La ciénaga
Robert SheckleyEd Scott echó un vistazo hacia el pálido y aterrorizado rostro del chico y supo que ocurría algo grave.
—¿Qué ocurre, Tommy? —preguntó.
—Se trata de Paul Barlow —contestó el chico—. Estábamos jugando en la ciénaga del este… y… y… y…, ¡se está hundiendo, señor!
Scott supo que no tenía tiempo que perder. Justo el año anterior dos hombres se habían perdido entre los traicioneros terrenos llenos de vegetación. Ahora, la zona estaba vallada, y los chicos habían sido advertidos. Scott cogió una cuerda larga del garaje y echó a correr.
Diez minutos después ya se había metido profundamente en la ciénaga. Vio a seis chicos de pie sobre un borde de vegetación verde, en terreno firme. Unos siete metros más allá, en medio de una zona suave, de coloración grisáceo amarillenta, estaba Paul Barlow.
Se hallaba hundido hasta la cintura en las pegajosas arenas movedizas…, ¡y se hundía! Se debatió, con los brazos en alto, y las arenas movedizas subieron horriblemente hacia su pecho. Parecía como si el chico hubiera intentado atravesar aquella zona a causa de una apuesta. Ed Scott desenrolló la cuerda y se preguntó qué hacía que los chicos actuaran con una estupidez tan ciega y peligrosa.
Arrojó la cuerda y los chicos la observaron, con el aliento contenido. La cuerda llegó exactamente a las manos de Paul. Pero el muchacho, con las arenas movedizas que ya le llegaban hasta la mitad del pecho, no tuvo la fuerza para agarrarse a ella.
Sabiendo que sólo le quedaban pocos segundos, Scott ató un extremo de la cuerda a un tocón, se sujetó con firmeza y avanzó hacia el chico que gritaba. La arena se estremeció y cedió bajo sus pies. Scott se preguntó si tendría la fuerza necesaria para tirar de sí mismo y de Paul. Pero el principal problema consistía en llegar a su lado a tiempo.
Scott llegó a poco más de un metro de distancia del muchacho, que ahora se hallaba hundido hasta el cuello. Sujetándose con firmeza a la cuerda, Scott avanzó otro paso, hundiéndose él mismo hasta la cintura, rechinó los dientes, extendió una mano hacia el chico… ¡y notó que la cuerda quedaba suelta!
«Maldita ciénaga», pensó, volviéndose, tratando de mantenerse por encima de la arena, a medida que la ciénaga le succionaba… cubriendo su pecho y su cuello, llenándole la boca que aún gritaba y ocultando finalmente la coronilla de su cabeza…
Sobre el borde de tierra firme, uno de los chicos cerró la navaja de bolsillo con la que había cortado la cuerda. En la ciénaga, el pequeño Paul Barlow se incorporó con mucho cuidado, sostenido por la plataforma de madera que él y los otros chicos habían hundido en el borde de la ciénaga, y que se habían preocupado de probar cuidadosamente. Observando sus pasos anteriores, Paul salió de la arena, rodeó el lugar peligroso y se unió a sus compañeros.
—Muy bien hecho, Paul —dijo Tommy—. Has logrado atraer a un adulto a su muerte, y con ello te conviertes en miembro de pleno derecho del Club de los Destructores.
—Gracias, señor —dijo Paul, y los otros chicos lo festejaron con vítores.
—Pero una cosa más —dijo Tommy—. En el futuro, procura no exagerar la representación. Todos esos gritos han sido un poco demasiado, ¿comprendes?
—Lo tendré en cuenta, señor —dijo Paul.
Ya se había hecho de noche. Paul y los otros muchachos se apresuraron a regresar a casa para cenar. La madre de Paul hizo un comentario sobre el buen color que tenía; ella aprobaba que su hijo jugara con los demás chicos al aire libre. Pero, como sucedía con todos los chicos, sus pobres ropas eran un amasijo lleno de barro, y tenía las manos muy sucias…