El Bobi
AnónimoUna familia tipo (el papá, la mamá y el nene de seis años) decidió pasar un fin de semana largo en una isla del Tigre. El hijo era un buen chico, muy solitario, hijo único (ya esto predispone a la soledad eterna), el regalón de sus padres, el mimado y sobreprotegido. Luego del almuerzo salió a caminar por la isla medio aburrido. De pronto encontró un perrito. Uno muy singular, ya que no ladraba ni movía la cola. Simplemente lo miraba. Pero su principal rareza era física. Tenía la trompita un poco más aguzada, más fina y larga de lo que suelen tener esos animales; cola casi pelada, tal vez debido a una enfermedad. El niño le ofreció una golosina que el otro comió con avidez. Demostró buena disposición para seguirlo, por lo cual lo condujo a la casa.
A los padres no les gustó mucho este perro, sobre todo por la cola. Pensaron que tenía sarna o cualquier otra cosa por el estilo, “a ver si lo contagia al nene”. Sin embargo no se atrevieron a ser excesivamente severos. Sucedió que el animalito tenía mucha hambre. Le dieron carne, pero notaron con extrañeza que era insaciable. No importaba cuánta comida le diesen o qué le dieran. Devoraba todo. Seguía sin ladrar ni mover la cola. Estaba quieto, inmóvil, como en guardia. “Bueno, está bien. Se puede quedar el Bobi —dijo el padre—. Pero no adentro de la casa. Le hacemos una cuchita, con unos trapitos, ahí afuera”. “Sí, sí —declaró el nene—. Pero yo lo quiero al Bobi así que va a estar conmigo”. “De acuerdo, mientras estemos en la isla cómo no. Pero afuera. Además no quiero que lo toques. Puede tener sarna.”
Ahora bien, como todo llega en este mundo también llegó el día de la gran tragedia: volverse a Buenos Aires. “El Bobi se viene conmigo”. “No, no: por favor no empecemos. Mientras estuvimos aquí te dejamos tener al perro todo lo que quisiste. Pero ahora no lo vamos a llevar a casa, porque tenemos un departamento chico. Además ahí está Silvestre, nuestro gatito. Se va a llevar mal con el perro, se van a pelear”. “Nooo, yo lo quiero al Bobi. El Bobi es mío.”
El chico, cuando quería realmente algo, se salía con la suya. Llegaron al departamento. Lo primero que hizo Silvestre, al ver a Bobi, fue bufar y subirse rapidísimo arriba de un ropero. El recién llegado, en cambio, no dio muestras de ninguna agresividad para con el gato. Simplemente lo miraba.
El perro continuó con el extraño comportamiento que había mostrado en la isla. No daba trabajo. No molestaba. Siempre inmóvil.
La madre abrió la heladera. Había guardado ahí un kilo de carne. Pese a la refrigeración estaba un poquito pasada. “Pues se la damos al Bobi”. La comió toda, como si no se hubiese alimentado en semanas. Seguía con su hambre eterno.
Al llegar la hora de dormir el nene insistió en llevar al perro a su cuarto, pero a esto no se lo permitieron. Fue instalado en la cocina, en una cucha provisoria.
Cuando se levantaron Silvestre no apareció por ningún sitio. “¿Dónde está el gato?”. Lo buscaron por toda la casa, sin resultado. “¿Se habrá tirado por el balcón, por miedo al perro?”.
Bobi, a todo esto, como un buen soldado que defiende el puesto de guardia. Siempre mirando. Tan sólo efectuaba un jadeo ansioso, como diciendo “¿Cuándo me dan más carne?”.
Por fin, en el baño, encontraron una pelotita de pelos y algunos huesitos Con toda evidencia Bobi se lo había comido a Silvestre. Por supuesto nadie ignora que hay perros que matan gatos. Cierto, pero no se los comen.
La mujer le dijo al marido: “Vos andate a trabajar. Yo me voy con Bobi al veterinario para consultarlo. ¡Que me diga qué pasa con este animal! ¿Qué tiene, la lombriz solitaria? ¡Se comió el gato y anoche le dimos un kilo de carne! De paso preguntarle por esa cola tan horrible que tiene.”
Cuando llegó a la veterinaria, para su fastidio la mujer observó que había nueve personas antes. Cada una con su perrito, su gatito, la tortuguita.
El veterinario, quien acababa de atender a una mujer que traía un caniche, se asomó a la puerta del consultorio para ver quién seguía. No bien vio a Bobi el hombre puso cara rara. “Señora: venga”. “Pero escuche, doctor: hay nueve personas antes que yo”. “No importa. Venga usted”. La hizo pasar con el perro, el cual mostraba una obediencia y disciplina impecables. El veterinario cerró la puerta. Sin decir nada tomó un frasquito y cargó una inyección. “¿Señora, usted sabe lo que tiene ahí?”. “Bueno… un perrito que encontramos en el Tigre. Anoche se comió el gato y”. “Sí, ya sé”. El hombre agarró al Bobi y, sin preguntarle a la mujer si estaba o no de acuerdo, le aplicó la inyección. Era veneno de acción rápida, de modo que el animal murió luego de una corta convulsión. “Señora, esto no es un perro. Es un ratón asiático. Son asesinos. Seguramente a causa de la inundación en Brasil bajó de un buque proveniente de Asia y aprovechó la correntada. Después el alto Paraná lo trajo arriba de un camalote y llegó al Tigre. Agradezca, señora, que en su casa usted tenía un gato. Porque si no, en vez de comerse al gato, se lo hubiese comido a su hijo.”