Aphra

Nancy A. Collins

* Contiene lenguaje adulto

Todo comenzó con los anteojos de Rayos X.

Aún recuerdo el aviso, incluso después de treinta años. Me acechaba entre las tapas de la revista Lucky Ducky N° 66. Yo tenía ocho años entonces y habría preferido las aventuras de Batman o Flash a las de un pato que hablaba, pero mi madre me vedaba semejante material tan fuerte, potencialmente pervertidor.

Intercalado entre las travesuras de Lucky Ducky y su imbécil rival, Bully Dog, había un aviso de una página completa que proclamaba las glorias de las Novedades de Risa y Magia, de Olson, Inc., de Newark, Nueva Jersey. La página estaba dividida en casillas más pequeñas, cada una de las cuales ilustraba un "chasco de éxito seguro".

Los Anteojos de Rayos X figuraban entre el Chicle Picante ("¡Para morirse de risa!") y el siempre popular Timbre de la Alegría ("¡Para hacerlos saltar!). Los toscos dibujos representaban a un joven desnutrido que llevaba unos anteojos con un diseño de espiral; gotas de sudor le saltaban de la frente mientras él miraba fijo, presa de una aterrada fascinación, su mano derecha, que se veía descarnada. Esto cautivó mi imaginación como jamás podía hacerlo un pato que hablaba.

Lo que realmente me atrajo, no obstante, fue la ilustración más pequeña ubicada en una casilla aparte en la esquina izquierda del recuadro. Mostraba al mismo hombre anteojudo y perturbado, mirando con la boca abierta a una mujer vestida con una pollera que le llegaba a la pantorrilla. El dibujante había representado el vestido transparente desde las rodillas hacia abajo, de modo que los lectores pudieran ver qué era lo que miraba el sudoroso sujeto. La expresión de su cara era exactamente la misma mueca de shock y aversión que mostraba cuando se veía la mano descarnada hasta los huesos.

Yo sabía qué era lo que miraba realmente el hombre transpirado. Miraba eso sobre lo que el profesor Fisher nos había dicho que era de mala educación pararse debajo de las barras del piso del gimnasio y mirar hacia arriba, dentro de los vestidos de las chicas. Hasta que el profesor nos dijo que no lo hiciéramos, yo nunca había deseado mirar el interior de la pollera de una chica.

Ahora la idea de poder mirar a una chica y verle la Cosa me intrigaba Sabía que no sería capaz de vivir mi vida hasta que tuviera mi propio par de Antojos de Rayos X.

Durante tres semanas ahorré el dinero que me daban, y los encargué. Mientras esperaba que llegaran, me imaginé paseando con aire indiferente por el gimnasio durante el recreo, con mis milagrosos Anteojos de Rayos X puestos. Nadie sospecharía nunca que yo estaba mirando las Cosas de las chicas. Era el Crimen Perfecto.

Durante las seis a ocho semanas necesarias para la entrega, pasé mucho tiempo tratando de concebir cómo era la Cosa de una chica. Sabía que no era como la de un chico, pero justamente de eso se trataba.

El profesor Fisher enseñaba Salud e Higiene cuando no era la temporada de béisbol. Teníamos que mirar muchas películas. Una de las películas mostraba cómo era la gente sin la piel. No era demasiado escandalosa, porque había montones de pequeños personajes de dibujos animados. Pero tenía una parte filmada, con una cámara especial de rayos X, en la que se veía un esqueleto de verdad subiendo las escaleras, comiendo y hablando. Pensé en eso el resto del día.

Cuando llegué a casa, me llevé a hurtadillas a mi habitación el viejo libro de texto de anatomía de cuando mi padre iba a la facultad, resuelto a mirar las mujeres desnudas que se exhibían entre las tapas. Lo que encontré fue decepcionante y más que un poco indecoroso.

Había muchas fotos que mostraban mujeres despellejadas, con la cara pelada y los órganos enroscados. Pero sus músculos al descubierto y las capas amarillas de grasa subcutánea resultaban demasiado espeluznantes. Yo prefería mucho más los ángulos duros y filosos ocultos en el núcleo de la máquina humana. En la perfección de los huesos había algo que me hacía transpirar las palmas de las manos y doler la cabeza. Estudié la mujer eternamente sonriente mientras imaginaba qué grandiosa sería la vida una vez que yo tuviera mis Anteojos de Rayos X.

¡Ya nada sería secreto! ¡Podría ver lo que pasaba dentro de la gente que me rodeaba! Me sentía especialmente ansioso por descubrir los secretos que las chicas mantenían encerrados dentro de sus Cosas. Yo sabía, por escuchar furtivamente las conversaciones de mi hermano mayor, que, sea lo que fuere lo que las chicas tenían en su interior, era muy, muy importante. El sólo pensar en eso me ponía duro. Yo había acertado a oír a mi hermano mayor y sus amigos hablar sobre "masturbarse", pero no sabía por qué alguien querría hacerlo. Contemplando esa mujer sin nombre, y sin carne, sus secretos expuestos ante mis ojos hambrientos, alcancé una súbita comprensión.

En mi juvenil inexperiencia, se me cayó un poco en el libro. Aterrado de que me descubrieran, arranqué la página manchada y devolví el texto a la biblioteca de mi padre. Si alguna vez descubrió el vandalismo, nunca lo mencionó.

Por fin amaneció el día en que llegaron mis Anteojos de Rayos X por el correo. No eran en absoluto lo que yo esperaba. La montura era de plástico duro, y las lentes, unos pedazos de cartón estampados con un diseño chillón pop-art. Cuando me los puse me encontré mirando a través de un par de agujeritos cubiertos con celofán rojo. Lo único que hacían, además de eliminar mi visión periférica y convertir lo que me rodeaba en color cereza de desinfectante, era darme un intenso dolor de cabeza.

Es curioso, pero creí que había olvidado todo aquello. Ahora vuelve a mí, con toda su ósea excitación y sus desconcertantes contornos filosos intactos.

Crecí como un chico normal, supongo. Tan normal como cualquier otro varón estadounidense durante el Baby Boom. Mi vida familiar era estable. Mis padres se ocupaban de mí. Tenía amigos en la escuela. Me querían. Salía con chicas.

A la mayoría de mis amigos de la secundaria les gustaban las chicas del tipo de las bastoneras. Ya saben, esas con tetas enormes y buen cutis. Yo prefería las altas y delgadas. Las que querían ser modelos.

Cuando fui a la universidad comencé a tener relaciones sexuales con numerosas mujeres. Durante mi segundo año me comprometí con una chica que era anoréxica. Había engordado un poco desde que terminó la secundaria, pero todavía era delgada. Mis amigos pensaban que yo estaba loco. Un par de meses antes de la fecha en que íbamos a casarnos, ella sufrió un paro cardíaco y murió en su departamento. Los médicos dijeron que se debía a la anorexia, que eso le había debilitado el corazón. Yo quedé realmente quebrantado durante algún tiempo. Hasta dejé la facultad por un semestre.

Luego de eso, durante varios años salí de vez en cuando, pero nunca en serio. Después conocí a la mujer con la que al fin me casaría.

En aquel entonces era realmente hermosa. Parecía una modelo. Hasta que quedó embarazada, la gente vivía diciéndole que debía dejar su trabajo y ser modelo. Y podría haberlo hecho, además. Después de comprometernos descubrí que padecía un "trastorno alimentario", era bulímica. Comía enormes cantidades de comida — más de lo que uno pudiera imaginar que era capaz de contener una mujer de su tamaño— y luego pedía permiso para levantarse de la mesa y se obligaba a vomitar. Nuestro matrimonio era feliz, supongo. Hasta el embarazo.

Mi esposa estaba muy entusiasmada, una vez que el médico confirmó lo que ella ya sospechaba. En ningún momento se molestó en preguntarme si yo quería un hijo. El tema de si yo lo deseaba o no jamás se planteó cuando ella parloteaba eligiendo nombres para el bebé y decidiendo la adecuada combinación de colores para el cuarto del chico. Yo no decía nada y ella ni lo advertía.

No daba la impresión de molestarle el estar engordando. Sin embargo, a mí sí me molestaba.

Cuando tuvo un aborto natural sentí alivio. Eso nos ahorraba muchos estorbos. Mi esposa no lo vio de ese modo, sin embargo. Estaba devastada, como se apresuró a señalarme su médico. Éste dio a entender que la razón del aborto tenía algo que ver con la bulimia. Insistió en que yo la llevara de vacaciones, para que los dos pudiéramos estar juntos y Enfrentar la Tragedia. Así que fuimos dos semanas a Florida.

Mientras estábamos en Florida, encontré un trozo de coral tirado en la playa cerca de nuestro hotel. Era blanco como un hueso. Eso es todo lo que creí que era, al principio. Fue por eso que lo recogí. Era delicado y parecía, en forma y tamaño, un hueso de un dedo de mujer. El meñique. Lo sostuve largo rato en la mano. De cerca no parecía un hueso de verdad. Era demasiado poroso y nudoso, como el dígito artrítico amputado de una abuela. Aún así, sentí que me excitaba. Cuando volví a la habitación me masturbé en la ducha. No le conté a mi esposa.

Para cuando regresamos de Florida la distancia entre nosotros se abría aún más grande. Cada día mi interés por mi esposa disminuía más. Siempre que pienso en ella —en esas raras ocasiones en que pienso en mi esposa— la veo como una figura minúscula, mal definida; como si hubiera pasado siete años mirándola por el lado equivocado de un par de binoculares.

Después del aborto no perdió los kilos que había engordado durante el embarazo. Se volvió hosca y usaba prendas oscuras y comía montones de chocolate. Yo pasaba la mayor parte del tiempo tratando de evitarla.

Uno de mis pasatiempos son los remates caseros. Me gusta sentarme tras el volante del auto y trazar mi ruta con la ayuda de un mapa de alguna ciudad y los avisos clasificados. A veces descubría barrios que no sabía que existían. Era como tener una aventura en mi propia casa.

Un sábado a la tarde, mientras me hallaba afuera evitando a mi esposa, me crucé por casualidad con la subasta casera que me cambió la vida. Podrán pensar que me hago el chistoso, pero lo digo muy en serio.

No figuraba en el diario y no tenía ningún cartel hecho a mano clavado en los árboles o postes de teléfono cercanos. Era sólo una mescolanza de viejos cachivaches amontonados en el patio delantero de una vieja casa de dos pisos. Un joven aburrido estaba sentado en una silla plegable junto al sendero de entrada.

No era un barrio que yo visitara normalmente, pero despertaron mi interés un par de búhos embalsamados colocados encima de una pila de prendas desechadas. La vieja casa, como la mayoría de las de la cuadra. había sido hogar de una familia acomodada a comienzos de siglo. Ahora necesitaba extensas reparaciones.

—Eh... ¿esto es suyo? —le pregunté al joven aburrido.

Alzó la vista de su ajado libro de Stephen King y se encogió de hombros con gesto indiferente.

—Supongo que se podría decir así. La verdad, toda esta mierda pertenecía a mi tío. Murió hace un par de meses.

—Lo lamento.

El joven volvió a encogerse de hombros.

—¡Yo ni siquiera sabía que él vivía hasta que murió y me dejó este montón de basura en su testamento!
—Ah.
—Solamente me quedo el fin de semana, para vender estas porquerías antes de entregarle la propiedad a una inmobiliaria. Creen que pueden venderla a algún constructor que la convierta en departamentos.

Gruñí y me puse a escarbar entre las pilas de polvorientas cajas de cartón y baúles mohosos. Encontré varios libros encuadernados en cuero, la mayoría en latín, desparramados entre ejemplares deshojados de Fate y Cat Fancy. Si el polvo es alguna medida de la antigüedad, debían de tener por lo menos cien años.

También encontré un baúl lleno de frascos sellados que contenían bebés de tiburón, víboras adultas, varias especies de calamares y algunos fetos de perro deformados, todos en salmuera. Di con un grupo de ranas toro, ataviadas con sombreros mexicanos para muñecas, que tocaban unos instrumentos mariachi en escala reducida. Había un astrolabio herrumbrado, un mortero cuarteado y varias cajas llenas de tubos de vidrio de formas extrañas, similares a los equipos que se ven en el laboratorio del científico loco en las películas de televisión de ultrasnoche. Obviamente, el tío del heredero se había ufanado de un gusto ecléctico.

—¿Cuál era el apellido de su tío? —pregunté, alzando un pichón de caimán embalsamado equipado con unos minúsculos pantaloncitos de baño y fijo a una tablita de surf en miniatura.
—Drayden —respondió el joven sin levantar la vista del libro.

Recordé haber leído en el diario un artículo sobre un hombre llamado Drayden. Era un solitario que vivía con varias docenas de gatos en una casa vieja y deprimente. Cuando al final cayó muerto, la policía demoró un par de semanas en descubrir su deceso. Una vez que forzaron la puerta de entrada, los gatos del viejo se desparramaron a través del umbral y por el vecindario circundante. El cadáver del viejo estaba todo masticado.

Alcé la vista justo a tiempo de ver un gato barcino, zaparrastroso y de flancos flacos, que avanzaba con cautela por el tejado del garaje de al lado; sus ojos eran verde amarillento e indóciles. Amilanado, regresé a la tarea de revisar las posesiones del difunto señor Drayden.

Ella estaba en una vieja caja de madera, envuelta en papel de seda amarillo descolorido, como los frágiles adornos de Navidad que mi madre trajo de Alemania cuando yo era chico.

Desde el principio mismo supe que era mujer. No estoy exactamente seguro de cómo lo supe, pero así fue. Metí la mano en la caja y recorrí con dedos temblorosos la tersura marfilina de su cráneo. Unas órbitas vacías me devolvían una mirada fija, ofreciendo una vista sin obstrucciones del interior de su cráneo. Esa exquisita vislumbre de misterio me recordó las tajadas de nautilo, delgadas como una hostia, que vendían como llaveros en los puestos para turistas en Florida.

Salvo la hendedura donde lo habían abierto para extraer el cerebro, el cráneo se hallaba en perfectas condiciones. En la parte superior de la cabeza había un pequeño ojo de acero inoxidable remachado que, una vez colgado de un gancho, permitía que el esqueleto completamente articulado quedara erguido. Una rápida inspección del contenido del embalaje demostró que el esqueleto se hallaba intacto, aunque los brazos, las piernas, el torso y el cráneo habían sido desprendidos y envueltos por separado. Me sentí como un chico que encuentra un tren de juguete debajo del árbol la mañana de Navidad.

—¿Cuánto quiere por esto? —Intenté ocultar mi entusiasmo, pero me tembló la voz. El sobrino del viejo Drayden miró de reojo el esqueleto desarmado y se rascó la cabeza.
—¡Ah, eso! Ummm... ¿Treinta dólares? viene con un soporte, creo. Está en el garaje. —Le extendí tres crujientes billetes de diez dólares, tratando de disimular mi deleite. —Está ahí, del otro lado de la puerta. No puede dejar de verlo. Entre, está sin llave.

Me encaminé por el agrietado sendero hasta el garaje, situado a la sombra de la vieja casa. Las puertas dobles chirriaron cuando las abrí. Algo pequeño y peludo se escurrió por el piso en lo profundo de las sombras. El olor a pis de gato me causó una arcada. Respirar por la boca no me sirvió de mucho, pero sí redujo el hedor lo suficiente para permitirme navegar en la penumbra.

Vi el soporte de metal del esqueleto y lo arrastré fuera de las puertas del garaje. Era más pesado que lo que pensé en un primer momento y casi tan alto como yo. Me costaría algo de trabajo, pero podría acomodarlo en la parte de atrás de mi auto.

Guardé mi tesoro en el baúl y me marché. El sobrino me observó partir con ojos aburridos y mezquinos. Qué raro que yo no hubiera notado antes lo corpulento que era.

Mi estudio no es en realidad un estudio; es un sótano a medio terminar. El agente de la inmobiliaria, cuando nos mostró la casa a mi esposa y a mí, insistió en denominarlo "sala de recreo", sea lo que fuere lo que eso signifique. Cuando nos mudamos, mi esposa decidió que ése sería mi estudio. Tengo allí un escritorio, un par de sillas y un viejo sofá-cama. También hay un bañito y una entrada separada que da al garaje. Cada vez que mi esposa estaba deprimida o perturbada, yo me quedaba allí.

Demoré varias horas en armar el esqueleto. No es tan fácil como parece. Había pequeñas clavijas y tuercas que mantenían unidos los huesos y tardé algún tiempo en comprender exactamente cómo se suponía que debían ir las diversas piezas. Y tampoco ayudó sentirme tan excitado que las manos me temblaban.

Después de trabajar durante casi tres horas seguidas, la frustración me hizo estallar en lágrimas; debo de haber llorado bastante fuerte, porque mi esposa bajó a ver qué pasaba. Cuando la oí bajar las escaleras me puse de pie de un salto y me apresuré a salir a su encuentro antes de que tuviera oportunidad de ver lo que yo estaba haciendo. No sé por qué no quería que ella lo viera; simplemente no quería.

Cuando mi esposa se dio cuenta de que yo había llorado, me estrechó en sus brazos y echó a llorar también. No dejaba de decirme cuánto bien me hacía mostrar mis sentimientos y cómo los dos éramos aún lo bastante jóvenes para intentarlo de nuevo. Yo consentía a todo lo que me decía, con el objeto de hacerla volver arriba. Ella no cesaba de insistir en hacer el amor. Me arrastró al dormitorio y pasó una hora tratando de que se me parara. Nada sirvió. Terminó llorando hasta quedarse dormida. Volví a ponerme la ropa y regresé abajo.

Como dije, desde el principio supe que era mujer. La mayoría de la gente no puede reconocer la diferencia entre los huesos masculinos y los femeninos. Qué extraño. ¡Imagínense no poder distinguir un hombre desnudo de una mujer desnuda! ¡Y créanme, es imposible estar más desnudo que un esqueleto!

Antes de colgar mi botín, limpié el soporte. Fue entonces cuando supe su nombre. Estaba escrito en una plaquita de bronce adherida a la base. Al principio pensé que era la marca del fabricante o el nombre de la casa de elementos para médicos de la que ella provenía, pero al cabo de bastante limpiabronce, vi que era una inscripción grabada con esmero. Lo único que decía era: Aphra.

Di por sentado que ese era su nombre. Me gustó; sonaba exótico y misterioso. Me preguntaba quién o qué había sido Aphra, cuándo aún tenía piel. ¿Era una vagabunda o una sacerdotisa? ¿Una mendiga o una prostituta? Yo sabía que la mayoría de los esqueletos humanos utilizados en las clases de anatomía modernas eran importados de lugares del extranjero como Bangladesh, pero Aphra era más grande que los habitantes corrientes del Tercer Mundo. Era muy vieja, y sin embargo al mismo tiempo eternamente joven. Tal vez había sido una infortunada criminal por los tiempos de la reina Victoria, y su cuerpo no reclamado había sido despojado de la carne y vendido post mortem a los tratantes de blancas para recuperar el dinero gastado en ella cuando vivía.

El ruido de mi esposa en las escaleras me sacó de mi arrobamiento fantástico. Cuando vio a Aphra lanzó una exclamación de repugnancia.

—Por Dios, Reg... ¿qué diablos es eso?
—Es... eh... un esqueleto, querida.
—¡Eso ya lo veo! ¿Pero qué está haciendo acá?
—Lo compré hoy en un remate casero...

Mi esposa se quedó mirándome, envolviéndose el cuerpo con los brazos, como si tuviera frío.

—¿Estás loco?
—Mi amor, puedo explicarte...
—¡No quiero saber nada! ¡Quiero que esa cosa horrible salga de esta casa! ¿Me oyes?
—Pero, querida, es sólo un esqueleto. Completamente inofensivo...
—¡No me importa, Reg! Es malsano que compres una cosa como esa. ¡Es morboso!
—Mi amor...
—Ya te dije que no lo quiero en la casa, ¿está claro? —Se dio vuelta y se fue. Discusión terminada. Yo sabía que no servía de nada discutir.

Le eché una mirada culpable, por encima del hombro, a Aphra.
Ella me sonreía. Lo que ella no sepa no le hará daño, Reg.
Después de aquello guardé a Aphra en el placard hasta que estuve seguro de que mi esposa se había dormido.

Me gustaba poner a Aphra en el rincón de atrás de mi escritorio, así ella podía observar mientras yo trabajaba: Resultaba confortante saber que estaba ahí. Yo podía mirarla todas las veces que quería; ella nunca se quejaba. Pronto comencé a acariciar ociosamente la curva de su anillo pelviano. Ella nunca me reprochaba mi audacia, ni siquiera cuando le manoseaba la ondulación del cóccix.

¿Qué es la mera belleza de la superficie comparada con la poesía de los huesos, el ballet sublime de cavidades y articulaciones, la perfección de un carpo?

Comencé a llevar más y más trabajo a casa. Era una buena excusa para quedarme levantado hasta tarde, esperando que mi esposa se fuera a la cama.

Comparada con la bruñida perfección de Aphra, mi esposa me producía cada vez mayor insatisfacción. La belleza natural que al principio me había atraído hacia ella, ahora se hallaba oculta en capas de grasa amortiguadora. Ver su cuerpo desnudo era suficiente para enfermarme. Empecé a dormir en el sofá-cama del estudio.

Durante esa época me abstuve de las relaciones sexuales, pues mi mente estaba consumida por fantasías eróticas. Aunque mi libido parecía atrofiada por el exceso de trabajo, yo no podía dejar de notar lo horriblemente gruesas que se habían vuelto todas las mujeres en el trabajo. Hasta esas con las que antes había flirteado ante el bebedero me parecían inmensas, fajadas en kilos de grasa trepidante.

Dejé de comer en la cafetería durante la hora del almuerzo. El sólo ver a las secretarias gargantuescas echándose queso cottage a paladas en sus vastas fauces me estropeaba el apetito. Apenas podía esperar que terminara el día, para poder regresar al confort de mi estudio y el silencioso bálsamo de la sonrisa eterna de Aphra.

No obstante, soy hombre. Y un hombre tiene necesidades. Necesidades que debe satisfacer si desea vivir algo que se asemeje a una vida productiva.

Cerca de donde trabajo se halla uno de los distritos más bajos de la ciudad. No lo parece durante el día, pero llegado el crepúsculo las veredas abundan en los personajes propios de una ciudad superpoblada; pueden encontrarse alcahuetes, prostitutas, adictos, vendedores de drogas, borrachos y lunáticos de toda edad, raza e inclinación sexual. Uno los mira a los ojos y ve que no son más que carne. Carne para esquivar o para usar.

La mujer estaba parada en una esquina, con expresión aburrida, justo como dice el clisé. En cuanto la vi tuve que poseerla. Medía menos de uno sesenta y cinco de estatura, pero su extrema delgadez le hacía parecer más alta. Era una adicta; sus manos y piernas eran largas y flacas, con codos y rodillas absurdamente grandes. Tenía una cara caballuna, los pómulos tensos bajo la piel estirada. Su cabello, arruinado por la mala alimentación, estaba enmarañado y tenía las puntas florecidas. Llevaba el atuendo obligado de las prostitutas: pantaloncitos cortos y top, que dejaban al descubierto los flancos enjutos y las costillas como fósforos. Mi erección fue inmediata e intensa.

Se asomó por la ventanilla abierta del lado del acompañante y me miró con la misma indiferencia que el empleado encargado de tomar los pedidos en la esquina de McDonald's. Más de un billón de clientes servidos.

El regateo fue rápido y eficiente. Subió al auto y la llevé a mi casa. Salvo nuestra breve negociación del precio, no me habló.

Era tarde. Mi esposa dormía. No nos molestaría nadie.

La única vez que la cara de la mujer mostró algo parecido a una expresión humana fue cuando arrastré a Aphra fuera de su escondite en el placard y la coloqué a los pies de la cama.

Una vez desnuda, la adicción de la prostituta resultó dolorosamente evidente. Tenía las venas de los brazos destruidas y pinchaduras rojas entre los dedos de los pies, de inyecciones autoadministradas. Sus senos pequeños le caían chatos contra el pecho huesudo. Lo único que parecía vivo era la maraña oscura de vello púbico entre sus piernas de pájaro; su vitalidad resultaba obscena comparada con el resto, tan estropeado.

Cuando la penetré estaba seca. Yacía debajo de mí, moviéndose débilmente en reacción a mis violentas embestidas. Era tan frágil que cada empujón de mis caderas la hacía agitarse como una enrome muñeca de trapo. Bombeé contra ella frenéticamente, magullándome en los filosos ángulos de sus caderas.

Una fracción de segundo antes del orgasmo, tuve la impresión de que su piel se tornaba de pronto translúcida y me quedé mirando, paralizado, el aleteo de papel de los pulmones, la rítmica contracción del músculo cardíaco. Luego mi clímax de treinta dólares desbarató la visión y me retiré, estremeciéndome, de sus profundidades.

Pasada mi avidez carnal, me repelió ver a la prostituta. ¿Cómo podía haber ansiado vaciarme dentro de una mujer tan obesa? Parecía una de esas diosas de la fertilidad, horriblemente hinchadas, que hay en los museos; toda nalgas temblorosas y tetas colgantes. Me resultaba imposible entender cómo podía haberme engañado al punto de aceptarla como sustituta de la sensualidad sin par de Aphra. Llevé apresuradamente a la prostituta de vuelta a la ciudad y la dejé en una esquina concurrida.

Me detuve en un negocio que vendía bebidas alcohólicas y que estaba abierto hasta tarde, y compré una botella de whisky barato, resuelto a borrar de mi cerebro el recuerdo de estar apretado entre los pesados muslos de esa mujer.

Había tragado más de un quinto de la botella cuando llegué a mi casa. Mi breve aventura había aliviado las tensiones sexuales contenidas dentro de mí, pero todavía había algo que ansiaba consumación. Era un hambre que iba más allá de la mera necesidad física, que bramaba en mi corazón como una bestia acorralada.

Aphra continuaba parada donde yo la había dejado; sus órbitas vacías miraban fijo las sábanas manchadas del sofá-cama. Me sentí abrumado de culpa y pesadumbre. Eché a llorar. Aún lloraba cuando entré en la ducha y dejé que mis lágrimas se fueran por el desagüe.

Antes de acostarme volví a poner a Aphra en su lugar en el placard. Cuando me disponía a cerrarle la puerta, me incliné hacia adelante y apreté los labios contra el plano duro de su mejilla derecha. Nunca antes le había dado el beso de las buenas noches. No sé por qué. Era algo tan perfectamente natural.

Un par de horas más tarde me despertó un ruido seco. Me quedé muy quieto, con los sentidos todavía confusos por el alcohol que había consumido, y traté de deducir qué era lo que producía el ruido y de dónde venía. El corazón se me congeló cuando me di cuenta de que provenía del placard.

Me senté, con las cobijas aferradas entre los nudillos blancos, y me quedé mirando fijo el picaporte, que giraba lentamente. El matraqueo del interior del placard se tornó aún más agitado, y luego, silencio. El picaporte dejó de moverse. Me pregunté si el gancho que ella tenía en lo alto de la cabeza habría frustrado su intento de libertad. Antes de que yo tuviera oportunidad de decidir si me hallaba despierto o soñando, la puerta del placard se abrió y Aphra penetró en la habitación.

La pálida luz de la luna que se filtraba por las cortinas delineaba su clavícula blanca como la nueve y sumía en profundas sombras los espacios entre sus costillas. Me sorprendió ver, encima del triángulo vacío de su cavidad nasal, un par de luminosos ojos verde amarillento. Como sus ojos no tenían párpados, la mirada de Aphra era tan intensa que me daba la sensación de estar mirándome el fondo del alma.

Avanzó hacia mí; daba cada paso con una gracia lenta y estudiada. Sus huesos se entrechocaban haciendo un suave contrapunto a sus movimientos. Sonreía, por supuesto, y adelantaba las manos hermosa mente esculpidas, en gesto de súplica.

Yo quería decirle que la prostituta no había significado nada para mí; que nadie, ni siquiera mi esposa, merecía mi amor y mi lealtad como ella. Abrí la boca, pero apoyó sobre mis labios sus dedos como astillas. Ella lo sabía. Lo vi en la manera serena en que sostenía erguido el cráneo, los ojos sin párpados alertas y omniscientes. No habría recriminaciones.

Se me aceleró el pulso cuando ella se inclinó hacia adelante y apartó la sábana que ocultaba mi desnudez. Su rostro pálido y descarnado rozó el mío, el duro marfil de sus dientes hizo presión contra mis labios. Le acaricié la curva de la pelvis. Mientras recorría con mis manos temblorosas la longitud dura y lisa de su fémur, reaccionó con mi estremecimiento. El sonido me recordó la cortina de cuentas de mi cuarto universitario.

Contuve el aliento mientras las falanges articuladas de Aphra envolvían mi pene erecto, los nudillos resonando como dados a cada movimiento. El placer era tan intenso que mi visión se borraba, obnubilada por pulsantes grumos de oscuridad.

Debo de haberme desvanecido, porque lo siguiente que recuerdo es que era de día y mi esposa se hallaba de pie junto a mi, chillando obscenidades y sollozando histéricamente. Me abofeteó un par de veces antes de que yo pudiera explicarme qué ocurría. Luego me di cuenta de que Aphra estaba todavía en la cama conmigo.

Mi esposa me dejó aquel mismo día. No la he visto desde entonces, aunque sigo encontrando cartas de su abogado en mi correspondencia. Jamás las abro.

Con la partida de mi esposa, ya no tuve necesidad de mantener a Aphra oculta en el placard. La llevé orgullosamente arriba, al dormitorio principal: el lugar que le correspondía. Aunque no lo dijo, ella estaba emocionada.

Al principio mantuve las apariencias en el trabajo, aunque sabía que era sólo una cuestión de tiempo hasta que la red de chismes de la empresa difundiera la noticia de que mi esposa me había dejado. Mi superior comenzó a hacer comentarios sobre mi aspecto. No dejaba de preguntarme si comía bien. Yo lo lograba deducir qué se proponía.

Una vez que la deserción de mi esposa se tornó del conocimiento público, fui objeto de un bombardeo de atención femenina. Algunas de las secretarias incluso llegaron al extremo de sentarse en una punta de mi escritorio, ostentando vastas extensiones de muslos devorados por la celulitis. Era lo mejor que yo podía hacer para evitar enfermarme. Al cabo de un par de semanas entendieron la indirecta y dejaron de molestarme. Algunas manifestaron la misma preocupación por mis hábitos alimentarios. Yo me limitaba a sonreírles y les aseguraba que gozaba de perfecta salud y que a mi apetito no le pasaba nada malo. Sabía que, si les decía la verdad, que ya no me interesaba la comida, no comprenderían.

Un mes después de que me dejó mi esposa, el gordo imbécil que era mi superior me llamó as u oficina. Estaba Preocupado Por Mí. Creía que yo Necesitaba Un Descanso. Algún tiempo para Meditar las Cosas. Para Decidir Qué Hacer. Me ordenó que me tomara una licencia. Yo no discutí. Estar lejos de mi Aphra más de unos cuantos momentos era un tormento inenarrable.

Eso fue hace... ¿cuánto? ¿Dos, tres meses? Lamentablemente, cada vez me cuesta más recordar fechas exactas. El tiempo, cuando estoy con mi amada inmortal, encierra poco significado para mí.

Ya no atiendo el teléfono, aunque de vez en cuando escucho los mensajes del contestador automático. Mi jefe no llama desde hace un largo tiempo. No me importa. No voy a volver al trabajo. Eso lo sabía cuando me fui, pero no quería admitirlo.

Ahora Aphra está mucho más activa que cuando la conocí. Al principio sólo andaba por ahí sola después de oscurecer. Ahora camina por la casa durante todo el día. Yo me cercioro de mantener todas las cortinas cerradas. Los vecinos ya me dan bastantes motivos de aflicción por el aspecto de mi patio, como para que Aphra ande de un lado a otro desvestida frente a las ventanas.

Ya no salgo mucho. No extraño el exterior, en realidad. La última vez que salí de casa las calles estaban llenas de mujerones gigantescas e hinchadas metidas en trajes y polleras con tajos. Terminé vomitando en un callejón y volví a casa antes de llegar adondequiera que me dirigía. La vez anterior a ésa me detuve ante la vieja casa donde había encontrado a Aphra, para averiguar qué había sido de las otras pertenencias de Drayden. Lo único que vi fue una cáscara chamuscada con planchas de madera terciada clavadas en las ventanas y las puertas.

A veces a Aphra le gusta vestirse con la ropa que dejó mi esposa. (No es que alguna de esas prendas le vaya. ¡Mi mujer era absolutamente elefantina!) A Aphra le gustan los viejos négligées de mi esposa, los de antes del embarazo. Ahora, mientras escribo esto, tiene puesto uno; el modelo original de París, de chifón color malva con un lazo en la garganta. Siempre fue uno de mis favoritos.

Aphra, sentada frente al tocador, juguetea con el cepillo enchapado en plata que me regaló mi esposa cuando cumplí treinta y seis años. Me veo reflejado en el espejo mientras ella se cepilla cien veces el cabello fantasmal.

Mi piel está pálida, salvo el rojo furioso que me marca los muslos, los hombros y las ingles. La infección es aún peor en mi prepucio, aunque la mordedura del hombro está bastante fea. Mi Aphra es una mujer apasionada. Mucho más que lo que fue nunca mi esposa, o lo que podría ser cualquier mujer.

Esta mañana, bajando las escaleras, me sentí tan débil que casi me desmayé. Tuve que aferrarme al barandal con las dos manos para no caer. Cuando llegué abajo encontré en la correspondencia un aviso de interrupción de suministro de la compañía de electricidad. Creo que afuera es diciembre. Hasta podría ser el año próximo.

Aphra ha terminado de acicalarse por esta noche. Se vuelve de su lugar frente al espejo y me sonríe. Aunque nunca ha hablado, hemos compartido una intimidad que va mucho más hondo que lo que jamás podrían lograr las meras palabras.

Me siento como si me hallara suspendido al borde de un gran misterio, cuya solución se encuentra por fin a mi alcance. A medida que voy debilitándome, comprendo más y más la respuesta. No pasará mucho tiempo antes de que pueda comprenderla toda. No más secretos. El vértigo que acompaña al verdadero amor me ha convertido en filósofo.

He demorado tres días en escribir esto. No agregaré nada más. Alzar la lapicera es un esfuerzo muy grande. Estoy demasiado cansado incluso para leerlo desde el comienzo para ver si me expresé bien. Aunque eso no importa.

Ella viene hacia mí, el négligée remolineando alrededor como una niebla coloreada, sus dientes castañeando ante la expectativa de nuestro acto de amor. La piel me arde, esperando su caricia cortante. Ella me promete la perfección; inmutable y eterna.

Pronto. Que sea pronto.