No moriré del todo

Guadalupe Dueñas

Beatriz decidió morir. Compraría –eran sus últimos trescientos pesos- un boleto de avión y la póliza contra riesgos de viaje. Imaginó con halago la satisfacción de sus deudos: dos sobrinos y una prima lejanísima.

Lo corriente es que un cadáver solo pese y mortifique; pero esta vez, fallecer significaría una fortuna. Beatriz se felicitó de poseer un cuerpo: ¡qué desperdicio si hubiera nacido camaleón o golondrina! Meditó en la torpeza de consumirse entre las sábanas y en el egoísmo con que se escamotea una justa ganancia.

Los sobrinos besaron conmovidos a la tía cuando discutió con ellos el plan. La prima derramó una lágrima y todos muy cariñosos infundiéronle ánimo, explicando que ese tipo de muerte es rápido y sin molestias. Por lo general, estallan los motores en pleno vuelo. Si el aparato se estrella, el choque es tan eficaz que el aturdimiento impide apreciar las consecuencias; pero de cualquier manera, el mal rato no pasa de milésimos de segundo. Además, le hicieron reflexionar sobre otros puntos: que oficialmente cumplía los cincuenta; que la remotísima esperanza de matrimonio había desaparecido con el hundimiento del Doria, al poner fin a las débiles promesas del maquinista Krautzer; que padecía de un reumatismo progresivo y el negocio de botones estaba ya liquidado; que resultaría inútil el cariño frente a la importancia de los estudios de la prima y de los muchachos. Por otra parte la inversión no corría riesgo, ya que las informaciones obtenidas acerca del promedio de accidentes en la Compañía Maglioli podían considerarse exactas; en los últimos tres meses, las estadísticas arrojaban seis bajas por cada diez vuelos.

Tía, prima y sobrinos se hicieron mutuas recomendaciones en la tierna despedida. Rara vez triunfa un gesto de abnegación y un pariente recibe adioses tan calurosos.

Cuatro vuelos —sin contratiempo— esperaron los jóvenes, hasta que al fin subieron a la dama en el avión falible.

Tímida, Beatriz ocupó el tercer lugar junto a la ventanilla. El letrero luminoso le fascinó enseguida como un ojo de culebra. ¨Sujétese el cinturón¨. Ella cumplió la orden, invadida por un sentimiento de culpa. ¿Con qué derecho se ponía a salvo? ¨No fumar. Apriétese el cinturón: esta vez lo estrechó hasta ponerse anaranjada. La aeromoza acudió en su auxilio.

Un ruido de motores la hizo saltar. No, no habían despegado. Alguien colocó en sus rodillas una mesita con té y bocadillos exquisitos, para disimular el retraso diario, siempre imprevisto. La trataban igual que una visita. Estaba emocionada.

Las aspas sonaron a terremoto. El aparato se deslizó en la pista con lentitud de automóvil descompuesto. Por la ventanilla, la tía alcanzó a distinguir las manitas de sus familiares y los amorosos ojos bañados en lágrimas. Con la boca llena de pan de ciruela hizo una mueca de adiós.

El monstruo movióse velozmente hasta el final del campo. Era como si resoplaran cien hipopótamos. La señorita renovó las provisiones; ahora unos emparedados de gruyére derretido que infamemente le hacían ¨coger¨ amor a la vida.

Casi sin sentir, el avión se elevó. El último bocado de queso descendió como el de azogue en un termómetro, desde la garganta de Beatriz a los dedos del pie.

Apagaron el letrero. Los viajeros respiraron cómodos, pero ella no se atrevió a desatar el famoso cinturón que la apretaba como el de castidad.

Flotaban en un país de azúcar. ¡Maravilloso! La incansable proveedora repartía, esta vez, vinillo espléndido. La atención en la aeronave era celeste, incomparable, angélica. A nuestra heroína, con el oporto le entró una vitalidad y alegría nuevas. Le pareció haber alcanzado aquella ¨gracia¨ de que tanto hablan en Cuaresma. Se sentía pura, ingrávida… Por el cristal apareció el paisaje nacarado, las grutas marinas, las carreteras de nieve, los árboles incandescentes como el fuego de San Telmo.

Empero, un calofrío llegó a su corazón. ¡Tenía que morir! No podía fallarles.

Volaban sobre el mar, sobre un desierto azul, infinito, repentinamente oscurecido.

El aparato, al principio tan manso, dio una sacudida desconsiderada y ensayó un trote infernal. El letrero parpadeaba: ¨No fumar. Sujétese el cinturón¨. Y después el micrófono: ¨Conserven la calma. Regresamos a base¨.

Muy pálida, la aeromoza repartía chicles y bolsas de papel. ¨¿Para tronar?¨, pensó Beatriz. Eran misteriosas, sin nada adentro. Cuando la empleada pasó junto a su lugar, ella interrogó con ojos despavoridos.

—No se apure, señora, son bolsas de aire.
—¿Cuáles, éstas o las de afuera?

El micrófono enloquecedor continuaba su charla: ¨Tormenta. Aterrizaremos en una hora¨. Y luego: ¨Gasolina para cuarenta minutos ¨.

—¡Glorifica mi alma al Señor!, bramó una turista inglesa en el mejor castellano.
—Ya nos llevó la… (Eso lo dijo uno de aquí).

Beatriz comprendió que el único idioma adecuado para rezar era el español. Intentó el Viacrucis, siguió con la Salve y luego el Bendito. ¡Imposible! Se armó un lío cercano a la herejía. ¡Ay! Ninguna jaculatoria vino en su ayuda.

Pies para arriba arrancó el pájaro de hierro. Debería haber enloquecido el piloto, porque igual iban en picada como se elevaba. ¡Cien veces maldito!, exclamó Beatriz. Y olvidó su generosa promesa: hizo acopio de fuerza y, sobre bases de voluntad, comenzó a enderezar el aparato. Cuando parecía desplomarse, ella con su propio estómago lo levantaba; con los hombros lo ponía derecho; a puro soplido retiraba los rayos. En el balanceo capoteaba el movimiento con estrategia de experto. Otro desplome que casi tocaba el lomerío y: ¡para arriba, para arriba!, ¡mmk, mmk! ...Todos los músculos al servicio de los motores. Sudaba de pies a cabeza. La inflamación le llegaba hasta el ojo. El pasaje tendría que agradecérselo. Sola contra los elementos, devorando dulces, galletas, fruta, como cuando tenía siete años, ¡lista al menor desnivel del monstruo! Se tragó la bolsa de papel y ni siquiera tuvo conatos. Podía ver el fogonazo del motor; sin embargo, se desentendía, valiente. Ya en el cine había pasado los mismos trabajos: dirigía las prácticas de los aviones norteamericanos, siempre victoriosos. ¡Qué satisfacción haber manejado con tanta pericia! Llevaba más horas de vuelo que las que pudieran pagar todos los pasajeros.

De pronto, el silencio. Los motores enmudecen. El aeroplano es una cáscara. El ojo de víbora avisa que planean. Debía ser broma, porque la máquina es un papalote: tiembla como impermeable de celofán. El letrero incandescente se funde. Bajan sin fuerzas. Pero nuevamente se apodera de ella tenaz determinación. Salva escollos, árboles, cerros, piedras, hasta llegar con la dulzura de una sandalia a la pista de regreso. Los pasajeros lloran, se besan. De improviso, la conciencia le estruja la razón a Beatriz: ¡Está viva! ¡Traición! Ha hecho víctima de su estúpida maniobra a tres seres que confiaban en ella. Está de regreso con su vida inútil, incolora, simple, solitaria, inservible, sin pasado, asquerosamente buena… Una indemnización desperdiciada, nula. Todo por la absurda euforia que le hizo sentir amor por la vida. En el aire los conceptos son distintos. Desde lo alto el hombre es bueno, amable, indefenso. La tierra firme e amarga. Los seres son lobos llenos de mentira. Hay que dar a esos tigres tajadas si descanso, tiras de corazón, de salud, de vida…

Al abandonar el aparato, Beatriz advierte que no tiene a dónde ir. Mira rencorosa a los aviones. Se encamina a la sala de espera y en un rincón se le da la tarea de repasar su infortunio. Se ahoga de pena; no se atreve con la carga de su vida. Avergonzada de que su imprudencia haya frustrado las codiciadas ventajas, piensa en que tal vez consiga otro boleto; que quizás lo sobrinos puedan ayudarla y le den otra oportunidad y perdonen su regreso. Pero no, no puede enfrentarse a la desilusión de que su presencia ha de causar a esas sensibles criaturas. Y solloza con desconsuelo, mientras palpa su inflamación.