La Tercera Mano

George P. Mann

Alguien les había puesto por nombre los Adaptantes, y el nombre había perdurado.

Era un nombre que los describía perfectamente. Podían adaptarse a cualquier cosa. El planeta de donde procedían era, naturalmente, el origen de esa capacidad. La presión de su superficie era inconstante. Si se ponía en él un ser humano, desprovisto de su traje especial, y se le hacía caminar, estallaría a los tres pasos porque no estaba hecho para vivir en un mundo de presiones atmosféricas inconstantes.

Pero los Adaptantes sí podían vivir en él.

En su planeta, cambiaban de tamaño y forma casi con cada paso. Echaban manos nuevas para asirse de las formaciones de roca volcánica; les crecían piernas para atrevesar el eterno hielo de los lagos... como si fueran arañas. Sus brazos salían y desaparecían, lo mismo que las piernas y las manos, en el preciso momento que los necesitaban. Crecían y se hinchaban con el humo.

Pero estaban hechos de carne. Eso era lo más extraño de todo. Tenían carne como los humanos. Más a diferencia de los humanos, podían adaptarse a cualquier cambio de la naturaleza. No tenían que alterar las cosas, construyendo puentes o haciendo trajes de buzo. Podían hacer lo que quisieran. Eran Adaptantes.

Lessinger no figuraba en la expedición que descubrió el planeta. Así que estaba acostumbrado a la idea de su existencia antes de verlos. Al principio, como los demás, se había negado a aceptar que pudiera haber una forma de vida tan versátil. Había echado la culpa a la fiebre del espacio, atribuyéndole las historias que publicaban los diarios acerca de lo que habían visto los descubridores. Decía que era imparcial; que podía creer cualquier cosa. ¡Pero una cosa así!

Y su esposa, Molly, había reaccionado como él, y los dos habían tratado de hacerse a la idea, buscando sus posibilidades más fantásticas y risibles. Hasta se habían reído de ella —se dijo Lessinger—. ¡Diablos! ¡Hasta se habían reído! ¡Pero ahora no era cosa de risa ni mucho menos!

Miró su tablero de instrumentos, sin verlo. Se volvió y miró a Mike. Y Mike le sonrió. Era un chico agradable. Limpio. Derecho. Hasta buen mozo, as u modo. Fácil de tratar. ¡Peor para él! Era una lástima que fuera demasiado limpio, demasiado derecho, demasiado fácil de tratar. Una lástima que Lessinger le odiara de muerte.

¡Y cómo no! Mike era un Adaptante. ¡Su Adaptante!

Lessinger pensó amargamente en ello.

Claro está que en cuanto se empezaron a enviar a las criaturas de la Tierra, no hubo medio de impedir que vinieran. Eran tan útiles. Se adaptaron a la atmósfera de la Tierra como si hubieran nacido en ella. Se ponía a uno de ellos en medio de un grupo y se le confundía con los demás. Era imposible distinguirlos. ¿O tal vez sí? Por el aspecto no, desde luego. Pero sí por otras cosas.

Dos semanas después de que llegara el primer cargamento, un tipo que ocupaba un puesto muy importante descubrió que el Adaptante podía hacer cinco veces más trabajo que el ser humano. Tres semanas más tarde, y las naves no podían cubrir con toda la velocidad que se les pedía el espacio que separaba a Limnos de la Tierra.

"Gracias a Dios, —pensó Lessinger—, gracias a Dios que los hacía estériles." De no ser así, habrían acabado con toda la humanidad. Habrían ahogado a la población humana, asfixiándola, como los hongos asfixian la vida de un árbol. Era algo por lo que uno debía estar agradecido, aunque le dejara a uno un gusto desagradable en la boca. Aunque lo hiciera pensar cosas realmente desagradables...

Seis meses después de que el primer Adaptante llegó a la tierra empezó una ola de huelgas. ¡Los disgustos del trabajo habían empezado! Algunos humanos iniciaron acciones enérgicas contra los Adaptantes. Hasta llegar a matar a algunos de ellos. Pero era muy difícil matarlos. Como tuvieran un instante de aviso, crecían y se escapaban del lugar peligroso. ¡Sí! ¡Crecían! El único medio de matarlos era empujarlos sobre una máquina que se moviera de prisa. O sino, dejarlos morir de hambre.

Bueno, el primer método se había puesto a prueba. A muchos de los habitantes de la Tierra no les gustaba perder el empleo porque unas criaturas de otro planeta podían echar miembros nuevos cuando querían. Se enfurecieron. Se tomaron la justicia por su mano. Y mataron.

Entonces, el Estado se enfureció también. La pena capital había sido abolida siglos atrás. Había que buscar la frase en una enciclopedia, para saber lo que significaba. Pero el Estado no podía permitirse el lujo de perder unas criaturas que habían traído desde el otro extremo del Espacio. Y mucho menos cuando eran tan útiles como los Adaptantes. Así que volvió a ponerse en vigor la pena capital. Para los que mataban a los Adaptantes. Vamos. ¡Maten a todos los humanos que quieran! Todo lo peor que puede pasarle es que lo condenen a cadena perpetua, o quizá que lo destierren a Marte. Pero mate un Adaptante (sólo uno), y ya verá lo que le pasa.

Claro que los sindicatos obreros no aceptaron aquello de brazos cruzados. Lucharon del mejor modo posible. Pero la respuesta de los grandes negociantes era siempre la misma. Siempre decían que el pueblo saldría beneficiado al final. La abundancia para todos, era un grito de guerra. La Tierra desbordante de miel y leche. ¡Ah-já! Y después de eso, la cola de los que iban a cobrar el subsidio del paro.

"Si los Adaptantes se dieran más cuenta de su situación —pensó Lessinger—, estarían donde yo estoy ahora. Pero todavía no han llegado a eso, hay que darles tiempo. Uno o dos años. Darles un poco de tiempo para que se encajen bien en el ambiente y luego verán. ¡Van a quedarse con todo!" Y ya iban camino de ello. Eran gentes de confianza, decían los patrones. Podían hacer las cosas mejor, y más de prisa, que los humanos.

Por ejemplo, ahí estaba el hermano de Lessinger. Decía que ya estaba todo lo cerca de la frontera del espacio que quería estar. Solía reirse cuando se llamaba a sí mismo en terrestre verdadero. Solía decir que era el único miembro de la familia que tenía sus dos pies en la tierra.

Y precisamente eso era lo malo.

Una mañana, fue a su trabajo como de costumbre y se encontró con que un Adaptante había ocupado su puesto. Se quejó al capataz.

—¡Si puede mantenerse sobre tres pies, le doy en seguida su puesto!

Eso fue lo que le dijeron.

Y no habría sido tan mala la cosa si su versatilidad hubiera terminado ahí, si todo lo que hubieran podido hacer hubiera sido echar miembros nuevos cuando los necesitaran. Pero era algo más que eso. Era algo más que un juego de salón.

Se adaptaban también mentalmente. Tomaban el mismo color como si fueran camaleones mentales, del ambiente en que se les colocaba. Las mujeres los adoraban. Y eran estériles.

Las mujeres los adoraban y uno no podía estar nunca seguro de ellas.

Como en el caso de Molly.

Muy bien, había sido un estúpido. Cuando empezó aquello no vió adónde iba a parar. Pensó que sería divertido tener en casa uno de esos muchachos. Por eso, se había llevado con él a Mike, al final de uno de sus viajes. Parecía normal... cuando quería. Se portaba de un modo normal. Encajaba tan bien en la familia, que uno habría creído que era el hermano de Molly.

¿Lo habría creído?

Lessinger no podía estar nunca seguro.

Las mujeres eran raras. Al principio querían que sus hombres salieran a conquistar el Espacio. Querían que su enamorado fuera con el uniforme de un piloto del Espacio. Si no se usaba el distintivo de las dos esferas entrelazadas, nadie lo miraba a uno. Luego al cabo de un tiempo, las mujeres se fueron enfriando. Ya no les interesaba aquello tanto. Decían que el espacio cambiaba a sus hombres. Que se marchaban contentos y felices, y volvían callados y serios. Algunos de ellos, en los viajes largos, no volvían hasta al cabo de diez o veinte años. A veces, tardaban más. Lessinger pensaba que era unos imbéciles al casarse. Pero no se les podía decir y, aunque se les dijera, la mayoría de ellos no hacía caso.

Y veinte años es mucho tiempo en la Tierra. Particularmente en la vida de una mujer. Y cuando un hombre volvía como si hubiera envejecido solamente quince días (porque había atravesado el Tiempo, además del Espacio), a las mujeres tampoco les gustaba mucho.

Lessinger no estaba muy seguro. No sabía si la reacción de Molly, aquel ligero enfriamiento que sentía en sus relaciones, se debía o no a la tensión normal entre un piloto del espacio y su mujer. O si todo se debía a Mike. Si la criatura se había adaptado hasta un punto que...

Lessinger pensó en eso.

Pensó en ello largo rato. Y mientras lo pensaba, sus manos apretaban con fuerza los bordes de su asiento, y Mike seguía mirando hacia adelante, sonriendo todo el tiempo y, de cuando en cuando, echaba una mano nueva para dar vuelta a un botón o apretar una palanca.

¡Eran tan adaptables!

***

Este fue mi último viaje —dijo Lessinger. Lanzó el humo de su cigarrillo y lo vió subir en espirales hasta el techo de la habitación. Miró en torno suyo, fijándose en la belleza y el lujo de los muebles, en el confort, en los herrales de acero cromado que brillaban al sol. Y miró al hombre que había detrás del escritorio. Suave y blando, como lo que lo rodeaba. Parecía que él había sido hecho también para la comodidad.

—Voy a dejarlo —le dijo—. Me he cansado un poco de recorrer el universo. He ahorrado un poco de dinero. Creo que voy a comprar una granja... ¡Después de todo alguien tiene que cultivar las cosas que comemos!

—¡Vamos a sentir mucho el perderle! La voz del hombre era suave, también, pensó Lessinger. Sus palabras le recordaban una alfombra de terciopelo. Uno casi se hundía en ellas —Vamos a sentir mucho que se vaya. Pero si es eso lo que desea hacer...

La frase se apagó a la mitad. Lessinger se enteró de algo que ya sabía. Que nadie pensaba que podía retirarse. Que según la opinión de todos, después de haber viajado por el espacio iba a encontrar muy aburrida la vida de la TIerra.

Y el modo de terminar la frase le dijo algo también. Que si quería podía dejarlo todo por no dicho. Que no tenía más que balbucear unas cuantas palabras, decir que hablaba en broma, que realmente nunca había pensado en retirarse, que le costaría mucho decidirse a hacerlo. Bastaba decir eso y seguiría trabajando también para las Espaciovías. Si quería podía volver atrás. Si era un cobarde.

El hombre grueso, le dijo:

—Va a encontrarlo todo muy distinto al trabajo que hacía con nosotros. Es más fatigoso. Más duro. Oh, ya sé que ustedes también trabajan duro...—agregó precipitadamente: el hombre no quería ofender a nadie, ni siquiera a sus pilotos—. Ya sé que trabajan mucho en los viajes por el espacio, pero es un trabajo diferente. —Se dió una palmadita en la frente. Donde debería tener el cerebro, pensó maliciosamente Lessinger—. Pero el piloto trabajó con esto. Con esto. Con la cabeza. No tiene que hacer esfuerzos con las manos.

—Voy a darle otra noticia —le dijo Lessinger—. No voy a estar solo. Mike va a venir conmigo.

—¡Mike! ¡Pero si es de los mejores que tenemos!

—Ya sé que es uno de los mejores. Y por eso me lo llevo. Va a trabajar conmigo. O, al menos, eso dice. Lo hemos pensado ya todo.

El hombrecito se animó. Estaba pensando que quizá no le gustaría mucho trabajo entrenar a otra de las criaturas para que ocupara el puesto de Mike. Y mientras aprendía, naturalmente no habría que pagarle tanto como a Mike.

—Así le resultará fácil el trabajo de la granja —dijo—. ¡Los trabajos del campo van a parecerle un juego, si cuenta con un Adaptante!

Lessinger tomó el auto desde la Terminal. Todo resultaba como había pensado. Era demasiado fácil. Lo que tenía que hacer ahora era conseguir el título de propiedad de la tierra. Después de eso, estaba listo para empezar su plan. Tendría que comunicarle la noticia a Molly, pero quizás a ella no le disgustaría el ver que se acababan sus viajes por el espacio. Y además tendrían la granja. Y cuando estuvieran algún tiempo en ella, Mike desaparecería. Un día estaría allí y, al siguiente, se habría ido. Después de todo, no había accedido a quedarse allí para siempre. Mike no había dicho nada de eso. Había dicho que probaría a ver si le gustaba el trabajo. Eso era todo. Se lo explicaría así a Molly y, un día, cuando no viera más por allí a Mike, no encontraría nada de anormal en eso.

Y luego no volvería a dejar nunca más a Molly. Y no permitiría que ningún otro Adaptante se acercara ni a un kilómetro de ella. Él se encargaría de eso. Trabajaría en la granja y quizás tendrían unos hijos y vivirían como si nunca hubieran conocido a Mike. Como si todo aquello hubiera sido un sueño. Y quizás, con el tiempo el gobierno de la Tierra aprendería a tener un poco más de sentido y enviaría a los Adaptantes adonde debían estar.

Entonces se podría vivir cómodamente, sin inconvenientes. Como se debía vivir.

Y el plan le resultaba bien. Lo único que necesitaba era tener la tierra. Lo había pensado todo muy bien. No habría errores ni falsos movimientos. Todo saldría estrictamente de acuerdo con su plan.

Conocía el trozo de tierra que pensaba labrar, como la palma misma de su mano. Había sido criado allí. Había vivido allí de niño. Así le resultaba más fácil de explicárselo a Molly. Podía simplemente decirle que ansiaba volver a los lugares donde transcurrió su niñez. Ella le creería. Siempre le había creído. Tambien ahora creería.

Y en aquel trozo de tierra había un pozo de mina que no se empleaba. Muy profundo. Con las paredes cortadas a pico. Ni una araña podría repar por ellas. Y colocando dinamita en el lugar apropiado, y echando cinco toneladas de cemento, ningún ser vivo podría salir de él. Ni siquiera un Adaptante. ¡Nada!

Pero había que calcular cuidadosamente el tiempo. Todo tenía que estar a mano, cuando lo necesitara. Mas él se encargaba de arreglar todo aquello. Podría enterrar vivo a Mike. Se moriría de hambre. Quizás no en seguida. Durante algún tiempo podría vivir de las ratas y los ratones que había en aquel agujero. Pero al cabo de un tiempo se iría debilitando y no podría perseguirlos y, luego, vendría el final.

Lessinger pensó en él. Le gustaba la idea. Le daba un gran placer. ¿Así que no se podía matar a esas criaturas, eh? ¿Así que el Estado no le deja a uno matarlas, hicieran lo que hicieran? Por mucho que le destrozaran a uno la vida. Y tampoco se las podía matar porque eran prácticamente inmortales. ¿Sí? Se los podía matar dejándolos morirse de hambre, y si se los ocultaba bien, nadie sabría lo que había sido de ellos.

Actualmente, los hombres sólo miraban hacia arriba. Estaban tan ocupados mirando las estrellas que nunca tenían tiempo para mirar los agujeros abiertos en la tierra. El plan era perfecto. Más aún. Era un plan digno de un Adaptante. Lessinger se rió entre dientes. ¡Muy bueno! ¡Vaya si lo era!

***

La besaba. Con unos besos como si hubiera estado fuera mucho tiempo. Con los besos perfectos para la esposa perfecta. Había llegado el momento...

Le dijo:

—He dejado Espaciovías para siempre. Voy a establecerme. Tal vez compraré una granja... —La miró apartándola un poco, para ver cómo tomaba la noticia. Luedo dijo—: Le he echado el ojo a un lugar que hace mucho tiempo deseaba comprar.

—¿Crees que podemos comprarlo?

Dudaba de él. Se veían pasar los pensamientos por su linda cabeza. Era el mismo pensamiento de los demás.

"¿Eres lo suficientemente fuerte para eso?", querían preguntarle, pero no se lo decían así. No se atrevían a expresarlo de ese modo. Por eso dudaban y vacilaban. Todos eran como Molly.

—¿No te gustaría?

—¡Oh, claro que sí, querido! ¡Claro!

Simplemente pensaba que el cambio puede ser demasiado para tí... así de repente...

—¿Crees que soy demasiado blando?

Le sonreía. Eso era lo que había estado pensando y no había querido decirlo hasta no saber cómo iba a reaccionar él. Una cosa es pensar que nuestro esposo no es un tipo capaz de hacer un trabajo rudo y fuerte. Y otra cosa, decirlo. Particularmente, cuando nuestro esposo acaba de llegar de un viaje por el espacio. Con los hombres nunca se está muy segura. No se sabe lo que el espacio hace de ellos. Allá arriba se pasan el tiempo pensando. Y no les hace ningún bien pensar tanto. Porque no pueden dejarse arrastrar por sus pensamientos, de cuando en cuando, no pueden convertirlos en acción. Le devolvió su sonrisa. Estaba contenta porque a él no le había molestado lo que había dicho. Contenta porque iban a volver los tiempos antoguos.

—¡Sí..., pensé que eras un blando!

Él seguía sonriendo.

—Voy a tener quien me ayude —dijo—. Mike va a venir conmigo.

—Podrás trabajar como quieras, si cuentas con un Adaptante. Hiciste muy bien trayéndolo. ¡No puedes perder, querido! ¡Es mejor que contar con una cuadrilla de veinte seres humanos!

Pero en su interior no estaba pensando nada de eso. Pensaba que, si hubiera conocido mejor a su esposo, le habría dicho lo que relamente pensaba. Que no le gustaba Mike. Que no tenía confianza en él. Que lo aguantaba al final de los viajes, solamente porque quería hacer feliz a su esposo. Porque al parecer, a él le gustaba tener a Mike.

Luego pensó, bueno, quizás cuando llevemos algún tiempo en la granja podré decírselo. Y entonces no le importará tanto, porque yo estaré con él y me encargaré de llenarle la vida. Yo y la granja formaremos hasta un punto tal parte de su vida, que ya no necesitará a Mike. Y cuando eso ocurra, yo me daré cuenta de ello. Y se lodiré. Entonces, él se deshará de Mike..., porque hay docenas de lugares que piden a gritos un Adaptante. Y nos quedaremos solos los dos. O tal vez seremos tres, o cuatro. ¡Gracias a Dios, mi esposo no es estéril!

Y le sonrió de nuevo.

Le dijo:

—Te las arreglarás muy bien con Mike. Ya lo veras.

E interiormente, él reía. Interiormente se decía: "Lo sabías desde un principio, ¿no Lessinger? No te cabía la mejor duda, ¿no es cierto? Siempre supiste que era el amante de Molly. Que tendrías que matarlo. ¡Qué inteligente eres, Lessinger!

Pero sentía deseos de llorar.

***

Era un día muy caliente. El sol brillaba abrasador en el cielo. Nada se movía. hasta el sabueso no pudo reunir las fuerzas suficientes para menearle la cola a Lessinger, cuando subió al porche.

Lessinger pensó que aquel era el día que buscaba. Todo el mundo estaría dentro de sus casas, en un día así. El calor que hacía afuera era opresivo. Era un calor que derribaba como un puñetazo. En un día así sólo se quería beber algo fresco en una habitación en penumbra. Para Lessinger era perfecto. El día parecía de encargo.

Todo estaba en su lugar. Sabía exactamente dónde se encontraban todas las cosas y había calculado el tiempo con toda exactitud. Sólo tardaría unos segundos en empujar a Mie hasta el borde. Primero, lo aturdiría de un golpe. La dinamita estaba en su lugar y, exactamente treinta segundos después de que Mie hubiera caído, Lessinger se pondría a cubierto y volaría la boca de la mina. Después, no tardaría más que una hora en cubrir la entrada con el cemento. Podía usar el camión pero, aún así, tardaría bastante tiempo. No le importaba. Aunque Mike sobreviviera a la caída, aunque sobreviviera a la explosión, seguiría allí cuando el cemento cayera sobre él. Y entonces, nunca más podría salir. La mina no tenía otra salida más que aquel pozo. Nunca la había tenido. ¡Mike se vería enterrado en vida!

Entró en la casa. Molly descansaba. Parecía cansada y alterada. Él le dijo:

—Voy a volar unas rocas.

—¿Oh, vas a hacerlo? ¿No puedes descansar un poco? ¿Por qué no trabajas menos? Vas a matarte, trabajando con este sol.

—Creo que es mejor acabar de una vez. Mike no va a quedarse con nosotros mucho más tiempo. Dijo que tenía ganas de cambiar.

—Yo creí que era feliz aquí.

—Y lo es, pero ya sabes... las ganas de viajar...

Le sonrió.

—¡Me imagino que no va a irse tan pronto!

—Nunca puede decirse. Tal vez se vaya esta noche. O mañana. Una vez que le entraron las ganas...

Su voz se apagó, mientras se alejaba de ella. Le oyó llamar a Mike, antes de salir. Molly se alegró de que Mike se fuera. Se alegró de que su esposo se hubiera olvidado por fin del espacio, y que ya no necesitara la compañía de Mike... En los últimos tiempos Mike se portaba de un modo...

Molly pensó que era hora de que se fuera. No se sentía segura cuando él estaba allí. No es que hubiera intentado nada... al menos por el momento. Simplemente la miraba y a ella le parecía que estaba a punto de hacer algo. Había que estar siempre en guardia. Y era tan adaptable. Una se hartaba de él. Trataba de pelearse con Mike... trataba de mostrarle que no lo quería. Pero era inútil. Era tan persuasivo. Encajaba tan bien en el ambiente que no podía pelear con él. Era como tratar de pelear con el humo. Pero la ponía enferma.

Se levantó de la cama y se fue a la ventana. Vió alejarse el camión. Si esposo la saludó agitando una mano. Mie lo imitó. Ella les devolvió el saludo. El sol la agobiaba. Se alegraba de que Mie se fuera. Y esperó que se iría pronto.

***

Unas dos horas después de haber oído la explosión, su esposo volvió a casa, solo. Vió que venía solo cuando el camión entró por la puerta del jardín y, al verle la cara, pensó que había ocurrido algo. Su esposo tenía la cara alterada.

Corrió a su encuentro, sin preocuparse del sol.

—¿Dónde está Mike?

—Se fue, como te dije.

—¿Ha ocurrido algo? Pareces preocupado.

—No, nada. —Sonrió haciendo un esfuerzo. Y luego, —dijo—. Sabes, me alivia, el vernos solos. —Agregó:—Me alegro de que se haya ido. ¡Vaya si me alegro!

Entonces, Molly se sintió feliz. Pasó su brazo por debajo del de él. Lo acompañó hasta la casa, tratando de acompasar su paso con el suyo.

—Yo también me alegro —le dijo—. No me atreví a decírtelo antes. No quería decírtelo por si te enojabas conmigo. Pero me alegro de que se haya ido. Me alegro mucho. Los años que viajabas por el espacio han quedado atrás. Hemos vuelto a conocernos. Nos hemos acostumbrado el uno al otro. Hemos adaptado nuestras vidas...

Se echó a reír.

—Lo dije... ¿vez?... ¡adaptado! Y rió de nuevo, con una risa alegre, descuidada. ¡Lo dije!

Lessinger rió también.

Fueron juntos hasta su casa. Tomados del brazo. Como en otros tiempos. Como si todo fuera a empezar otra vez.

***

Lessinger estaba clavando la puerta de rejilla cuando lo llamaron. El viento la había golpeado por la noche y la había desclavado en parte. Lessinger lo había oído, y Molly también. La había despertado, y él se había levantado y la había atado, para que Molly pudiera descansar. Ahora, la estaba arreglando para que no volviera a soltarse más.

Vió que el auto entraba por la puerta y se preguntó qué querían. En cuanto lo vió, comprendió que era un auto de la policía. Aquellos autos-cohetes eran inequívocos. Pensó que la policía tenía siempre lo mejor de todo. ¡Hasta los autos!

Se acercaron a la casa. Eran tres hombres. Iban mirando a todas partes. Subieron al porche.

El más viejo era grueso. Su barbilla le rebosaba del cuello de la camisa. Miró la casa. Miró de pie a cabeza a Lessinger. Escupió en el polvo, junto al porche.

—¿Es usted Lessinger?

El asintió.

—¿En qué puedo servirles?

—La gente habla; ya sabe cómo son esas cosas... Los ojos del más viejo iban de un lado a otro.

—¿No podemos salir del porche?

Lessinger se rebeló interiormente. Se sentía furioso sin saber por qué razón. Estaba harto de ser cortés con la policía.

—¡Prefiero quedarme aquí!

—Como quiera...

—¿De qué habla la gente?

El viejo lo miró, disgustado. Clavó los ojos en la puerta, y dijo:

—Piensan que su ayudante se fue demasiado de repente. Especialmente, porque nadie lo ha visto ir, y nadie lo ha visto desde entonces.

—¿Y qué?

—Así que pensamos que tal vez sería mejor venir aquí y ver lo que usted tenía que decirnos...

Molly salió al porque entonces.

El viejo le sonrió, con sonrisa de desconfianza.

—Hemos venido de visita, señora.

—¡Querrá decir que han venido a husmear! —exclamó Lessinger, volviéndose a Molly—. Dicen que hay algo raro en el modo como mie se fue. Que se marchó demasiado de prisa. ¡La policía necesita que la avisen antes de que un hombre se decida a hacer algo!

Molly los miró sorprendida y dijo:

—¡Pero si hacía tiempo hablaba de irse! No creerán... no querrán decir...

Se detuvo. La cara del viejo enrojeció. Le dijo:

—Tenemos que investigar, señora. Ya conoce la ley. No queremos que le hagan nada a ninguno de ellos.

—Pero, ¿por qué íbamos a hacerle daño? Era el amigo de mi esposo.

El viejo se meneó incómodo, y su cara se puso todavía más roja.

—Ya sabe cómo son las gentes. Dicen toda clase de cosas.

—¿Qué clase de cosas? Oh... ya comprendo... ¿quiere decir que era mi amante?

—Bueno, sí, en cierto modo...

—¿Y que mi esposo lo mató en un arrebato de celos?

—¿Qué opina usted? ¿Mi esposo le parece un hombre que tiene un crimen sobre su conciencia? ¿Cree que viviría con él si eso fuera cierto? ¿Parezco una mujer capaz de traicionar a su esposo y, luego, traicionar a su amante?

—No.

—Pero tiene que investigar. ¿No es así? Bueno, traiga sus sabuesos. Recórralo todo. No encontrará nada. Porque no hay nada que encontrar.

—No tomamos tan en serio a la gente, señora. Pero se habla mucho. Y como él desapareció sin que nadie lo viera.

Su voz se apagó, turbada. Luego, dijo.

—Me doy cuenta de que la historia no tiene fundamento. Creo que será mejor que nos vayamos.

Salió del porque. Se dirigió hacia el auto. A mitad de camino, otro de los policías le señaló el camino que llevaba a la boca de la mina, a través del prado. El hombre gritó.

—¿Les importa que echemos un vistazo por ahí?

Lessinger estaba subido en un taburete, con el martillo aún en la mano.

Si iban a la mina, si veían el cemento fresco, empezarían a hacer preguntas.

Se dispuso a contestarles a gritos. Sí, claro que le importaba.

El taburete se movió. Se sintió caer. El taburete se escurrió bajo sus pies.

Molly lo vió.

—¡Cuidado, querido!

Se escurría. Y entonces, el grito de aviso se convirtió en un grito de terror. Los policías echaron a correr hacia la casa.

Miró hacia abajo, aturdido. En una mano seguía teniendo el martillo. En la otra, tenía un clavo. Con la tercera se agarraba a la puerta de rejilla.