Fantasma V
Robert Sheckley—Ahora está leyendo nuestro letrero —dijo Gregor, apretando su alargada cara huesuda contra la mirilla de la puerta de su oficina.
—Déjame ver —dijo Arnold. Gregor le echó atrás.
—Va a llamar... no, ha cambiado de idea. Se va.
Arnold volvió a su mesa y empezó otro solitario. Gregor siguió pegado a la mirilla. Habían construido aquella mirilla por puro aburrimiento tres meses después de formar la sociedad y alquilar la oficina. Durante aquel período, el Servicio de Descontaminación Planetario Ace AAA no había realizado servicio alguno... pese a estar el primero en la lista telefónica. La descontaminación planetaria era una actividad vieja y asentada, que monopolizaban dos grandes firmas. Lo que era descorazonador para una pequeña empresa recién formada por dos jóvenes con grandes ideas y mucho equipo a crédito.
—Vuelve —anunció Gregor—. Rápido... ¡Parece importante!
Arnold metió las cartas en un cajón y cuando terminaba de abrocharse la bata de laboratorio, llamaron a la puerta. El visitante era un hombre bajo, calvo, de aire cansado. Les miró vacilante.
—¿Ustedes descontaminan planetas? —preguntó.
—Así es, señor —contestó Gregor, retirando una pila de papeles y estrechando la húmeda mano del posible cliente—. Yo soy Richard Gregor. Este es mi socio, el doctor Frank Arnold.
Arnold, impresionantemente ataviado con su bata blanca de laboratorio y sus gafas negras de montura de concha, cabeceó con aire ausente y reanudó su examen de una hilera de viejos y polvorientos tubos de ensayo.
—Tenga la bondad de sentarse, señor...
—Ferngraum.
—Señor Ferngraum. Creo que podremos hacernos cargo de todo lo que usted nos pida —dijo animosamente Gregor—. Control de flora y fauna, limpieza de la atmósfera, purificación del agua, esterilización del suelo, prueba de estabilidad, control de terremotos y volcanes... todo lo necesario para que un planeta resulte adecuado para el hombre.
Ferngraum aún parecía vacilar.
—Seré sincero con ustedes. Tengo en mis manos un planeta que es un problema.
—Nuestro trabajo es resolver problemas —indicó Gregor confidencialmente.
—Soy agente de bienes raíces —explicó Ferngraum—. Ya saben... compro un planeta, lo vendo; en fin hay que ganarse la vida. Normalmente comercio con los planetas en bruto, y dejo que mis compradores los descontaminen. Pero hace unos meses tuve la oportunidad de comprar un planeta excelente... conseguí quitárselo de debajo de sus narices a los grandes acaparadores.
Ferngraum se enjugó la frente pesaroso.
—Es un hermoso lugar —continuó sin el menor entusiasmo—. Temperatura media de veintidós grados. Montañoso, pero fértil. Cataratas, arco iris, todas esas cosas, y carece de fauna.
—Parece perfecto —dijo Gregor—. ¿Microorganismos?
—Nada peligroso.
—Entonces ¿cuál es el problema? Ferngraum parecía embarazado. —Quizás hayan oído hablar de él. El número de catálogo del gobierno es RJC-5. Pero todo el mundo lo llama «Fantasma V».
Gregor enarcó una ceja. «Fantasma» era un apodo raro para un planeta, pero los conocía más extraños. Después de todo, había que llamarles algo. Había miles de soles con planetas al alcance de las naves espaciales, muchos habitables o potencialmente habitables. Y muchos habitantes de los mundos civilizados dispuestos a colonizarlos. Sectas religiosas, minorías políticas, grupos filosóficos... o simples emigrantes que querían iniciar una nueva vida.
—No tengo noticia de ese planeta —dijo Gregor. Ferngraum se agitó inquieto en la silla.
—Tendrían que haber oído a mi mujer. Claro... yo tenía que ser un gran negociante. Pagué diez veces mi precio habitual por Espectro V y ahora no puedo quitármelo de encima.
—Pero, ¿cuál es el problema? —preguntó Gregor.
—Al parecer está hechizado —contestó Ferngraum con desesperación.
Ferngraum había revisado con radar su planeta y se lo había alquilado luego a un grupo de agricultores de Dijon VI. La vanguardia de ocho hombres aterrizó y, al día siguiente, empezó a radiar extraños informes sobre demonios, espectros, vampiros, dinosaurios y otra fauna hostil.
Cuando acudió una nave en su auxilio, todos estaban muertos. La autopsia informó que los cortes, heridas y desgarrones de sus cuerpos podían haber sido causados por casi cualquier cosa, incluso por demonios, espectros, vampiros o dinosaurios, si es que existían.
Y a Ferngraum le pusieron una multa por descontaminación incompleta. Los agricultores rompieron su contrato. Pero logró alquilárselo a un grupo de adoradores del sol de Opal II.
Los adoradores del sol fueron bastante cautos. Enviaron su equipo, pero con sólo tres hombres, para estudiar el problema. Los expedicionarios montaron un campamento, desempaquetaron el equipo y comunicaron que el lugar era un paraíso. Comunicaron al resto del grupo que podían trasladarse al planeta inmediatamente... y luego, de pronto, se oyó un grito y la radio dejó de transmitir.
Una patrulla enviada a Espectro V enterró los tres mutilados cadáveres y se alejó de allí en cinco minutos.
—Y eso es todo —dijo Ferngraum—. Ahora nadie lo quiere a ningún precio. Las naves espaciales se niegan a aterrizar en él. Y yo aún no sé lo que pasó.
Suspiró profundamente y miró a Gregor.
—El trabajo es suyo, si lo quiere. Gregor y Arnold se excusaron y pasaron a la habitación contigua.
Arnold exclamó inmediatamente:
—¡Tenemos trabajo!
—Sí —dijo Gregor—, pero qué trabajo.
—Queremos trabajos difíciles —indicó Arnold—. Si resolvemos este problema, nos haremos famosos... y piensa lo que podemos sacar trabajando a porcentaje.
—Pareces olvidar —dijo Gregor— que yo soy el que tiene que desembarcar en el planeta. Tú te sentarás aquí a interpretar datos.
—Así lo acordamos —le recordó Arnold—. Yo soy el departamento de investigación... tú eres el que resuelves los problemas en la práctica ¿Recuerdas?
Gregor recordó. Desde su infancia, había estado jugándose el cuello, mientras Arnold se quedaba en casa y le explicaba por qué se lo jugaba.
—No me gusta esto —dijo.
—No creerás en fantasmas ¿verdad?
—No, claro que no.
—Bueno, cualquier otra cosa podremos resolverla. Los pusilánimes nunca logran nada.
Gregor se alzó de hombros. Volvieron a donde estaba Ferngraum. En media hora llegaron a un acuerdo: un elevado porcentaje en los beneficios del futuro desarrollo del planeta si tenían éxito y una cláusula de penalización si no lo lograban. Gregor acompañó a Ferngraum a la puerta.
—Por cierto, señor —dijo—, ¿por qué vino usted a nosotros?
—Nadie quiso encargarse del asunto —contestó Ferngraum, que parecía muy satisfecho de sí mismo—. Buena suerte.
A los tres días iba Gregor a bordo de un destartalado carguero camino de Espectro V. Dedicó su tiempo libre a estudiar informes sobre las dos tentativas de colonización y ensayos sobre fenómenos sobrenaturales.
Poco sacó en limpio. En Espectro V no se había encontrado rastro alguno de vida animal. Ni había prueba alguna de que existiesen criaturas sobrenaturales en ningún lugar de la galaxia. Gregor consideró esto, y comprobó sus armas mientras el carguero entraba en la región de Espectro V. Llevaba un arsenal lo bastante cuantioso como para iniciar una pequeña guerra y ganarla. Si podía encontrar algo contra lo que disparar...
El capitán del carguero situó su nave a unos mil metros de la plácida y verde superficie del planeta, pero no quiso aproximarse más. Gregor envió su equipo por paracaídas al punto donde se habían levantado los dos campamentos anteriores, se despidió del capitán y descendió también en paracaídas.
Aterrizó sin problema. El carguero se alejaba por el espacio como si lo persiguiesen las furias. Estaba solo en Espectro V. Después de comprobar su equipo, comunicó por radio a Arnold que había aterrizado sin novedad. Luego, pistola en mano, inspeccionó el campamento de los adoradores del sol. Estos se habían instalado al pie de una montaña, junto a un pequeño lago, claro y cristalino.
Las viviendas prefabricadas se conservaban en perfectas condiciones. Ninguna tormenta las había dañado, porque Espectro V disfrutaba de un clima maravillosamente templado y suave. Pero parecían patéticamente solitarias. Gregor examinó cuidadosamente una de ellas. Aún estaba la ropa limpiamente colocada en los armarios, los cuadros en las paredes, e incluso un visillo en una ventana. En un rincón había una caja de juguetes abierta para cuando llegaran los niños con el grupo principal. Vio una pistola de agua, y una bolsa de canicas que se habían desparramado por el suelo.
Anochecía, por lo que Gregor metió su equipo en la casa prefabricada e inició sus preparativos. Instaló una señal de alarma tan precisa que hasta una cucaracha podría activarla. Instaló también un alarma de radar para controlar la zona inmediata. Desempaquetó su arsenal, dejando los rifles pesados a su alcance, pero con la pistola a la cintura. Luego, satisfecho, devoró una copiosa cena. Fuera, el crepúsculo se convertía en noche. La cálida y soñolienta tierra se oscurecía. Una suave brisa agitó la superficie del lago y peinó sedosamente las altas hierbas. Todo parecía muy pacífico.
Los colonizadores debían de ser unos histéricos, concluyó. Debieron dejarse dominar por el pánico y matarse entre sí. Tras comprobar por última vez el sistema de alarma, Gregor colocó su ropa en una silla, apagó las luces y se metió en la cama. Iluminaba la habitación la luz de las estrellas, más intensa que la de la Luna en la Tierra. Tenía la pistola bajo la almohada. Todo estaba tranquilo.
Cuando empezaba a dormirse se dio cuenta de que no estaba solo en la habitación. Era imposible. Su sistema de alarma no se había activado. El radar aún seguía ronroneando pacíficamente. Pero tenía todos los nervios de su cuerpo crispados en aterrada alarma. Sacó la pistola y miró a su alrededor. En un rincón del cuarto había un hombre. No tenía tiempo para considerar cómo había entrado. Le apuntó con la pistola. —Levanta las manos —dijo con voz tranquila y resuelta. El hombre no se movió. Gregor se dispuso a apretar el gatillo, pero se tranquilizó de pronto. Reconoció a aquel hombre. Era su propia ropa, amontonada en una silla y alterada por la luz de las estrellas y por su propia imaginación.
Rió entre dientes y bajó la pistola. La ropa se agitó levemente. Gregor percibió que entraba por la ventana una suave brisa y siguió sonriendo. Luego la ropa se alzó, se estiró, empezó a caminar decidida hacia él. Inmóvil de terror, vio cómo aquella ropa sin cuerpo, que formaba aproximadamente la figura de un hombre, se dirigía hacia él. Cuando llegó al centro de la habitación y las mangas vacías empezaban a estirarse hacia él, empezó a disparar. Y siguió disparando, pues restos y andrajos siguieron avanzando hacia él como si tuvieran vida propia. Llameantes fragmentos de ropa avanzaban hacia su rostro y un cinturón intentaba enredarse en sus piernas. Tuvo que reducirlo todo a cenizas para detener el ataque. Después, Gregor encendió todas las luces que encontró. Liquidó un puchero de café y casi una botella de coñac. Tuvo que contenerse para no destrozar a patadas su inútil sistema de alarma. Llamó a su socio.
—¡Que interesante! —dijo Arnold, después de que Gregoi le dio todos los datos—. ¡Animo! Muy interesante, de veras.
—Ya imaginaba que te divertiría —dijo Gregor con amargura. Con varias copas de coñac, empezaba a sentirse abandonado y explotado.
—¿Pasó algo más?
—Todavía no. —Bueno, ten cuidado. Se me ocurre una teoría. Tengo que hacer comprobaciones. Por cierto, un apostador loco está apostando cinco contra uno a que fracasas.
—¿De veras?
—Sí. Yo aposté también.
—¿A mi favor o en contra? —preguntó receloso Gregor.
—A tu favor, hombre —contestó Arnold indignado—. ¿No somos socios?
Se despidieron y Gregor preparó otro puchero de café. No pensaba dormir más aquella noche. Resultaba confortante que Arnold hubiese apostado por él. Pero, en fin, Arnold tenía merecida fama de mal jugador.
Después del amanecer, Gregor logró unas horas de sueño reparador. Despertó por la tarde, buscó ropa y empezó a explorar el campamento de los adoradores del sol. Hacia el oscurecer encontró algo. En la pared de una de las casas prefabricadas había sido garrapateada precipitadamente la palabra «Tgasklit». No significaba nada para él, pero comunicó inmediatamente la información a Arnold. Luego investigó meticulosamente su casa, instaló más luces, comprobó el sistema de alarma y cargó de nuevo la pistola. Todo parecía en orden.
Vio pesaroso, desaparecer el sol, pensando que quizás no pudiese verlo salir más. Luego se sentó e intentó pensar algo útil. No había allí vida animal... ni plantas móviles ni rocas inteligentes ni cerebros gigantes que habitasen el núcleo del planeta. Fantasma V no tenía siquiera una luna en que se ocultase alguien. Y él no podía creer en espectros ni demonios. Sabía que los acontecimientos sobrenaturales se convertían, después de un examen detallado, en acontecimientos eminentemente naturales. Y los que no seguían este proceso... desaparecían. Los espectros no se estaban quietos para dejar que los escépticos los examinaran. Cuando aparecía un científico con cámaras y grabadoras, el fantasma del castillo andaba invariablemente de vacaciones. Esto dejaba en pie otra posibilidad. ¿Y si alguien quisiese aquel planeta y no estuviese dispuesto a pagar el precio de Ferngraum? ¿No podría este alguien ocultarse allí, asustar a los colonizadores, incluso matarles si era necesario para bajar el precio? Parecía bastante lógico. Podía explicar incluso el comportamiento de su ropa. Con electricidad estática, adecuadamente manipulada, se podría...
Frente a él había algo. Su sistema de alarma, como la vez anterior, no había funcionado. Gregor alzó los ojos lentamente. El ser que había frente a él, de unos tres metros, tenía forma más o menos humana, pero cabeza de cocodrilo. Era rojo brillante con fajas púrpura transversales por todo el cuerpo. Llevaba en una garra una gran lata marrón.
—Hola —dijo.
—Hola —balbució Gregor. Tenía la pistola en la mesa a sólo medio metro de distancia. ¿Me atacará si intento cogerla?, se preguntó.
—¿Quien eres? —inquirió Gregor, con la calma de shock profundo.
—El Devorador a Rayas Purpúras —respondió el ser—. Yo devoro cosas.
—Muy interesante —la mano de Gregor avanzó hacia la pistola.
—Yo devoro cosas llamadas Richard Gregor —dijo el Devorador con su voz brillante y clara—. Y normalmente las como con salsa de chocolate.
—Alzó la lata marrón y Gregor vio una etiqueta: «Chocolate de Smigfi—. Salsa ideal para utilizar con Gregors, Arnolds y Flynns». Los dedos de Gregor tocaron la culata de la pistola.
—¿Y te propones comerme? —preguntó.
—Sí, claro —contestó el Cogedor. Gregor tenía ya la pistola. Quitó el seguro y disparó. El rayo relumbrante rebotó en el pecho del Cogedor y chamuscó el suelo, las paredes y las cejas de Gregor.
—Eso no me hace daño —explicó el Cogedor—. Soy demasiado alto.
Gregor soltó la pistola. El Devorador se inclinó hacia adelante.
—No voy a comerte ahora —dijo el Devorador.
—¿No? —logró articular Gregor.
—No. Sólo puedo comerte mañana, el primero de mayo. Esa es la regla. Sólo vine a pedirte un favor.
—¿Qué? El Devorador sonrió satisfecho.
—¿Serías tan amable de comer unas manzanas? Dan un sabor tan rico a la carne.
Y, con esto, el monstruo desapareció. Gregor conectó la radio con manos temblorosas y explicó a Arnold todo lo sucedido.
—Vaya, vaya —dijo Arnold—. Así que el Cogedor a Rayas Púrpura, ¿eh? Creo que eso es suficiente. Todo encaja.
—¿Qué es lo que encaja? ¿De qué demonios hablas?
—Primero haz lo que te digo. Quiero asegurarme. Siguiendo instrucciones de Arnold, Gregor desembaló su equipo químico y sacó una serie de tubos de ensayo, retortas y sustancias químicas. Revolvió, mezclo, añadió y sustrajo según las instrucciones y por último puso a calentar la mezcla.
—Ahora —pidió Gregor, volviendo a la radio—, explícame lo que pasa.
—Desde luego. Busqué la palabra «Tgasklit». Es opaliano. Significa «Espectro de Muchos Dientes». Los adoradores del sol eran de Opal. ¿Qué te indica eso?
—Que los asesinó un espectro de su mismo planeta —contestó aviesamente Gregor—. Debía de estar escondido en su nave. Quizás fuese una maldición y...
—Calma —dijo Arnold—. No hay ningún espectro en todo esto. ¿Hierve ya la mezcla?
—No.
—Dímelo cuando empiece. Ahora pasemos a tu ropa. ¿No te recuerda algo eso? Gregor reflexionó...
—Bueno —dijo—, yo de niño... no, eso es ridículo.
—Adelante —insistió Arnold.
—Cuando era niño, nunca dejaba la ropa en una silla. En la oscuridad me parecía siempre un hombre, un dragón, cosas así. Supongo que todos hemos tenido esa experiencia. Pero eso no explica...
—¡Claro que sí! ¿Recuerdas ahora al Devorador a Rayas Púrpura?
—No. ¿Por qué habría de recordarlo?
—¡Porque tú lo inventaste! ¿No te acuerdas? Debíamos tener ocho o nueve años, tú, Jimmy Flynn y yo. Inventamos el monstruo más horrible que se pueda imaginar, era nuestro propio monstruo personal y sólo quería comernos a ti, a Jimmy y a mí, sazonados con salsa de chocolate. Pero sólo los primeros de mes, cuando llegaban las notas. Tú tenías que utilizar la palabra mágica para librarte de él.
Entonces Gregor recordó, era asombroso que lo hubiese olvidado. ¿Cuántas noches había pasado despierto esperando temeroso la aparición del Devorador? Aquel terror quitaba importancia a las malas notas.
—¿Está hirviendo ya la solución? —preguntó Arnold.
—Sí —contestó Gregor, mirando obediente el fuego.
—¿De qué color está?
—Una especie de azul verdoso. No, es más azul que...
—De acuerdo. Puedes verterlo. Quiero hacer una cuantas pruebas más, pero creo que está resuelto.
—¿Qué está resuelto? ¿Por qué no me das alguna explicación?
—Es evidente. El planeta no tiene vida animal. No hay espectros o al menos no hay ninguno lo bastante sólido para liquidar a un grupo de hombres armados. Lo que hay son alucinaciones, así que busqué algo que las produjera. Encontré muchas cosas. Además de las drogas de la Tierra hay unos doce gases alucinógenos en el Catálogo de Elementos Alienígenas. Hay depresores, estimulantes, sustancias que te hacen sentirte un genio o un gusano o un águila. Esta concretamente corresponde a Longstead 42 en el catálogo. Es un gas inodoro transparente y pesado, que no produce ningún daño físico. Sólo estimula la imaginación.
—¿Quieres decir que todo han sido alucinaciones? Te aseguro...
—No, no es tan simple —interrumpió Arnold—. Longstead 42 trabaja directamente sobre el subconsciente. Libera los temores subconscientes más fuertes, los terrores infantiles que uno ha reprimido. Les da vida. Y eso fue lo que te pasó.
—Entonces, ¿no hay nada en realidad? —preguntó Gregor.
—No hay nada físico. Pero las alucinaciones son absolutamente reales para quien las tiene. Gregor buscó otra botella de coñac. Aquello había que celebrarlo.
—No será difícil descontaminar Espectro V —continuó muy confiado Arnold—. Podemos eliminar el Longstead 42 sin problema. Y entonces... ¡Seremos ricos, socio! Gregor sugirió un brindis, y luego pensó en algo inquietante.
—¿Y qué les pasó a los colonizadores si no eran más que alucinaciones? Arnold guardó silencio un instante.
—Bueno —respondió por fin—, puede que el Longstead tienda a estimular el instinto de muerte. Los colonizadores se volvieron locos sin duda. Se mataron unos a otros.
—¿Y no sobrevivió ninguno?
—Supongo que sí, pero los que quedaron vivos se suicidaron o murieron de las heridas. Tú no te preocupes. Voy a alquilar una nave inmediatamente e iré a hacer esas pruebas. Tranquilízate. Tardaré un día o dos.
Gregor cortó. Se permitió el descanso de la botella de coñac aquella noche. Era justo. El misterio de Fantasma V estaba resuelto, iban a ser ricos. Pronto podría pagar a otros que aterrizasen por él en planetas extraños, mientras él daba instrucciones desde la Tierra. Al día siguiente se despertó tarde y con resaca. Aún no había llegado la nave de Arnold, así que empaquetó su equipo y se puso a esperar. Pero oscureció y aún no había llegado la nave. Se sentó a la puerta de la casa prefabricada y contempló un luminoso crepúsculo y luego entró y se hizo la cena. El problema de los colonizadores aún le inquietaba, pero decidió no preocuparse. Tenía que haber sin duda una respuesta lógica.
Después de cenar, se echó en la cama. Apenas había cerrado los ojos oyó carraspear a alguien.
—Hola —dijo el Devorador a Rayas Púrpuras. Su propia alucinación personal había vuelto para comerle.
—Qué hay, viejo amigo —dijo alegremente Gregor, sin miedo ni inquietud. —¿Comiste las manzanas?
—Lo lamento mucho. Se me olvidó.
—Bueno, bueno. —El Devorador procuró ocultar su disgusto—. Yo traje la salsa de chocolate.
—Le enseñó la lata.
—Ya puedes irte —dijo Gregor con una sonrisa—. Sé que eres sólo un espejismo de mi imaginación. No puedes hacerme ningún daño.
—No te haré ningún daño —dijo el Devorador—. Sólo te comeré.
Avanzó hacia Gregor. Gregor no se movió, se quedó inmóvil, sonriendo, aunque inquieto de que el Devorador pareciese tan sólido y real. El Devorador se inclinó y le mordisqueó un brazo. Gregor saltó hacia atrás y miró su brazo. Había en él huellas de dientes. Salía sangre, auténtica sangre, su sangre.
Los colonos habían sido mordidos, desgarrados y destrozados. Y en aquel momento Gregor recordó un experimento de hipnotismo que había visto una vez. El hipnotizador había dicho al sujeto que estaba poniéndole un cigarrillo encendido en el brazo. Luego le había tocado en el brazo con un lápiz. A los pocos segundos había aparecido en el brazo del sujeto una roja quemadura, porque el sujeto creía que le habían quemado. Si tu subconsciente piensa que estás muerto, estás muerto. Si pide los estigmas de las marcas de los dientes, aparecen. El no creía en el Devorador. Pero su subconsciente sí.
Gregor intentó llegar a la puerta. El Devorador se lo impidió. Le tomó con sus garras y se inclinó hacia su cuello. ¡La palabra mágica! ¿Cuál era?
—¿Aljoisto? —gritó Gregor.
—No es esa —dijo el Devorador—. Por favor no te muevas.
—¿Regnastiquio?
—Tampoco. Deja de moverte y así acabaré antes...
—¡Burspelapio!
El Devorador lanzó un grito de dolor y le soltó. Se elevó en el aire y se desvaneció. Gregor se derrumbó en una silla. Había faltado poco. Demasiado poco. Sería una forma especialmente estúpida de morir, asesinada por el deseo de muerte de tu propio subconsciente, liquidado por tu propia imaginación, asesinado por tus convicciones. Era una suerte que hubiese recordado la palabra. Si Arnold se diese prisa...
Oyó una risilla divertida. Venía de la oscuridad de una puerta semicerrada de un armario, y despertaba un recuerdo casi olvidado. El tenía nueve años de nuevo y el Fantasma, su fantasma, era una extraña criatura flaca y gris que se ocultaba en los quicios, dormía debajo de las camas y atacaba sólo en la oscuridad.
—Apaga las luces —dijo el Fantasma.
—Ni hablar —replicó Gregor, sacando la pistola. Mientras estuvieran las luces encendidas estaba seguro.
—Harías mejor en apagarlas.
—¡No! —Está bien.
¡Egan, Megan, Degan! Irrumpieron en la habitación tres pequeñas criaturas. Corrieron hasta la bombilla más próxima, se colgaron de ella y empezaron a devorar afanosamente. La habitación iba quedándose a oscuras. Gregor disparaba contra ellos cada vez que se acercaban a una luz. Se rompían los cristales, pero las voraces criaturas huían. Y entonces Gregor comprendió lo que había hecho. Las criaturas no podían comer luz en realidad. La imaginación no puede actuar sobre la materia inanimada. El se había imaginado que estaba quedándose a oscuras y... ¡Había acabado con las bombillas a tiros! Su propio subconsciente destructivo le había engañado.
Entonces salió el Fantasma. Saltando de sombra en sombra, se acercó a Gregor. La pistola de nada servía. Gregor intentó frenéticamente recordar la palabra mágica... y recordó aterrado que ninguna palabra mágica borraba al Fantasma. Retrocedió, ante el avance del Fantasma, hasta que tropezó con una caja. El Fantasma llegó hasta él y Gregor se hundió en el suelo y cerró los ojos. Sus manos entraron en contacto con algo frío. Estaba apoyado en la caja de juguetes de los niños de los colonizadores. Y tenía en la mano una pistola de agua. Rápidamente Gregor fue al grifo y llenó la pistola. Dirigió contra la criatura un mortífero chorro de agua. El fantasma lanzó un aullido de dolor y se desvaneció.
Gregor, con una sonrisa, se metió en el cinturón la pistola vacía. Una pistola de agua era el arma adecuada contra un monstruo imaginario. Estaba a punto de amanecer cuando aterrizó la nave de Arnold. Sin perder un instante hizo sus pruebas.
A mediodía, había terminado y el elemento fue identificado concretamente como Longstead 42. El y Gregor lo empaquetaron todo inmediatamente y despegaron.
—Debió ser terrible —dijo Arnold, con verdadero sentimiento.
Gregor pudo sonreír con modesto heroísmo ahora que estaba ya lejos de Espectro V.
—Podría haber sido peor —dijo.
—¿Cómo?
—Suponte que estuviese aquí Jimmy Flynn. Era un chico que podía inventarse realmente monstruos. ¿Te acuerdas del Gruñón?
—Lo único que recuerdo son las pesadillas que tuve por él —dijo Arnold.
Volvían a casa. Arnold tomó unas notas para un artículo titulado «El instinto de muerte en Fantasma V: Un examen del estímulo subconsciente, la histeria y la alucinación masiva y su capacidad para producir estigmas físicos».
Luego fue a la sala de control para poner el piloto automático. Gregor se echó en una litera, decidido a disfrutar de su primera noche decente de sueño desde que aterrizara en Espectro V. Apenas se había dormido entró corriendo Arnold, pálido de terror.
—Creo que hay algo en la sala de control —dijo. Gregor se incorporó.
—No puede ser. Se oyó un gruñido que venía de la sala de control.
—¡Oh Dios mío! —balbuceó Arnold; se concentró furiosamente durante unos segundos—. Ya sé. Dejé las compuertas neumáticas abiertas al aterrizar. ¡Aún seguimos respirando aire de Espectro V! Y allí, enmarcado por el quicio de la puerta, había una inmensa criatura gris con manchas rojas en el lomo. Tenía un número asombroso de brazos, piernas, tentáculos, garras y dientes, amén de dos pequeñas alas en la espalda. Avanzaba lentamente hacia ellos, gimiendo y murmurando. Ambos reconocieron al Gruñón. Gregor dio un salto y cerró dándole un portazo en la cara.
—Aquí dentro estaremos seguros —dijo—. Esa puerta es aislante. Pero, ¿cómo pilotaremos la nave?
—No lo haremos —dijo Arnold—. Tendremos que confiar en el piloto automático... a menos que hallemos un medio de resolver el asunto. Advirtieron que por los bordes sellados de la puerta empezaba a deslizarse un humo sutil.
—¿Qué es eso? —preguntó Arnold, con un quiebro de pánico en su voz. Gregor frunció el ceño.
—¿Es qué no te acuerdas? El Gruñón podía colarse en cualquier habitación. No hay modo de impedirlo.
—No me acuerdo de él —dijo Arnold—. ¿Se come a la gente?
—No. Si no recuerdo mal, sólo mutila. El humo empezaba a solidificarse en la inmensa forma gris del Gruñón. Retrocedieron al compartimento contiguo y sellaron la puerta. A los pocos segundos comenzaba a filtrarse el humo gris.
—Esto es ridículo —dijo Arnold, mordiéndose los labios—. Estar acosados por un monstruo imaginario... ¡Un momento! ¿Aún llevas la pistola de agua?
—Sí, pero... —¡Dámela!
Arnold corrió hasta un depósito de agua y llenó la pistola. El Gruñón había tomado otra vez forma y avanzaba hacia ellos, gruñendo amenazadoramente. Arnold le lanzó un chorro de agua. El Gruñón siguió avanzando.
—Ahora me acuerdo de todo —dijo Gregor—. Un chorro de agua no podía matar al Gruñón.
Retrocedieron a la cámara siguiente y cerraron la puerta. Detrás sólo quedaba la habitación de las literas y tras ella sólo el vacío letal del espacio.
—¿No puedes hacer nada con la atmósfera? —preguntó Gregor.
—Está disipándose ya. Pero los efectos del Longstead tardan unas veinte horas en desaparecer.
—¿No tienes ningún antídoto? —No. Una vez más el Gruñón empezaba a materializarse, y no lo hacía ni silenciosa ni suavemente.
—¿Cómo podemos matarlo? —preguntó Arnold—. Tiene que haber un medio. ¿Palabras mágicas? ¿Qué te parece una espada de madera? Gregor meneó la cabeza.
—Ahora recuerdo al Gruñón —dijo con tristeza. —¿Qué es lo que le mata? —No se le puede destruir con pistolas de agua ni con petardos ni con bombas fétidas ni con ninguna otra arma infantil. El Gruñón es absolutamente inmatable.
—¡Ese maldito Flynn y su condenada imaginación! ¿Por qué tuvimos que hablar de él? ¿Cómo podremos librarnos del monstruo?
—Ya te lo dije. No podemos. Tiene que irse por su propia voluntad.
El Gruñón ya se había solidificado por entero. Gregor y Arnold corrieron al pequeño cuarto de literas y cerraron la última puerta.
—Piensa, Gregor —suplicó Arnold—. Ningún niño inventa un monstruo sin alguna defensa. ¡Piensa!
—Al Gruñón nada lo mata —dijo Gregor.
El monstruo de manchas rojas tomaba forma otra vez. Gregor repasó otra vez todos los horrores de pesadillas que había conocido. De niño tenía que haber hecho algo para neutralizar el poder de lo desconocido. Y entonces, casi demasiado tarde, recordó. Gobernada por el piloto automático, la nave se dirigía hacia la Tierra con el Gruñón como dueño absoluto.
Recorría los pasillos vacíos y flotaba cruzando las paredes de acero hasta las cabinas y los compartimentos de carga, gimiendo, aullando y maldiciendo porque no podía conseguir ninguna víctima. La nave llegó al sistema solar y entró en una órbita automática alrededor de la Luna.
Gregor atisbo cuidadosamente, dispuesto a retroceder si era necesario. No se oía ningún rumor siniestro, no se oían gemidos ni aullidos, no se deslizaba bajo la puerta ningún vapor hambriento, ni a través de las paredes.
—Todo despejado —dijo a Arnold—. El Gruñón se ha ido. Seguros dentro de la última defensa contra los horrores nocturnos (envueltos en las sábanas que habían cubierto sus cabezas) salieron de las literas.
—Ya te dije que la pistola de agua no serviría —dijo Gregor. Arnold sonrió con una mueca y se metió la pistola en el bolsillo.
—Quiero conservarla. Si alguna vez me caso y tengo un hijo, será su primer regalo.
—Pues yo no haré lo mismo —dijo Gregor; dio unas palmadas afectuosas a la litera—. No hay mejor protección que taparse la cabeza con las mantas.