El amo de los perros
Algis BudrysEl blanco y polvoriento camino se desviaba de la carretera general del estado atravesando los espaciados pinos. En el camino no se notaban marcas de neumáticos; sin embargo, cuando Malcolm introdujo el coche por él, observó huellas de pezuñas de perros o tal vez un perro, por el centro del mismo, que se dirigían hacia el edificio que se alzaba en la intersección de los caminos y que era depósito general y estación de gasolina al mismo tiempo.
—Bueno, esto está bastante apartado de todo —dijo Virginia.
Era delgada, con el pelo negro lleno de polvo. Su cara era alargada, de pómulos salientes. Hace diez años, cuando se casaron, era joven y ligeramente regordeta.
—Sí —respondió Malcolm.
Hacía sólo unos días, tras realizar unas gestiones, que había abandonado su trabajo en la agencia y había hecho planes para pasar el verano en algún sitio lo más económico posible, con el fin de demostrarse a sí mismo si era verdaderamente un artista o solamente tenía talento comercial. Y ahora se hallaban allí.
Presionó el acelerador para aumentar la velocidad del coche, siguiendo una línea de espaciados postes maltratados por el tiempo, que sostenían un solo cable de alta tensión. El agente de los inmuebles ya le advirtió que no había teléfonos. Malcolm había tomado eso como un hecho positivo; pero, en cierto modo, no le agradó la vista de aquel único alambre delgado que se extendía de poste a poste. Las ruedas del coche se hundían profundamente en el polvo, a uno y otro lado de las huellas del perro, que él seguía como un reguero de migas de pan a través de un bosque.
Algunos metros más allá vieron un cartel en lo alto de un montículo:
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Debajo de este anuncio había un triángulo de tierra: acaso cincuenta mil metros cuadrados de terreno en total, que apuntaba hacia la parte más baja de la bahía de Nueva York. El camino se transformaba en calle, con forma de barranco, de gravas amarillentas, que se dirigía en línea recta hacia el agua y que terminaba en tres postes de cemento, uno de los cuales estaba derribado, dejando un hoyo lo suficientemente grande para que un coche se hundiera en él. Más allá había una hondonada, desde donde la bahía se dirigía, en dirección norte, hacia la ciudad de Nueva York, y en la otra dirección, hacia el Atlántico.
Al otro lado de la agreste calle, la incultivada tierra estaba casi cubierta de achaparrados robles y zumaques. A lo largo de la calle estaban trazados los solares, toscamente rectangulares, algunos con sus cimientos a medio terminar; montones de arcilla extraída, grandes cantidades de arena, aunque en menor proporción que la arcilla, todo en medio de una mezcolanza un poco descorazonadora. Aquí y allá se veían algunas casas a medio construir, deformadas y deslustradas ya.
En medio de aquel conjunto general, había dos excepciones. Al final de la calle, dos casas de forma idéntica, una enfrente de la otra, estaban completamente terminadas. Una parecía bastante descuidada, en mal estado. El solar que la rodeaba estaba desprovisto de arbustos, pero carecía de césped, estando cubierto de hierbajos. Enfrente, al otro lado de la calle, se alzaba una casa de magnífica apariencia, en excelentes condiciones. Pintada de gris y cubierta de tejas oscuras, se asentaba en el centro de un terreno cubierto de verde césped, muy bien cuidado; se hallaba rodeada de una cerca de alambre, de un metro veinte centímetros de altura aproximadamente, pintada de color gris. Postigos pintados de blanco flanqueaban las altas y estrechas ventanas que guarnecían la parte de casa que Malcolm veía. Delante del edificio, servía de barrera una hilera de piedras encaladas con forma de cabezas de hombres. Todo en la casa y en sus alrededores se había construido bien. Malcolm encontró una oportunidad de animar las cosas.
—Mira, Marthy —dijo a Virginia—: te he conducido sana y salva, a través del terrorífico bosque, hasta una cómoda casa situada en la ladera de Fort Defiance.
—Está bien construida —respondió Virginia—. No debe de ser fácil mantener aquí un lugar como éste.
Mientras Malcolm aparcaba el coche paralelamente a donde debería haber estado el bordillo de la acera, aparecieron por detrás de la casa gris del otro lado de la calle un par de hermosos cachorros de perros doberman. Juntos permanecieron, con los hocicos pegados a la acera, mirándolos. No ladraron. Tampoco se notó movimiento alguno en la ventana de la fachada, ni nadie salió al patio. Los perros estaban allí, sencillamente, observando, mientras Malcolm atravesaba la calzada en dirección a su nueva casa.
La casa estaba amueblada... Bueno, es un decir. Tenía algunas sillas en el cuarto de estar, aunque no había diván, y una mesa de plástico cromado en el área de la cocina. Uno de los dormitorios estaba completamente vacío, pero en el otro había una cama y un armario. Malcolm recorrió la casa de prisa y regresó al coche para sacar el equipaje y los víveres. Señalando con la cabeza hacia los perros, dijo a Virginia:
—Bueno; el último modelo de campo de concentración.
Comprendió que debía decir algo ligero, porque Virginia no cesaba de mirar al otro lado de la calle.
Sabía muy bien, como lo sabía la mayoría de las gentes y presumía que también Virginia, que los perros doberman son inquietos, indignos de confianza y rencorosos. Y su esposa y él tenían que pasar todo el verano allí. Se daba perfecta cuenta de que sería imposible conseguir que el agente le devolviera ahora el dinero pagado por el alquiler de la casa.
—Parecen tan desaliñados porque cuando eran pequeñitos les cortaron las orejas y el rabo —observó Virginia.
Cogió una bolsa de víveres y la transportó a la casa.
Cuando Malcolm terminó de vaciar el coche, cerró con violencia el portaequipajes. Aunque no se movieron hasta entonces, los perros consideraron este gesto como una señal. Se volvieron pausadamente, sin apenas separarse, y, guardando la formación, desaparecieron de vista detrás de la casa gris.
Malcolm ayudó a Virginia a colocar las cosas en las alacenas y en el único armario del dormitorio. Había bastante que hacer para que ambos estuvieran ocupados durante algunas horas, y cuando a Malcolm se le ocurrió mirar por la ventana del cuarto de estar, ya había oscurecido. Sin embargo, lo que vio le inmovilizó.
Al otro lado de la calle surgían chorros de luz de las cuatro esquinas de la casa gris, iluminando espléndidamente todo el patio. Un hombre tullido se paseaba por el interior del cercado, con las piernas rígidas y el cuerpo inclinado hacia adelante, doblado por la cintura. Agarraba fuertemente los moldeados puños de dos bastones-muletas, en los que se apoyaba con los codos. Mientras Malcolm le contemplaba, el hombre dobló con gran exactitud la esquina de la casa y se puso a pasear por delante de la fachada principal de su propiedad. Mirando directamente hacia adelante se movía con regularidad, atravesando su sombra la cerca detrás de la doble sombra de los dos perros que iban inmediatamente delante de él. Ninguno de ellos miraba en dirección a la casa de Malcolm. Observó cómo el hombre daba otra vuelta, siguiendo la cerca hasta la parte de atrás de la casa y desapareciendo detrás de ésta.
Más tarde, Virginia sirvió lonjas de carne asada fría en el pequeño dormitorio-comedor. Poner la casa en orden pareció haber causado en ella un buen efecto moral.
—Escucha: creo que estaremos muy bien aquí, ¿verdad? —dijo Malcolm.
—Ya sabes que cualquier sitio que sea bueno para ti siempre lo será también para mí —respondió Virginia juiciosamente.
No era ésa la contestación que él deseaba. En Nueva York estaba seguro de que el verano le serviría de mucho..., que en cuatro meses un hombre puede tomar alguna decisión. Había pensado para ellos una casa junto al océano, en una ciudad que tuviera biblioteca pública, cinematógrafo y algunas otras distracciones. Para él fue un golpe cuando descubrió lo altos que eran los alquileres durante el verano y con cuánta anticipación había que alquilar las casas. Por eso, cuando el último agente que visitó le describió este lugar y le dijo lo económico que era el alquiler, Malcolm procedió a realizar el contrato inmediatamente. Virginia estuvo de acuerdo, aunque no existiesen distracciones. Sin embargo, ella no dejó de preguntar al agente las causas de que fuera tan barato el alquiler de la casa; pero el agente, un hombre grueso con la camisa llena de cenizas de cigarro, le contestó muy serio:
—Mistress Lawrence, si usted busca un lugar donde su marido pueda trabajar sin que le moleste nadie, puedo asegurarle que no existe otro mejor.
Virginia quedó convencida.
A ella no le había agradado que Malcolm abandonara la agencia. El lo comprendía. Sin embargo, él necesitaba que ella estuviera contenta, porque esperaba que su situación fuera más segura para el final del verano. Ahora, Virginia le miraba fijamente. Él buscaba en su mente algo que pudiera interesarle y que cambiase un tanto el estado de ánimo que existía entre ambos. Recordó entonces la escena de que había sido testigo a última hora de la tarde. Le habló, pues, del hombre y de los perros, y esto hizo que Virginia levantara las cejas.
—¿Recuerdas si el agente nos dijo algo de ese hombre? —preguntó—. Yo, no.
Malcolm, rebuscando en su memoria, recordó que el agente le había mencionado un guarda al que podrían acudir si se les presentaba algún problema. Entonces no hizo mucho caso, porque no comprendía en qué podría ayudarlos un agente o un guarda. Pero ahora se daba cuenta de lo desamparados que estaban Virginia y él aquí si, por casualidad, se les rompía algo como una cañería o se les fundía la luz... La importancia del guarda adquiría relieve, no cabía duda.
—Sospecho que es el vigilante —dijo.
—¡Oh!
—Es lógico: estos terrenos tienen que valer algo. Si no hay aquí alguien que los vigile, la gente puede llevarse las cosas, o vendría a acampar aquí, o algo por el estilo.
—Supongo que sí. Me imagino que los propietarios de estos terrenos le permiten vivir aquí sin pagar alquiler, y con esos perros hará un buen trabajo.
—Pues tendrá vigilancia para rato —dijo Malcolm—. Cualquiera que se decida a construir aquí tiene para diez años. No puedo figurarme que nadie compre estos terrenos, mientras haya sitio más cerca de Nueva York.
—Así, pues, es el sostenedor de la fortaleza —dijo Virginia inclinándose para quitar el plato a su marido.
Por encima del hombro de Malcolm miró hacia la ventana del cuarto de estar. Abrió mucho los ojos y, automáticamente, se tocó el borde del cuello de su bata y resopló.
—Escucha: posiblemente él no pueda ver lo que pasa en el cuarto de estar, sí; pero para ver lo que ocurre dentro de este dormitorio tiene que colocarse en el rincón más alejado de su patio. Y hace rato que entró en su casa.
Volvió la cabeza para mirar y, efectivamente, era cierto lo que él había dicho, con la excepción de que uno de los perros se hallaba en ese rincón mirando hacia la casa de ellos, con los ojos echando chispas. En aquel momento, su cabeza pareció atraída por alguna otra cosa y dirigió la mirada hacia el camino. Giró sobre sí mismo, dio algunos pasos alejándose de la cerca, se volvió, salió, recorrió la calle y se alejó. Un momento después regresó corriendo, junto con su compañero, que traía ligeramente sujeto de la boca un saquito de papel. Los perros trotaron juntos, alegres, como buenos camaradas, rozándose sus lomos, y cuando estuvieron a pocos pasos de la cerca, la saltaron al mismo tiempo y continuaron corriendo a través del patio hasta que Malcolm los perdió de vista.
—¡Cielo santo! ¡Vive solo con los perros! —exclamó Virginia.
Malcolm se volvió rápidamente hacia ella.
—¿Qué te hace suponer eso?
—Es muy sencillo. Acabas de ver cómo se han comportado los perros. Son sus criados. Él no puede ir a ninguna parte; ellos van en su lugar. Si tuviese esposa, iría ella.
—¿Ya te has dado cuenta de todo eso?
—¿No observaste qué contentos estaban? —preguntó Virginia—. No hay necesidad de que un perro vaya a reunirse con su compañero. Sin embargo, él lo hizo. No pueden ser nada más felices.
Virginia miró a Malcolm, y él vio volver a sus ojos la antigua y compleja cautela.
—¡Por todos los diablos! Son perros solamente... ¿Qué saben ellos de nada? —preguntó Malcolm.
—Saben de la felicidad —respondió Virginia—. Saben lo que hacen en la vida.
Malcolm permaneció mucho tiempo despierto aquella noche. Empezó pensando en lo magnífico que sería el verano viviendo allí y trabajando allí; luego pensó en la agencia y en por qué no parecía poseer él esa clase de intuición astuta y definida que conduce a un hombre a hacer fácilmente un trabajo oficioso. Aproximadamente a las cuatro de la madrugada se preguntó si estaría tal vez asustado, y si estaba asustado desde hacía tiempo. Nada de lo que estaba pensando era nuevo para él, y sabía que, hasta última hora de la tarde del día siguiente, no conseguiría alcanzar el punto en que se sintiera conforme y a gusto consigo mismo.
Cuando Virginia intentó despertarle a primera hora de la mañana, él le suplicó que le dejase dormir. A las dos de la tarde, ella le llevó una taza de café y le zarandeó por el hombro. Un rato después, entraba en la cocina en pantalones de pijama y encontró a Virginia haciendo huevos revueltos para ambos.
—¿Qué plan tienes para hoy? —le preguntó su mujer cuando hubo terminado de comer.
Malcolm levantó la vista.
—¿Por qué?
—Mientras dormías, puse todos tus útiles de pintura en el dormitorio de delante. Creo que hará un buen estudio. Con todas tus cosas allí, puedes acomodarte perfectamente esta tarde.
A veces, ella era tan brusca que le causaba enojo. Se le ocurrió que acaso Virginia hubiera pensado que proyectaba no hacer nada en todo el día.
—Escucha —le dijo—: ya sabes cómo me gusta experimentar la sensación de una cosa nueva.
—Lo sé. No soy capaz de comprenderlo. Yo no soy artista. Lo único que he hecho es colocar tus cosas en esa habitación.
Como Malcolm permaneció sentado un rato sin hablar, Virginia fregó platos y tazas y entró en el dormitorio. Al poco, salió vestida. Se peinó y se pintó los labios.
—Bueno, tú puedes hacer lo que quieras —dijo—. Yo voy a la casa de enfrente para presentarme.
Se apoderó de él un asomo de irritabilidad. Sin embargo, dijo:
—Si me esperas un minuto, me vestiré e iré contigo. Es conveniente que ambos estemos en contacto con él.
Se levantó y entró en el dormitorio para ponerse una camisa de cuello abierto, unos pantalones vaqueros y unos zapatos de lona. Notaba que empezaba a reaccionar contra la presión. Siempre le había molestado que le presionasen. Le parecía como si Virginia hubiese dispuesto de antemano la forma en que él debía pasar la tarde.
Fueron andando hasta el cercado por la estrecha faja de tierra situada entre él y la fila de piedras encaladas, sin que sucediera nada. Malcolm vio que, aunque el cercado tenía una puerta, no había ningún paso a través de la diminuta franja de césped que se hallaba al otro lado de él. Tampoco existía paseo central. El terreno estaba liso, continuo, como si la casa hubiese sido colocada allí por medio de un helicóptero. Malcolm miró más de cerca la tierra que estaba inmediatamente al otro lado del cercado, y cuando vio los regulares redondeles dejados por las muletas del hombre, se sintió aliviado.
—¿Ves alguna campanilla o algo por el estilo? —preguntó Virginia.
—No.
—¿Crees que ladrarán los perros?
—No me gustaría que lo hicieran.
—¿Quieres mirar? —dijo Virginia tocando la aldabilla de la puerta—. La pintura apenas está desgastada. Apostaría a que no ha salido del patio en todo el verano.
Al tocar la verja, ésta crujió ligeramente y los perros salieron de detrás de la casa. Uno de ellos se paró, se volvió y regresó al edificio. El otro avanzó y se quedó parado detrás de la cerca, lo bastante próximo a ellos como para que oyeran su respiración. Los miraba con la cabeza inclinada, en estado de alerta.
Se abrió la puerta principal de la casa. En el umbral hubo una visión de muletas de metal. Luego, salió el hombre y se quedó parado en el descansillo. Cuando estuvo satisfecho de su observación, asintió con la cabeza, sonrió y avanzó hacia ellos. El otro perro iba a su lado. Malcolm se dio cuenta de que el perro que estaba junto al cercado no se distrajo volviendo la cabeza para mirar a su amo.
El hombre se movió de prisa, cruzando el terreno con ágiles balanceos de su cuerpo. Parecía que su mal no era de la columna vertebral, sino de las piernas, porque necesitaba ayudarse para andar. Claro que no podía decirse que aquello fuera andar, pero tampoco se le podía catalogar como invalidez total.
Aunque el hombre aparentaba estar próximo a los sesenta años, no había en él síntomas de decrepitud. Era flaco, pero fuerte y nervudo. Era ancho de osamenta, y la piel de su cara estaba tersa y tostada por el sol. Alrededor de sus ojillos azules y de las comisuras de sus delgados labios tenía muchas arrugas finas y profundamente marcadas. Su pelo blanco amarillento estaba peinado hacia atrás, forma clásica de los militares británicos. Y todavía conservaba un ligero bigote. Usaba una chaqueta de mezclilla con los codos reforzados con parches de cuero. Parecía un poco gruesa para aquel tiempo. Llevaba puesta una fina camisa de franela, color gris claro, y una corbata de lazo azul pálido. Se paró junto a la cerca, con los codos apoyados en las muletas, y alargó una mano firme, de uñas cortas, de color hueso viejo.
—Buenas tardes —dijo amablemente. Sus modales eran correctos y corteses—. Deseaba conocer a mis nuevos vecinos. Soy el coronel Ritchey.
Los perros permanecían inmóviles, uno a cada lado de él, con sus negros y puntiagudos hocicos apuntando hacia los recién llegados.
—Buenas tardes —respondió Virginia—. Somos Malcolm y Virginia Lawrence.
—Encantado de conocerles —dijo el coronel Ritchey—. Creí que Cortelyou fracasaría esta temporada en proporcionarnos a alguien.
Virginia sonrió.
—¡Qué perros tan hermosos! —exclamó—. Los vi anoche.
—Sí. Se llaman Max y Moritz. Estoy orgulloso de ellos.
Mientras platicaban, cambiando cortesías, Malcolm se preguntaba por qué habría mencionado el coronel a Cortelyou, el agente de bienes raíces, como proveedor. Por otra parte, había algo familiar en el coronel.
—¿Usted es el famoso coronel Ritchey? —preguntó Virginia.
Lo era. Malcolm lo comprendía ahora todo. Recordaba la serie de las grandes revistas donde, algunos años antes, aparecieran las aventuras del coronel, sacadas de sus películas.
El coronel sonrió sin dar muestras de turbación.
—Soy el famoso coronel Ritchey, pero observarán ustedes que mi aspecto no es el mismo que el de ese simpático y encantador muchacho que apareciera en las películas.
—¿Y qué demonios hace usted aquí?— preguntó Malcolm.
Ritchey dirigió su atención a él.
—Ya sabe usted que uno tiene que vivir en alguna parte...
Virginia dijo inmediatamente:
—Anoche estuve observando a sus perros y, al parecer, le prestan a usted un gran servicio. Supongo que debe de ser agradable tenerlos. Se sentirá seguro con ellos.
—Sí, así es. Para mí constituyen una gran ayuda. Max y Moritz son muy buenos conmigo. Pero es más agradable tener personas aquí, como ahora. Empezaba a estar molesto con Cortelyou.
Malcolm empezó a preguntarse si el agente hubiera sido capaz de llamar guarda a Ritchey si el coronel hubiese estado escuchándole.
—Entren, por favor —dijo el coronel.
La aldabilla de la verja se le resistió momentáneamente, pero la golpeó ligeramente con la palma de la mano y consiguió alzarla.
—No tengan miedo a Max y Moritz. No atacan si no se les ordena...
—¡Oh! Desde luego no me asustan —contestó Virginia.
—Hasta cierto punto, no sería extraño que la asustaran —dijo el coronel—. Los perros doberman suelen ser poco sociables, como ustedes ya saben. Se tarda meses hasta conseguir su amistad, su confianza, su cariño...
—Pero usted lo consiguió, ¿no? —preguntó Virginia.
—Por supuesto —respondió el coronel, con amable sonrisa—. Me los trajeron cuando eran pequeñitos.
Ahora se dirigió a los perros y su voz estaba llena de poderío, pero era tan calmosa como cuando se dirigía a Virginia.
—¡Chuchos!
Los perros se pararon a mirar al matrimonio y se alejaron después tranquilamente.
El cuarto de estar del coronel, tan limpio como sencillo, contenía, amorosamente cuidados por él, algunos muebles anticuados. El diván, con su tapicería de punto de media y su madera tallada, era el diván que Malcolm hubiera esperado encontrar en el cuarto de estar de una dama. En una esquina se hallaba un sillón Morris, colocado de forma que una persona pudiera tumbarse en él y mirar la calle o, volviendo la cabeza, descansar sus ojos en las distantes luces de Nueva York. De las paredes colgaban cuadros al óleo, con gruesos marcos dorados, que representaban paisajes abiertos. El mobiliario de la habitación pareció escaso a Malcolm, hasta que se le ocurrió que el coronel necesitaba sitio suficiente para recorrer la casa y no sillas adicionales para los hipotéticos visitantes.
—Siéntense, por favor —dijo el coronel—. Traeré té para merendar.
Cuando salió de la habitación, Virginia comentó:
—¡Todo un caballero!... ¡Y tan atento!...
Malcolm asintió.
—Encantador —dijo.
El coronel volvió a entrar trayendo una bandeja de plata perfectamente colocada. Sujetaba los bordes con los dedos pulgares e índices, mientras que con los restantes agarraba los soportes de goma negra de sus muletas. Traía té en la bandeja y pastelillos de confección casera.
—He de pedir disculpas por mi servicio de té —dijo—, pero es el único que tengo.
Cuando el coronel ofreció la bandeja, Malcolm vio que los utensilios estaban hechos de esa clase de hojalata que se emplea para confeccionar las latas de conservas. Al mirar su taza, vio que su original molde de hojalata estaba pintado de esmalte, y comprendió que todo aquello estaba hecho con latas de conserva. La tetera..., el asa, el pico, la tapadera..., todo era de lo mismo.
—¡Que me condene si usted no ha hecho esto en un campo de concentración!
—En realidad, sí lo hice. Estuve siempre tan orgulloso de mi trabajo, que aún me sirvo de ellos. En cierto modo, viviendo como yo vivo, nunca necesité comprar nada para sustituirlos. Es sorprendente las cosas que uno necesita en un campo de concentración, y lo importante que se convierte para uno. Suelo pintar estos pobres objetos periódicamente, y aún encuentro un placer especial en hacerlo, como lo sentía cuando esa actividad era completamente necesaria. Uno se ve obligado a hacer estas cosas en mi situación, ¿comprende? Espero que mi «juego de té» no queme sus dedos.
Virginia sonrió.
—¡Oh, qué disparate!
Malcolm estaba asombrado. Nunca hubiera creído que Virginia recordase cómo comportarse con tanta coquetería. No había envejecido, dejando aparte la muchacha que siempre atrajo la atención de las personas; sencillamente, puso esa parte de ella en otro sitio.
Los ojos azules del coronel resplandecieron. Se volvió hacia Malcolm.
—He de decir que será delicioso pasar el verano con una persona tan encantadora como mistress Lawrence.
—Sí —respondió Malcolm, preocupado ahora con su taza, cuyo líquido caliente y sus afilados bordes dañaban sus dedos—. Siempre me he sentido muy satisfecho de ella —añadió.
—Me he dado cuenta de la inscripción que hay aquí —dijo Virginia, señalando el meticuloso grabado de la bandeja de té. Leyó en voz alta—: «Al coronel David N. Ritchey, R. M. E., de sus oficiales, compañeros de cautiverio, en Oflag XXXlb, con ocasión de su liberación, 14 de mayo de 1945. Si él no hubiera estado allí para guiarlos, muchos no se hallarían ahora presentes para ofrecerle esta prueba de cariño».
Los ojos de Virginia despedían chispas cuando miraron al coronel.
—Todos debían de ser muy amigos suyos.
—En absoluto —respondió el coronel, con ligera sonrisa—. Yo era únicamente el oficial de mayor graduación de un grupo de oficiales muy mezclados. La mayoría de dichos oficiales eran jóvenes, procedentes de diferentes regimientos. No compañeros..., sino alevines de jefes, todos responsables, personalmente, de haberse rendido al enemigo. Unos, apáticos; otros, desesperados. Algunos, útiles; otros, no. Mi misión consistía en formar con ellos un cuerpo disciplinado, responsable, para elegir quiénes de nosotros debían ponerse a salvo y quiénes debían hacer la vida imposible a los alemanes en un campo de concentración. Porque estábamos en un campo de concentración desde la retirada de Dunkerque, y allí permanecimos hasta el final de la guerra. Durante ese tiempo, cambiamos de diferentes modos la situación estratégica dentro del campo. La mayoría de mis subordinados comprendía que era táctica..., cuando lo comprendía.
El coronel hizo una mueca, pero inmediatamente sonrió.
—La bandeja me la regalaron los supervivientes, claro está. Se apoderaron de un punzón muy puntiagudo del armario del comandante del campo, pocos días antes, con tiempo suficiente para hacer la inscripción. Pero la inscripción no sugiere que todos sobrevivieron.
—Entonces, en realidad no fue como se relata en la película, ¿verdad? —preguntó Virginia.
—No, y, sin embargo...
Ritchey se encogió de hombros, como si recordase una época en que había metido a alguien en un asunto de poca importancia.
—Fue una cuestión de valoración dramática, han de comprenderlo ustedes; así como la necesidad de contar una historia interesante y excitante de forma que atrayese a un público civil. Muchos de los incidentes que ocurren en la película, son literalmente ciertos..., aunque no sucedieron en el momento indicado en ella. Así, por ejemplo, el túnel de Navidad fue un hecho completamente real. Prometí a los hombres que, por lo menos uno de ellos, volvería a su casa por Navidad si picaban y ahondaban la tierra. Pero no era una promesa seria, y ellos lo sabían. A diferencia del protagonista de la película, yo no era un hombre fervoroso, sino irónico. La guerra estaba ya acabando. El deseo natural de un hombre inteligente hubiera sido evitar todo riesgo y esperar la liberación. La mayoría de ellos opinaba así. En realidad, muchos de ellos se habían transformado en personas civiles en su pensamiento y hablaban de sus carreras civiles, de sus familiares... y de cosas por el estilo.
Hizo una pausa.
—Así, empleando palabras irónicas y triviales sobre los túneles de Navidad, les recordaba cómo y en dónde se encontraban aún. La táctica funcionaba bastante bien. Empleando artimañas de esta clase, conseguía que trabajaran.
La expresión del coronel se hizo más ausente.
—Algunos me llamaban la Víbora —murmuró—. En la película, también; pero allí sonreían cuando lo decían.
—Sin embargo, su obligación era ayudarlos, tenerlos agrupados de la forma que fuese —dijo Virginia, apasionadamente.
La cara de Ritchey se torció en un espasmo de tensión tan violento como si su té hubiese contenido estricnina. Pero se recuperó en seguida.
—¡Oh, sí, sí! Los mantuve reunidos. Mintiéndoles, engañándolos, adulándolos... Pero el desgaste de energías fue enorme. Y desmoralizador. No convenía hacer ninguna diferencia que echase por tierra la máxima autoridad. Si hubiésemos estado en nuestro país, no hubiera habido un solo hombre entre los prisioneros que no se hubiese atrevido a rebelarse contra la más simple de mis órdenes. Pero en el campo de concentración no sabían qué hacer ni podían escapar. Estaban prisioneros de sus pequeñas ambiciones particulares, como le pasa a mucha gente. Y las personas no consiguen un propósito común a menos que actúen con disciplina.
La inflexible mirada del coronel pasó de Virginia a Malcolm.
—No es agradable decir a la gente lo que tiene que hacer. Lo único seguro es encontrarse en una situación tal que se le pueda decir a la gente lo que debe hacer.
—Tener fuerzas armadas que le respalden a uno. ¿Es ésa su idea, coronel?... ¿Consiguió permiso de los alemanes para establecer dentro del campo sus propias fortalezas?
A Malcolm le gustaba llevar las cosas a sus puntos más absurdos.
El coronel le observó imperturbable.
—Yo fui en Alemania el mismo hombre que soy aquí. No obstante, existe una breve historia que debo contar a ustedes. No es ajena por completo al asunto.
Se echó hacia atrás, poniéndose cómodo.
—Ustedes han debido de experimentar cierta curiosidad hacia mis perros Max y Moritz. Como ustedes saben, los alemanes fueron siempre muy aficionados a amaestrar perros para que realizaran toda clase de servicios y cosas útiles. Durante la guerra, los alemanes acostumbraron utilizar con bastante frecuencia, como auxiliares en los campos de concentración, a los perros. Míster Lawrence, un perro amaestrado actuando es mucho más temible que cualquier soldado con una metralleta en la mano. Un animal mata a un hombre sin vacilar, esté maldiciendo o rezando.
Hizo otra pausa.
—Los perros guardianes de cada campo de prisioneros de guerra estaban a cargo de un individuo llamado el Hundführer..., el amo de los sabuesos, como ustedes sabrán... cuya función, después de erigirse en amo y guía de los perros, era seguir unas cuantas reglas sencillas y llevar a los perros a donde los necesitaran. A los perros se les había enseñado algunas cosas rutinarias. Bastaba a su dueño pronunciar una orden tal como «¡Busca!» o «¡Detén!», para que los sabuesos supieran lo que tenían que hacer. Una vez los vimos actuar, y les aseguro que durante mucho tiempo no se borraron de nuestra mente.