Día de Tregua

Carlos Busqued

El pibe hace un buen tiempo –uno, dos años– que vive por inercia, ya tiene más de una gillette ensangrentada en su haber y más de una vez le debió la vida a ese vendedor ambulante que le vendió una caja de curitas, que cada tanto pone coto a su impaciencia. Ocurre que la vida le ha dado un par de golpes duros y el pobre se quebró.

Es así que, desde hace un tiempo –uno, dos años–, se va a acostar con un sabor amargo en la boca. Anoche, sin ir más lejos, terminó de escribir algo en su diario, lloró un rato y se fue a la cama con Pink Floyd.

Hoy el pibe se levantó con una extraña sensación, un presentimiento latiéndole en el pecho: “Andá a saber”, se dijo, y sacándose las lagañas fue a hacerse unos mates. Descubrió que había dejado el calefón prendido y, por lo tanto, no tenía que permanecer el eterno minuto, minuto y medio, esperando que la díscola llamita del piloto accediera a quedarse en su lugar después de quitar el dedo del botón. Puso la pava a calentar y fue al baño a lavarse los dientes. La pava estaba de buen humor, así que en lugar de, como todos los días, dejar hervir tranquilamente el agua, avisó con un ruidito leve y turbulento: “Vamos, pibe, apurate que ya va a hervir”. Terminando de escupir los últimos restos de mal aliento y dentífrico, llegó a tiempo a apagar el fuego. El termo también manifestó su voluntad haciendo una excepción y, por hoy, solo por hoy, no largó el primer traidor chorro largo, que mañana tras mañana le quema al pibe las manos.

Prendió la radio y en un arranque de locura –según las suposiciones del pibe– pasaron un especial de Robert Johnson, The King of Delta Blues, que lo hechizó durante hora, hora y media, y luego una selección de temas de las Grandes Bandas, que también le gustan mucho. Después, lo de siempre, apagó la radio y –ya aclaramos que hace uno, dos años, vive por inercia– prendió la tele donde, en lugar de las películas gansas, de los noticieros gansos, anunciaron que por un error de programación –más vale, dijo el pibe– debían pasar “El Cuervo” de Roger Corman, con Vincent Price y Boris Karloff. Ante tamaña noticia, dejó el mate, buscó un par de cervezas y se instaló frente al televisor. No se despegó hasta que terminó la película.

Como anunciaron que el error de programación había sido subsanado, lo apagó. Hoy no estoy, se dijo, para ver cualquier cosa. Todavía con el gustito a magia que la película le dejó en la boca, preparó otro termo, arregló el mate y abrió la ventana. El baldío– basural al cual da su pequeño balconcito estaba cubierto por un espeso manto de niebla, el cielo estaba totalmente encapotado, justo como a él le gusta desde chico. El silencio, además, era casi total. Los horribles chillidos de los frenos de los colectivos que pasaban por la avenida Pueyrredón, a menos de una cuadra de allí, casi ni se escuchaban.

Sonrió. Es que el día se mostraba amable, como diciendo: “Hoy, pibe, lo que hayas o te hayan hecho no importa. Hoy, la vida te ofrece una tregua”. Y el pibe, con el termo en una mano y el mate en la otra, apoyado en el balconcito, respiró hondo y, en voz baja y cómplice, como quien confía un secreto, dijo que aceptaba.