Los vientos y los años

Eduardo Galeano

I.

“El holandés asomaba el pescuezo entre los barcos muertos. De la gorra, que había sido azul, colgaban mechones de pelo muy blanco. No me saludaba. Me miraba sin pestañear, con sus ojos transparentes inmensos en la cara escurrida. Yo me sentaba por ahí cerca, en el resto de algún casco, mientras él descuartizaba las arboladuras con serrucho, tenaza y paciencia.

El holandés se peleaba con las gaviotas. Decía que le robaban la comida. Le costó convencerse de que yo iba por puro gusto. El dique quedaba a unas diez o doce cuadras de casa y era bueno caminar calle abajo, en las tardes de sol, y encontrar el mar. A veces el holandés me dejaba ayudarlo. Yo saltaba de barco en barco al rescate de anclas tapadas de herrumbre, timones rotos y sogas que olían a brea.

Él trabajaba en silencio. En tardes de buen humor contaba historias de naufragios y motines y persecuciones de ballenas por los mares del sur.”

II.

“Cuando me invitaron a Cuba, en 1970, como jurado del concurso de Casa de las Américas, bajé a los muelles para decirle adiós.

—Yo estuve en La Habana —me dijo—. En aquella época yo era joven y tenía un traje blanco. Trabajaba en un buque carguero. Me gustó ese puerto y me quedé. Tomando el desayuno leí un aviso en el diario. Una dama francesa deseaba iniciar relación con joven instruido y de buena presencia. Me bañé, me afeité y me puse los zapatos que hacían juego con el traje. La casa quedaba cerca de la Catedral. Subí la escalera y golpeé con el bastón. Había una aldaba grande, pero yo tenía bastón. Entonces abrió la puerta. La francesa estaba completamente desnuda. Me quedé con la boca abierta. Y le pregunté: «¿Madame ou mademoiselle?».
Nos reímos.

—Hace muchos años de eso —dijo el holandés—. Y ahora yo quiero pedirle una cosa.”

III.

“No bien llegué a Cuba me fui al morro de La Habana. No pude entrar. Era zona militar. Hablé con medio mundo y no conseguí autorización.

Cuando volví a Montevideo, caminé hasta el dique y me quedé un buen rato mirando trabajar al holandés. Fumé dos o tres cigarrillos. Al pie del cerro se alzaba la llama de la refinería. El holandés no me preguntó nada. Yo le dije que en La Habana había visto, intactas, como recién grabadas en la piedra del morro, las palabras de amor que él había escrito allí, en 1920, con la punta de un clavo.”