La morada del hombre

Angélica Gorodischer

Entramos en la ciudad a las 8.30 a.m. hora local. Debo decir a Su Señoría que los integrantes de la tripulación me transmitieron órdenes molestos, casi furiosos. Lo atribuí en ese momento y ahora que no estaba equivocado, a la quietud y al silencio. Era un día claro, el clima era benigno, y el sol, el viento y los salmonetes, nos hacían pensar en una primavera ya muy avanzada. Nuestras ropas pesadas nos molestaban, los bordes de cuero se nos incrustaban en la carne y todos, estoy seguro, hubiéramos querido llevar las sandalias que usamos a bordo y no las botas de los desembarcos. Las calles estaban bordeadas de árboles y había frutos en las ramas de los árboles, frutos verdes todavía, de un verde blanquecino o amarillento, fríos, que parecían dorarse y entibiairse ante nuestros ojos. En el informe oficial detalló el itinerario seguido. Estudiando el plano que se adjunta a dicho informe, encontrará Su Señoría, marcadas con rojo, las casas a las que entramos. Todas estaban vacías. Amuebladas, listas para ser habitadas, con flores en los jarrones, desayunos servidos en las mesas, cortinas flotantes, pero vacías. Todas estaban limpias y frescas, en todas estaban abiertos los vidrios de las ventanas sobre los jardines pero todas estaban vacías. Las calles también estaban vacías. He tratado de ser en el informe oficial lo más objetivo posible, informar sin tratar de que se traslucieran las experiencias anteriores. Pero aquí quisiera hacer dar a Su Señoría que esto era sólo Edén, un reflejo de lo que sentimos, los tripulantes y yo, ante las casas vacías; y después, ante sus habitantes. La nave dejó de ser, de pronto, una otra vez, como único recurso que tuvimos, sobre la desesperación de lo que vimos. Su Señoría perdonará las alteraciones tal vez inútiles. Al salir de la sexta casa (habíamos visto allí esteras, espejos, una mesa redonda, de madera, con un mantel amarillo, tazas blancas; un pájaro en una jaula, plantas recién regadas, todos extendidos sobre un patio) uno de mis hombres propuso que nos volviéramos. No pude considerarlo una falta de disciplina: puse la mano derecha sobre la culata del arma (descargada. Nunca he disparado contra nadie y no hubiera disparado contra él, pero estaba dispuesto a arrestarlo y dejarlo incomunicado en la nave), la dejé allí y seguimos caminando hacia el corazón de la ciudad. No sé en qué pensaban mis hombres; sentía miedo, pero no sé en qué pensaban.

En cuanto a mí, yo no podía dejar de recordar nuestras ciudades grises, las chimeneas de las fábricas, las villas de emergencia, la ausencia de árboles y de lugares verdes, los olores metálicos, los edificios en torre, las esquinas que el viento de viento en las tardes frías, el tránsito enloquecido, la suciedad, el ruido. Esta era una ciudad feliz y dorada, dorada y verde, vacía y tranquila. Sus habitantes acababan de morir, o eran invisibles. Pero yo hubiera querido nacer, crecer, vivir y morir en una ciudad como ésta. No había vehículos, las calles eran suavemente curvas, las calles no eran calles: eran pasos, caminos entre parques; las casas eran bajas y blancas, cada una para una sola familia, con un jardín sin cercos y con árboles. No había barrios comerciales o industriales, ni centros cívicos ni templos. Cuando me di cuenta de esto, de que toda la ciudad estaba construida para ser un hogar, dejé de sentir miedo. Confieso ahora a Su Señoría, después de tantos años, que he sentido miedo muchas veces, pero que siempre he podido deshacerme de él por uno u otro medio inventado, creado por mi voluntad. Esta vez no. El miedo me pesó desde que comprendí (creo en ese momento estar en lo cierto) que la ciudad estaba deshabitada pero viva; y me dejé, sin que yo me hubiera ocupado de él para nada como no fuera para sufrirlo, impotente, cuando me sentí por fin en la morada del hombre y deseé sentarme sobre la tierra buscando la sombra de algún gran árbol, entrar a una de las casas, tomar el desayuno apresurado y voraz de la juventud, recostarme sobre una de las camas y cabecear el cansancio de los viejos. Pienso en los nidos en los refugios, en las cuevas, en las naves, en las casas de departamentos, en las oficinas cubiertas de alfombras, en los burdeles clandestinos, en todo lo que el hombre inventó para protegerse, para reconderse de los ojos ajenos, para eliminar sus miedos, para intentar una afirmación, y me explico la desaparición de mi miedo. Quiero advertir desde ya a Su Señoría lo que supimos después por los mismos habitantes de la ciudad y que en el informe está explicado con términos puramente técnicos gracias al ingeniero de la expedición que hizo un estudio minucioso de las instalaciones: las casas funcionaban solas desde mucho tiempo atrás, dos generaciones. Sus mecanismos las mantienen vivas, las limpian, cierran los vidrios cuando llueve, encienden las chimeneas cuando hace frío, cambian las sábanas de las camas, sirven los desayunos y los almuerzos y las limonadas frescas en verano y los ponches en invierno. Pero nosotros, que no tenemos casas vivas, cerebros y manos, creímos que los habitantes acababan de abandonarlas, o que eran invisibles. Hasta que llegamos a la plaza. La llamó plaza, como la llamé en el informe con la esperanza de hacerme entender. No era una plaza seca, de piedra, con monumentos y moho seco en las molduras; ni era una plaza con canteros y rosales y pérgolas. Era la tierra que descubrió el hombre me imagino, cuando dejó de ser cazador y nómade, cuando se quedó quieto sobre el suelo y en vez de plantar una tienda construyó una casa, cuando ató el caballo a un arado en vez de tenerlo alerta para la huida. Era un campo ondulado encerrado por la ciudad, verde, con árboles, con un río muy angosto. Era una enorme parcela del huerto del Edén y todos los árboles eran el árbol de la vida. Allí estaban los habitantes de la ciudad. Yacían sobre el pasto, con los ojos abiertos, el pelo confundiéndoseles con la hierba. Y el viento les movía los vestidos, el viento pasaba entre los árboles y les inflaba las túnicas, hacía ondear las cintas y el pelo largo entre la hierba. No estaban muertos. Tenían los ojos abiertos y respiraban. Caminamos entre ellos, los llamamos, nos inclinamos sobre ellos, entre sus ojos abiertos y el sol, tratando de hacer que nos vieran. Su Señoría ha leído el informe, y no es mi intención repetirme. No volveré sobre nuestros intentos para comunicarnos con ellos, ni sobre el ritual de gestos y sonidos que algunos cumplieron antes de hablar con nosotros. Me recuerdo inclinado sobre una mujer estrábica que me hablaba de la espera mientras algunos de los hombres apoyados en las rodillas y en las manos, como yo, me llamaban por sobre los cuerpos acostados boca arriba para anunciarme las palabras de los ciudadanos de la ciudad dorada que yo deseaba, había deseado, había atravesado para llegar hasta las cristálidas. Les grité que anotaran cuidadosamente todo y me dispuse a seguir escuchando, pero la mujer ya no habló más. Tuve que empezar de nuevo, esta vez sobre un muchachito que podía haber sido mi hijo, mi nieto también, y por el que no sentí piedad sino un violento rencor. La mujer estrábica había abierto la boca y había vuelto a cerrarla, como un vez, siete veces y había esperado que una nube pasara por detrás de la copa del árbol sobre su cabeza y se había apoyado en mi cara: sólo así podía, me dijo, hablar con un extranjero. Si se hubiera tratado de hablar con otro de los seres de los cuerpos acostados, la serie de signos, señales y ruidos, hubiera sido completamente distinta, y su vez ella hubiera tenido que esperar, para la respuesta, la cadena de imposiciones sin sentido que el ilimitado vacío le había impulsado a inventar. Con el muchachito joven tuve más paciencia y menos terror. Su ritmo vital dependía de las señales que recibía, pero lograba constantemente de la interpretación de señales, y hablar conmigo fue un acto tan turbado que terminó por hundirlo en una especie de coma. No hablaba jamás con los otros, pero yo era algo tan deseado que pensé que podía apoyar con un gran margen de seguridad sobre la posibilidad de que yo mismo fuera una señal favorable. Los signos y los mensajes le llegaban del exterior y de su propio cuerpo, y para él, la primera interpretación que alcanzaba a darles, era la única válida y verdadera. Pero después surgía una segunda traducción que podía ser un engaño o podía ser la verdad, enmascarada y deformada por la primera, y por eso dudaba de la primera. Todo eso condicionaba futuros actos nunca realizados, porque seguía buscando datos sobre los cuales afirmarse e interpretar los anteriores. Me dejé, y dispuse la retirada, después de comprobar lo que los integrantes de la tripulación a mis órdenes habían podido obtener. Sentía hostilidad ante los seres quietos y estaba, además, furioso conmigo mismo por mi ineficacia y mi inutilidad. Me decía que hubiera tenido que detenerme a buscar un personaje que se destacara entre todos esos cuerpos jóvenes, inmóviles, hermosos, de ojos abiertos, ágiles mentes y manos laxas. Hoy comprendo que buscaba una imagen de Su Señoría, un dirigente anciano sabio, un alguien conciliador de hombres. Pero no lo había, y me pregunto: si lo hubiera habido, ¿se hubieran acostado todos a vivir confundidos con el pasto, enamarados en la tierra y en una superstición personal e invariable cada uno de ellos, esperando la muerte, advertidos por los seguidópodos de sus cenas electrónicas, alimentados, fecundados, vestidos, peinados, perfumados, calzados por los múltiples cibernéticos vigilados por los ojos luminosos de los cíclopes-niños? Y me contesto: sí. Su Señoría comprenderá ahora las conclusiones de mi informe. Considero que los descendientes de los que emigraron ante la seguridad de la destrucción, no debemos volver a la Tierra. Es cierto: los hombres no se destruyeron, alcanzaron la buenaventura, el equilibrio, la felicidad, la perfección. Construyeron ciudades doradas provistas de manos y de ojos, eliminaron por inútiles el trabajo y el dinero. Pero nosotros, los que vivimos en ciudades grises en medio de perpetuos conflictos, los que amamos y nos asustamos y hacemos el amor y nos suicidamos y nos llenamos y manamos vehículos llenos de ruido y de peligro, los eternos menores del hombre, no debemos volver. Para nosotros, el Paraíso está irremisiblemente perdido y es mejor así: somos nuestros únicos dioses. Yo, un pacifista, dirigido de Su Señoría, partidario de la no violencia, me declaro por las guerras, las matanzas y las torturas, declaro que yo mismo mataré, dispararé cañones, dejaré caer bombas, destrozaré y torturaré, si con eso me salvo de acostarme sobre el pasto en espera de la muerte, devanando entre tanto en un rito inútil que ni siquiera me autoriza a salir si estoy vivo o no, permitiéndome que me vistan, me laven y me peinen, que extraigan mi semen para mujeres acostadas fuera de mi vista, que me protejan de la lluvia, que me alimenten. Considero, aunque recuerdo con dolor la ciudad dorada, inmóvil, bella, que no se deben dar a conocer los resultados de este viaje de exploración al tercer planeta de la estrella Sol. Y no quiero terminar esta carta personal a Su Señoría sin mencionar que la ciudad tenía un nombre prometedor y transparente que no figura en el informe oficial, y que el río manso que atravesaba el huerto, era plateado también como su nombre, bajo la luz del sol del mediodía, cuando partimos.