gran cantidad de datos generales. Los mapas de la dispersión del agua mostraban que las vías de agua eran escasas, excepto en un radio de unas 200 millas en torno de los polos. Campos magnéticos y de gravedad, intensidad de los fotones, y muchas más medidas. Notas sobre la temperatura que iba de 30 a 80 grados. La presión de la atmósfera, que era de 0,5 a 0,9 mmHg. Muchísimas notas y gráficos. Lo había hecho con toda la meticulosidad posible.
Pero no era suficiente.
No les había contado una pequeña parte de la historia, y ellos querrían saberla también…, de sus propios labios.
¡Que se fueran al diablo!
Diez días más tarde, a media mañana, el capataz del taller lo llamó a gritos:
—¡Harry!
Pero Vail pareció no inmutarse. Siguió trabajando como si no escuchara.
El capataz atravesó el taller y le dio un codazo.
—¿Está sordo? Acabo de llamarlo. Lo quieren ver en la oficina.
Vail apagó la llama con un débil soplido, cerró las válvulas de los cilindros del gas, se quitó el casco y las gafas oscuras. Atravesó el taller, bajó las escaleras de metal y salió afuera. Lo iban a trasladar a otra parte de la fábrica, pensó, o tal vez a despedirlo. Al llegar a la esquina torció hacia las oficinas, que estaban hechas de cristal.
Aquel fue el primer error de los cazadores: aguardarlo en un lugar donde se los veía claramente. El segundo fue elegir un policía uniformado para detenerlo. Vail lo advirtió antes de que pudieran verlo a él. Dio de nuevo media vuelta, entró rápidamente en un callejón que corría junto al taller, lo recorrió hasta el otro extremo y entró en la oficina de personal.
Buscó su tarjeta y marcó la salida. El portero consultó ostentosamente su reloj, y lo miró de pies a cabeza.
—¿Qué diablos le pasa?
—Me voy a casa.
—¿Quién le dio permiso?
—Si no le gusta, vaya a quejarse al jefe —le sugirió Vail.
Salió, dejando al otro disgustado, pero sin saber qué hacer. Fue directamente a su pensión, hizo el equipaje, pagó la cuenta y llamó a un taxi. Aunque no lo supo, escapó por un minuto escaso. Apenas acababa de desaparecer el taxi llegaron dos agentes, consultaron la dirección, entraron lentamente en la casa y salieron corriendo de ella.
Pero llegaron a la estación media hora después de la partida de su tren.
El telégrafo funcionó activamente en las cuatro rutas que habían seguido los trenes que salieran en los últimos treinta minutos. Se avisó a las estaciones de autobuses más distantes. Los autos y motocicletas de la policía recorrieron las carreteras. Los guardas y vigilantes de los trenes de carga registraron todos los vagones, buscando a los vagabundos escondidos en ellos. La vida se hizo insoportable para los vagabundos, las gentes de mal vivir o en libertad condicional.
No encontraron a Vail. Su inteligencia se había aguzado al fortalecerse su cuerpo. Tenía una mente acostumbrada a las decisiones rápidas y a convertirlas en actos con igual rapidez…, una mente de piloto de pruebas hecha para enfrentarse con problemas más graves y repentinos, para aprovechar automáticamente la mejor salida.
Semanas atrás —largas y cansadoras semanas— había provocado él mismo la situación en que ahora se encontraba. Tenía que enfrentarse con los resultados del único modo posible de actuar que vislumbró en el momento de la crisis: seguir huyendo hasta que lo olvidaran…, o lo detuvieran. Si lo detenían, les diría todo lo que quisieran. Pero primero tenían que hacerlo.
Por otra parte, si podía eludir la captura durante un tiempo suficientemente largo, tal vez se olvidarían de él o pensarían que no merecía la pena perseguirlo.
Quizás ocurriera así. Si un M. 2 aterrizaba en Marte, su importancia disminuiría hasta desaparecer casi del todo.
Unas ochenta millas más allá de la estación donde lo tomara, el tren amenguó la velocidad al llegar a un cruce. La causa era un circo rodante que, a lo largo de media milla, aguardaba el paso del tren. El maquinista redujo grandemente la marcha para no asustar a una fila de inquietos elefantes que iban a la cabeza.
Todos los pasajeros se agolparon tras las ventanillas para ver el circo. Cuando se apartaron de ellas, Vail se hallaba ya en el otro lado, maleta en mano. Subió a la rampa de la jaula de los leones y compartió el lugar con un tipo que hacía unas muecas extrañísimas.
Cuarenta millas más allá tenía ya trabajo. El circo empezó a instalar sus carpas y lo contrataron para clavar estacas, tirar de las cuerdas y ayudar en lo que fuera necesario. Tiró de las pesadas lonas hasta desollarse los dedos y vio cómo se alzaba la Gran Carpa, enorme e hinchada. Ayudó a sujetar las cuerdas, los trapecios y las escalas de los Flying Artellos; llamaba «Daisy» a la Mujer Gruesa y «Herman» al Hombre de Goma. Aprendió a llamar a los leones «gatos» y a los elefantes «toros».
De algún modo desconocido para él le habían seguido la pista hasta la fábrica. Posiblemente, por un trabajo persistente y paciente de muchos. Eso significaba que estaban decididos a encontrarlo; la persecución era algo real. Y eso, a su vez, significaba que, a pesar del silencio, se había encontrado al M. 1.
Por lo tanto no debía sucumbir a la tentación de quedarse demasiado tiempo en el circo. Ni tampoco en el lugar siguiente, ni en el otro. «El malvado no conoce el descanso», era un proverbio cuya verdad estaba comprobando amargamente y a costa suya.
Cuando la caza no ha terminado, el zorro no puede quedarse eternamente entre los matorrales.
A mil millas de distancia de allí volvió a encontrar trabajo. Había atravesado el continente. Pero no podía seguir más adelante, como no fuera por mar. Aquella era una idea que no había que desechar. Los marineros abandonan el país por temporadas muy largas y es muy difícil seguirles la pista, especialmente si abandonan el barco en algún puerto extranjero.
Por el momento se sentía satisfecho con su puesto de empaquetador en una fábrica de envases de cartón. Le pagaban poco, pero eso le permitía vivir en una pieza barata, en una casa antigua de las cercanías y, sobre todo, le procuraba el anonimato de las masas trabajadoras.
Habían transcurrido once semanas desde el día en que subió al camión rojo, y los diarios y la televisión seguían sin mencionar el asunto. Solo podía imaginarse las discusiones que habían tenido lugar en los círculos científicos y políticos. La parte que faltaba de la historia les habría ahorrado muchas palabras, les habría permitido comprender su problema y su única solución. Pero él se había negado a darles esos detalles, dejándoles solo un misterio.
¡Qué terrible era la situación en que se vieran él y Kingston! El tubo roto y las semanas empleadas en componerlo. La inevitabilidad de los movimientos planetarios que ningún hombre puede detener ni hacer más lentos. El tiempo que habían tenido que desperdiciar aguardando que llegara el próximo momento ventajoso.
Lo habían empleado, en gran parte, haciendo nuevas e inútiles pruebas, recorriendo Marte y sin encontrar en él nada con que llenar su vacía despensa. Mentalmente, le parecía estar viendo a Kingston, sacudido por violentas arcadas, junto a una marmita caída. Ninguna de las trece variedades de hongos y de las veintisiete de líquenes eran comestibles. Se podían tomar crudas, hervidas, cocidas o fritas; bajaban por los intestinos y salían intactas, dejando al que las había comido diez veces peor que antes.
El problema que se les había presentado era muy sencillo de resolver: el de si volverían con la nave a toda costa o la dejarían pudriéndose en las rosadas arenas. Los dos sabían que solo había una solución: el M. 1 tenía que volver. Podía hacerse y los dos sabían cómo…, pero nunca podrían ponerse de acuerdo en cuanto a la manera de aplicar el método. La solución no se prestaba a ser discutida en forma serena y razonada; había que intervenir rápidamente, y solo de un modo.
Estaba sentado al borde de la cama, absorto en sus recuerdos, cuando oyó que llamaban a la puerta y contestó sin inquietud. Dos hombres entraron en la habitación.
Los recién llegados se quedaron el uno junto al otro, mirándolo fijamente. Pero, bajo su seguridad habitual, se escondía una ligera vacilación. En toda su carrera aquella era la primera vez que les ordenaban detener a un hombre sin que supieran el motivo ni la justificación legal de la detención. Probablemente le pedirían que fuera con ellos como un favor especial…, y se lo llevarían a la fuerza si se negaba a ir. Fuera como fuere, aquel era uno de los hombres a quienes buscaban. El otro tal vez no andaría lejos.
—Usted es James Vail —dijo con expresión afirmativa el más viejo.
—Sí.
Era inútil negarlo. La caza había terminado demasiado pronto. La red tendida por la ley a través de toda la nación era más eficaz y más difícil de evadir de lo que él había creído.
Bueno, lo habían encontrado. Las mentiras servirían para retrasar lo inevitable, nunca para impedirlo. La verdad acabaría por conocerse, más pronto o más tarde. Mejor era acabar cuanto antes. Quitárselo de encima. Por extraño que le pareciera, lo pensó con una sensación de alivio.
—¿Dónde está Kingston? —preguntó el otro, esperanzado.
James Vail se levantó, con los brazos colgantes. Le parecía que su vientre sobresalía una milla y que todo el mundo lo estaba mirando. La respuesta fue hecha con una voz que casi no parecía la suya:
—Me lo comí.