El Vertedero de Basura

Joe R. Lansdale

Pues sí, a mí esto me gusta, y no veo por qué habría de mudarme. El vertedero es mi hogar desde hace casi veinte años, y no creo que ninguna ley rimbombante del servicio municipal de higiene haya de obligarme a recoger mis cosas e irme a otra parte. Si voy a trabajar aquí, debería poder vivir aquí.

Yo y Otto… Por cierto, ¿dónde está ese mamón? Los domingos le dejo suelto para que se pasee un poco por ahí. Los demás días lo tengo encadenado dentro de esa barraca, escondido. No quiero que muerda a nadie.

Bueno, como iba diciendo, el vertedero es mi hogar, el mejor que he tenido jamás. No soy universitario, pero tengo cierta educación. Leo mucho. Tendría usted que ver mis estanterías dentro de esa chabola. Puedo ser un vigilante de vertedero, pero no soy un imbécil.

Además, en este vertedero hay más cosas de las que se ven a simple vista.

Perdone un momento. ¡Otto! ¡Otto! Ven, muchacho. Maldito sea su pellejo, ahora le da por no venir cuando le llamo.

Bueno, le estaba hablando del vertedero. Sí, aquí hay más cosas de las que se ven. ¿Ha pensado alguna vez en toda esa basura, muchacho? Aquí traen de todo, y yo nivelo los montones. Hay animales muertos —ésa es una de las cosas que más le interesan a Otto—, botes de pintura, envases de toda clase de productos químicos, leña, paja, broza, todo cuanto se le ocurra. Yo nivelo todo ese material, apisono los montones, y se calienta. Hombre, si se pudiera poner un termómetro debajo de esa tierra y comprobar el calor que todo eso emite mientras se descompone y se transforma en abono compuesto, sería muy elevado, muchacho, muy elevado. A veces más de treinta y siete grados. He abierto la superficie de esa capa nivelada de materia y he visto salir de ahí el vapor como una nube, he podido notar su calor. Era como estar en uno de esos baños de lujo. Saunas, los llaman. ¡Qué calor, muchacho, un calor de espanto!

Ahora piense en ello, en todo ese calor, todos esos productos químicos, cadáveres y demás. Es un revoltijo horrible, una extraña mezcla de desechos de la naturaleza. Realmente extraña. Y con todo, ese calor incubador… Bueno, puede hacerse cargo.

Le diré algo que no le he dicho antes a nadie, algo que me sucedió hace un par de años.

Una noche, yo y Perlino —era un amigo mío, y le llamábamos así porque tenía los dientes más blancos que he visto jamás; los condenados parecían pintados, tan blancos eran—… A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, yo y Perlino. Bueno, pues estábamos sentados una noche ahí fuera, soltando la sinhueso y tomando una jarra. Perlino venía de vez en cuando y siempre nos tomábamos una botella a medias. Había sido un trotamundos de los viejos tiempos y recorrió todo el país en los ferrocarriles. Hombre, calculo que tendría setenta años, si no más, pero parecía veinte años más joven por su manera de ser.

Vino Perlino y nos sentamos a charlar, a tomar un trago y liarnos unos pitillos de aquel tabaco Prince Albert que fumábamos. Nos reíamos de lo lindo, ya lo creo, y a veces encuentro a faltar al viejo Perlino.

Aquella noche le dimos un buen tute a la botella, y Perlino me habló de su época en Texas, adonde fue en un vagón de carga con una puta de tres al cuarto, y va y se para en medio de una frase, cuando está en la mejor parte, y me dice:

—¿Has oído eso?
—No he oído nada —le contesto—. Sigue con tu historia.

Él asintió, me contó el relato y nos reímos a base de bien. Perlino, mejor que nadie que yo conozca, podía reírse de sus propios chistes e historias.

Al poco, Perlino se levanta y va más allá de la fogata, para hacer un río, ya sabe, y vuelve a toda prisa, subiéndose la cremallera de la bragueta y caminando con tanta rapidez como le permitían sus viejas y rígidas piernas.

—Hay algo ahí afuera —dice.
—Claro —replicó—. Armadillos, mapaches, zarigüeyas, tal vez un perro extraviado.
—No —dice él—. Algo más.
—Uf.
—Mira, chico, he estado en un montón de sitios —me dice; siempre me llamaba chico porque era veinte años más joven que él—, y estoy acostumbrado a oír andar por ahí a los bichos. El ruido que hace eso no me parece el de una zarigüeya o un perro perdido. Es algo más grande.

Empecé a decirle que estaba ajumado, ya sabe…, y entonces también yo lo oí, y noté un olor hediondo, como ninguno de los que flotan por aquí. Un hedor como el de una tumba abierta que contiene un cuerpo en descomposición, lleno de gusanos y con el olor a tierra y muerte. Era tan fuerte que me sentí mareado, con todo aquel licor barato que tenía encima.

—¿Lo oyes? —me preguntó Perlino.

Sí, lo oía. Era el sonido de algo pesado, que aplastaba la basura de allá fuera, acercándose más y más al campamento, como si le atrajera el fuego.

Me puse nervioso y entré en la chabola para coger mi escopeta de dos cañones. Cuando salí, Perlino se había sacado del cinto su Colt del 32 y había cogido un tizón de la fogata, e iba hacia el lugar donde se oían los ruidos en la oscuridad.

—Espera un momento —le dije.
—Quédate quieto, muchacho. Yo me encargo de esto y, sea lo que sea, voy a hacerle un agujero, o a lo mejor seis.

De modo que esperé. Sopló un poco de viento y llegó de nuevo aquel olor, esta vez muy intenso, tanto como para hacerme vomitar aquella porquería que había bebido. Y de repente, mientras estoy encorvado, echando la primera papilla, oigo un disparo en la oscuridad, y luego otro y otro más.

Me incorporé y empecé a llamar a Perlino.

—No te muevas de donde diablos estés —respondió—. Vuelvo enseguida.

Otro disparo, y entonces Perlino pareció doblarse para salir de la oscuridad y le iluminó la luz de la fogata.

—¿Qué es, Perlino? —le pregunté—. ¿De qué se trata?

Perlino tenía el rostro tan blanco como sus dientes. Meneó la cabeza.

—Nunca había visto nada igual… Escucha, chico, tenemos que largarnos de aquí enseguida. Ese bicho es…

Se interrumpió y miró hacia la oscuridad, más allá de la fogata.

—Vamos, Perlino, ¿qué es?
—No lo sé, créeme. No he podido ver muy bien a la luz de ese tizón, y se extinguió enseguida. Oí a ese bicho moviéndose por ahí, aplastando ese gran montón de basura.

Hice un gesto de asentimiento. Era un montón de basura que yo había apilado durante largo tiempo. Tenía la intención de abrirlo la próxima vez que nivelara y meter allí material nuevo.

—Eso… salía del montón de basura —dijo Perlino—. Se contorsionaba como un gran gusano gris, pero… estaba lleno de patas, unas patas peludas. Y el cuerpo… Parecía de gelatina, y sobresalían de él fragmentos de madera, alambre espinoso y toda clase de basura, sobresalían como si ése fuera su lugar, con tanta naturalidad como la concha de una tortuga o los bigotes en la cara de un puma. Tenía boca, una boca grande, como un túnel de ferrocarril, y algo que parecían dientes… Pero entonces se apagó el tizón. Hice unos disparos. El bicho aún se contorsionaba, saliendo de ese montón de basura. Estaba demasiado oscuro para quedarme allí…

Se interrumpió en mitad de la frase. Ahora el hedor era muy fuerte, sólido como un muro de ladrillos.

—Viene hacia el campamento —le dije.
—Debe de haber salido de toda esa basura. Debe de haber nacido de todo ese calor y limo.
—O puede que venga del centro de la Tierra —sugerí, aunque suponía que Perlino estaba algo más cerca de la verdad.

Perlino cargó de nuevo su revólver.

—Esta munición es la última —comento.
—Quiero verle comer plomo —dije.

Entonces lo oímos. Aplastaba con estruendo aquellos montículos de basura como si fueran cáscaras de cacahuete. En aquel momento se hizo el silencio.

Perlino se apartó unos pasos del campamento, en dirección a la chabola. Con la escopeta de dos cañones apunté hacia la oscuridad.

El silencio continuó durante un rato. Hombre, uno habría podido oír hasta su propio parpadeo. Pero yo no parpadeaba; estaba atento, esperando ver aquel bicho.

Cuando lo oí —¡pero estaba a mis espaldas!— me volví justo a tiempo de ver una especie de tentáculo velludo que se deslizaba sigilosamente por detrás de la chabola y agarraba al viejo Perlino. Éste gritó y su arma cayó al suelo. Una cabeza surgió de las sombras, una enorme cabeza, como de gusano, con ojos en forma de hendidura y una boca lo bastante grande como para tragarse a un hombre…, cosa que hizo. Aquel bicho no necesitó engullir dos veces para tragarse a Perlino. No quedó de él más que un jirón de carne colgando de los dientes de aquella cosa.

Vacié la escopeta contra el bicho, la abrí de un manotazo y la cargué de nuevo. Pero ya se había ido. Oí el crujiente rugido que hacía en la oscuridad.

Cogí las llaves del tractor nivelador y rodeé la chabola de puntillas. El bicho no surgió de la oscuridad para perseguirme. Puse el cacharro en marcha, encendí la luz de noche y fui a por él.

No tardé mucho en encontrarlo. Se movía por el vertedero como una serpiente, deslizándose y ondulándose tan rápido como podía…, que en aquel momento no era mucho. Tenía un bulto en el vientre, un bulto sin digerir… ¡Pobre y viejo Perlino!

Lo acorralé, lo puse contra la valla de cadenas en el extremo del vertedero y usé la pala del tractor nivelador para apretar contra ella a aquella masa pulposa. Me disponía a poner en marcha el motor para cortar la cabeza de aquel mamón cuando cambié de idea.

Su cabeza sobresalía por encima de la pala, y aquellos ojos hendidos me miraban… Allí, empotrada en aquella cara de gusano, estaba la cabeza de un cachorro. Recordaba aquel perrito muerto. Aquí llegan muchos como él. Bueno, pues ahora estaba vivo. La cabeza seguía aplastada como la primera vez que la vi, pero se movía. La cabeza se contorsionaba allí, en el centro de aquella cabeza de gusano.

Corrí el riesgo y me aparté de aquel bicho, el cual cayó al suelo y no se movió. Lo iluminé con los faros.

Perlino rezumaba de aquella cosa. No sé de qué otro modo describirlo, pero parecía rezumar de aquel pellejo gelatinoso, y cuando la cabeza y el cuerpo estaban a medias fuera, dejó de moverse y se quedó allí colgado. Entonces me di cuenta de una cosa. No sólo era un producto de la basura y el calor…, sino que vivía de eso, y todo aquello que se convertía en su alimento formaba parte de él. Ahora aquel cachorro y el viejo Perlino formaban parte del bicho.

Bueno, no me interprete mal. Perlino no sabía nada de eso. Estaba vivo en cierta manera, pues se movía y contorsionaba, pero, como aquel cachorro, ya no pensaba. No era más que un pelo del cuerpo de aquella cosa, lo mismo que las maderas, el alambre y las demás cosas que sobresalían de aquel cuerpo.

En cuanto a la bestia… Bueno, no resultó demasiado difícil domesticarla. La llamé Otto. No crea ningún problema. Es verdad que no acude cuando le llamo, pero es porque no tenía nada que darle, hasta que usted se presentó. Antes tenía que remediarlo extrayendo animales muertos de los montones… ¡Siéntese! Tengo aquí el revólver de Perlino, y si se mueve lo dejo seco.

Ah, por ahí viene Otto.