Nunca Creí que me Pasara a Mí
Irvin D. YalomSaludé a Elva en la sala de espera, y juntos recorrimos la corta distancia hasta mi consultorio. Algo había pasado. Hoy estaba diferente, su paso trabajoso, descorazonado, decaído. Las últimas semanas había vigor en su manera de caminar, pero hoy volvía a ser la mujer desamparada y fatigada que había conocido hace ocho meses. Recuerdo sus primeras palabras entonces: "Creo que necesito ayuda. La vida no merece ser vivida. Hace un año que murió mi marido, pero las cosas no mejoran. A lo mejor soy lenta para aprender".
Pero no había demostrado ser lenta para aprender. De hecho, la terapia había progresado notablemente; bien quizás había sido demasiado fácil. ¿Qué podía haber causado este retroceso?
Elva se sentó y suspiró.
-Nunca creí que me pasara a mí.
Había sido víctima de un robo. Por su descripción areció tratarse de un común y corriente arrebato de cartera. El ladrón, sin duda, la vio en un restaurante de Monterrey junto al mar y la vio pagar en efectivo la cuenta de tres amigas, todas ellas viudas de cierta edad. Debió de seguirla hasta la playa de estacionamiento, sus pasos ahogados por el rugido de las olas, allí saltó y, sin cambiar el ritmo de su paso, le arrebató el bolso y saltó a su auto.
A pesar de sus piernas hinchadas, Elva fue rápidamente de regreso al restaurante para pedir ayuda, pero ya era demasiado tarde, por supuesto. Unas pocas horas después, la policía encontró su bolso vacío colgando de un arbusto junto a un camino.
Trescientos dólares significaban mucho para ella, y por unos pocos días Elva estuvo preocupada por el dinero perdido. Esa preocupación se fue evaporando poco a poco y en su lugar quedó un residuo amargo, expresado por su frase "Nunca creí que me pasara a mí". Junto con su bolso y sus trescientos dólares se le arrebató una ilusión, la de ser especial como persona. Siempre había vivido en un círculo privilegiado, lejos de las cosas desagradables, de los inconvenientes detestables que padecen otras personas comunes, esas pululantes masas que salen en los escandalosos diarios y noticieros y a quienes siempre roban o mutilan.
El robo lo cambió todo. Había desaparecido la comodidad, la blandura de su vida: había desaparecido la seguridad. Su hogar siempre le había dado la bienvenida con sus almohadones, jardines, cobertores y mullidas alfombras. Ahora veía cerraduras, alarmas contra ladrones y teléfonos. Siempre había paseado a su perro por la mañana, a las seis. La quietud matinal ahora le parecía amenazadora. Ella y su perro se detenían para ver si había algún peligro.
Nada de esto es raro. El vas se había traumatizado y ahora padecía un estrés postraumático común y corriente. Después de un accidente o un asalto, la mayoría de la gente se siente insegura, con un reducido umbral de sobresalto, con una tendencia a exagerar la vigilancia. El paso del tiempo erosiona la memoria del incidente, y poco a poco las víctimas regresan a su anterior estado de confianza.
Sin embargo, para Elva era más que un simple asalto. Su visión del mundo se había fracturado. Antes solía decir: "Mientras una persona tenga ojos, orejas y una boca, yo puedo cultivar su amistad". Ahora ya no más. Había perdido su fe en la benevolencia, en su invulnerabilidad personal. Se sentía desnuda, común, desprotegida. El verdadero impacto de ese roba fue quebrantar la ilusión y confiar, de un modo brutal, la muerte de su marido.
Por supuesto, ella sabía que Albert había muerto y que hacía un año y medio que estaba enterrado. Había seguido la caminata ritualizada de la viuda a través del diagnóstico de cáncer, la terrible, asqueante, contemporizadora quimioterapia, el último viaje juntos a Carmel, el último paseo por el Camino Real, la cama de hospital en la casa, el funeral, el papeleo, la disminución de las invitaciones a cenar, los clubes de viudos y viudas, las largas noches solitarias. Toda la catástrofe necrótica.
Sin embargo, a pesar de todo eso, Elva retuvo la sensación de que la existencia de Albert continuaba, y por ello se sentía segura y especial. Había seguido viviendo “como si”, y como si el mundo fuera un lugar seguro, como si Alberto estuviera allí, de vuelta en el taller junto al garaje.
Les advierto que no estoy hablando de autoengaño. Racionalmente, Elva sabía que Alberto ya no estaba, pero aun así seguía con su rutina de vida cotidiana tras un velo de ilusión que aturdía su dolor y atenuaba la luz deslumbrante de la verdad. Hacía cuarenta años, Eva había hecho un contrato con la vida cuyo génesis y términos explícitos fueron gastados por el tiempo pero cuya esencia era clara: Albert cuidaría a Elva para siempre. Sobre esta premisa inconsciente, Elva había erigido todo su mundo, un mundo que se caracterizaba por la seguridad y un paternalismo benévolo.
Albert era un hombre hábil. Había trabajado como techador, mecánico de autos, factótum: sabía arreglar cualquier cosa. Si se sentía atraído por la foto de un mueble o un artefacto en u diario o revista, procedía a hacer una réplica en su taller. Como soy totalmente inútil, escuchaba los relatos de Elva con fascinación. Vivir cuarenta y un años con un hombre tan hábil da una inmensa tranquilidad. No era difícil entender por qué Elva se aferraba a la idea de que Albert aún seguía presente, que estaba en el taller cuidándola, arreglando cosas. ¿Cómo renunciar a esa creencia? ¿Por qué iba a hacerlo? El recuerdo, reforzado por cuarenta y un años de experiencia, había formado un capullo alrededor de Elva que la protegía de la realidad. Es decir, hasta que le arrebataron el bolso.
En la primera sesión con Elva, hacía ocho meses, encontré poco en ella que me moviera a quererla. Era una mujer regordeta, nada atractiva, parte gnomo, parte duende, parte sapo, y de mal genio. Me quedaba transfigurado por su plasticidad facial: guiñaba los ojos, hacía muecas; los ojos se le saltaban juntos o separados. Su frente parecía una tabla de lavar por todas las arrugas. La lengua, siempre visible, cambiaba radicalmente de tamaño a medida que salía y entraba en la boca o trazaba un círculo alrededor de los húmedos labios palpitantes, con consistencia de caucho. Recuerdo que me divertía, casi me reía fuerte cuando me imaginaba presentándola a pacientes medicados a largo plazo con tranquilizantes que habían contraído discinesia tardía (una anormalidad de la musculatura facial inducida por las drogas). A los pocos segundos los pacientes se sentían ofendidos al pensar que Elva se estaba burlado de ellos.
Sin embargo, lo que más me fastidiaba de Elva era su enojo. Se solía poner furiosa, y en nuestras primeras sesiones tenía algo maligno que decir de todos a quienes conocía exceptuando, pro supuesto, a Alberto. Aborrecía a los amigos que ya no la invitaban. Aborrecía a los que no la tranquilizaban. La incluyeran o la excluyeran para ella era igual: odiaba a todos. Odiaba a los médicos que le dijeron que Alberto no tenía salvación. Odiaba más a lo que le ofrecieron falsas esperanzas.
Esas primeras horas eran duras para mí. Durante mi juventud pasé demasiadas horas aborreciendo en secreto a la afilada y maligna lengua de mi madre. Recuerdo los juegos imaginarios que ideaba de niño, tratando de inventar la existencia de alguien a quien ella no hubiera odiado: ¿Una tía bondadosa? ¿Un abuelo que le contaba cuentos? ¿Un compañero mayor que la defendía? Pero nunca pude encontrar a nadie. Excepto, por supuesto, a mi padre, que en realidad era una parte de ella, su portavoz, su animus, su propia creación que (de acuerdo con la primera ley de la robótica de Asimov) no podía volverse contra su creadora, a pesar de las plegarias de que lo hiciera: aunque sea por una sola vez, papá, por favor, reinvéntala.
Todo o que yo podía hacer con Elva era aguantar, escucharla hasta el final, soportar la hora de alguna manera, y usar mi ingenio para encontrar algo sustentador que decirle, por lo general algún comentario insípido acercad de lo difícil que debía resultarle encerrar tanta ira. A veces, casi traviesamente, le preguntaba acerca de otros integrantes de su círculo familiar. Seguramente debía de haber alguien que le mereciera respeto. Pero no se salvaba nadie. ¿Su hijo? Ella decía que el ascensor de su hijo “no llegaba hasta el piso más alto”. Estaba “ausente” aunque estuviera allí. ¿Y su nuera? En la terminología de Elva, una PAG, una princesa americana gentil. Cuando su hijo se dirigía en el auto a su casa, le hablaba por teléfono del auto para decirle que quería la comida ya. No había problemas. Nueve minutos, según Elva, era todo el tiempo que necesitaba la PAG para prepararle la cena, para meter en el horno de microondas una bandejita de un plato gourmet para mirar televisión.
Todos tenían sobrenombres. Su nieta, “La Bella Durmiente” (susurraba las palabras y las acompañaba con un cabeceo y un cierre de ojos) tenía dos cuartos de baño, no uno. Su ama de llaves, a quien había contratado para aliviar su soledad, era “Melodías Locas”, una mujer tan tonta que trataba de esconder el hecho de que fumaba exhalando el humo por el inodoro. Su pretenciosa compañera de bridge era “Dame May Whitey” (y Dame May Whitey era una luz comparada con el resto, todos esos zombies de Alzheimer y borrachos perdidos que, según Elva, constituían la población de jugadores de bridge de San Francisco).
Pero de alguna manera, a pesar de su rencor, de la antipatía que me causaba y de la evocación del recuerdo de mi madre, logramos pasar estas sesiones. Yo escondía mi irritación, trataba de acercarme a ella, resolvía mi contratransferencia separando a mi madre de Elva, y despacio, muy despacio, empecé a apreciarla.
Creo que el punto de cambios se produjo un día cuando ella se desplomó sobre la silla con un “¡Ay! ¡Qué cansada que estoy!”. En respuesta a mis cejas levantadas, explicó que acababa de hacer dieciocho hoyos de golf con su sobrino de veintiún años. (Elva tenía sesenta, un metro y medio de estatura, y pesaba por lo menos, ochenta kilos).
-¿Cómo les fue?- le pregunté de buen agrado, para cumplir con mi parte de la conversación.
Elva se inclinó hacia adelante, llevándose la mano a la boca como para que no lo oyera otra persona en la habitación, desnudó una cantidad considerable de dientes, y dijo:
-¡Lo hice cagar!
Eso me pareció sorprendentemente cómico y me eché a reír, y me seguí riendo hasta que se me llenaron los ojos de lágrimas. A Elva le gustó mi risa. Luego me dijo que fue el primer acto espontáneo de Herr Doctor Profesor (¡mi sobrenombre!), y se rió conmigo. Después de eso nos empezamos a llevar de maravillas. Empecé a apreciar a Elva: su maravilloso sentido del humor, su inteligencia, sus chistes. Tenía una vida rica, llena de conocimientos. Nos parecíamos en muchos sentidos. Como yo, ella había dado el gran salto generacional. Mis padres llegaron a los Estados Unidos cuando tenían veintitantos años, como inmigrantes rusos indigentes. Los padres de Elva era inmigrantes irlandeses y ella había anulado la brecha entre los inquilinatos del sur de Boston y los torneos de bridge en los elegantes clubes de San Francisco.
Al comienzo de la terapia, una hora con Elva significaba trabajo duro. Yo arrastraba los pies cuando iba hasta la sala de espera para invitarla a pasar. Pero después de un par de meses todo eso cambió. Yo esperaba con ganas el tiempo que pasaríamos juntos. Nunca pasaba una sesión sin que nos riéramos. Mi secretaria decía que se daba cuenta por mi sonrisa de que ese día había visto a Elva.
Nos vimos semanalmente durante varios meses, y la terapia iba bien, como sucede por lo general cuando el terapeuta y el paciente disfrutan mutuamente. Hablábamos de su viudez, de su cambiado rol social, de su temor a estar sola, de su tristeza porque nadie la tocaba físicamente. Pero, sobre todo, hablábamos de su enojo, de cómo había ahuyentado a su familia y a sus amigos. Poco a poco ella se fue apaciguando, haciéndose más benévola. Sus cuentos sobre Melodías Locas, La Bella Durmiente, Dame May Whitney y la brigada de bridge de Alzheimer se fueron volviendo menos amargos. Se producían reconciliaciones. A medida que su enojo iba desapareciendo, amigos y miembros de la familia iban reapareciendo en su vida. Sus progresos eran tan notables que, justo antes del episodio del arrebato de su bolso yo estaba considerando traer a colación la cuestión de dar por finalizada la terapia.
Pero cuando pasó lo del robo se sentía como si todo volviera a empezar. Sobre todo, el robo puso de relieve el hecho de que era alguien común y corriente. El “Nunca creí que me pasara a mí” reflejaba su pérdida de fe de que se tratara de una persona especial. Por supuesto, seguía siendo especial en el sentido de que poseía cualidades y talentos especiales, la historia de una viuda única, y el hecho de que nadie que hubiera vivido fuera exactamente igual a ella. Este ese el lado racional. Pero todos (algunos más que otros) también tenemos un sentido irracional de lo especial que somos. Es uno de nuestros principales métodos de negar la muerte, y la parte de nuestra mente cuya tarea es apaciguar el terror a la muerte genera creencia irracional de que somos invulnerables, que las cosas desagradables, como la vejez y la muerte pueden ser el destino de los demás pero no el nuestro, que existimos más allá de la ley, más allá del destino humano y biológico.
Aunque Elva reaccionó ante el robo de un modo que parecía irracional (por ejemplo, proclamando que no era apta para vivir en la tierra, pues tenía miedo de salir de su casa), estaba claro que sufría de verdad. Su sentido de ser especial, de contar con una protección mágica, de ser una excepción, todas esas manifestaciones de autoengaño que le había sido de tanta utilidad de repente perdían toda persuasión. Ahora miraba sin el velo de ilusión, y veía el mundo ante ella como un lugar vacío y terrible.
La herida de su dolor estaba plenamente expuesta. Este es el momento -pensé- para abrirla, limpiarla, y permitirle sanar por completo.
-Sé a qué se refiere cuando dice que nunca creyó que eso pudiera pasarle a usted -le dije-. A mí también me cuesta aceptar que todas estas aflicciones -la vejez, la pérdida de un ser querido, la muerte- van a pasarme a mí.
Elva asintió, arrugando la frente como sorprendida de que yo hiciera un comentario personal sobre mí mismo.
-Usted siente que si Albert viviera, esto nunca le habría pasado. -Hice caso omiso de su petulante comentario de que si Albert viviera ella jamás habría invitado a comer a esas tres gallinas viejas. -De modo que el robo le hace ver con toda claridad que él realmente ya no está.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero yo vi que tenía el derecho, el mandato, de proseguir.
-Usted ya lo sabía, claro. Pero una parte de usted no lo sabía. Ahora se da cuenta de verdad que Alberto ha muerto. No está en el jardín. No está en su taller. No está en ninguna parte. Excepto en sus recuerdos.
Elva lloraba con ganas ahora. Su cuerpo regordete se sacudía con sus sollozos, y eso duró varios minutos. Nunca lo había hecho antes conmigo. Permanecí callado, pensando “¿Qué hago ahora?”. Pero, por suerte, mi instinto me condujo a lo que demostró ser un gambito inspirado. Mis ojos se fijaron en su bolso que le habían arrebatado.
-La mala suerte es una cosa -dije-, pero ¿no está invitando a que le asalten con un bolso tan grande como ése? -Elva, que nunca se quedaba callada, llamó mi atención a mis propios bolsillos llenos de cosas y las pilas amontonadas sobre una mesa junto a mi silla. Dijo que su bolso era “de tamaño mediano”.
-Un poco más grande -respondí- y necesitaría un carrito para equipaje para poder trasladarlo.
-Además -dijo, haciendo caso omiso de mi comentario-, necesito todo lo que hay en él.
-¡Debe estar bromeando! Muéstreme.
Entrando en el espíritu de la cosa, Elva puso el bolso sobre la mesa, abrió sus mandíbulas y empezó a vaciarlo. Los tres primeros ítems que extrajo fueron tres bolsas vacías, una de las que se usan en los restaurantes para envolver los restos de una comida que no ha completado el comensal.
-¿Necesita dos o más en caso de emergencia?- le pregunté. Elva se rió y siguió vaciando el bolso. Juntos inspeccionamos y discutimos cada objeto. Elva reconoció que tres paquetes de pañuelos de papel y doce lapiceras (más tres lápices) eran realmente superfluos, pero se mantuvo firme con respecto a dos frascos de colonia y tres cepillos para el pelo. Con un imperioso gesto desestimó mi impugnación a su linterna grande, libretones y montones de fotos.
Discutimos por todo. El paquete de cincuenta monedas de diez. Tres bolsas de caramelos (de bajas calorías, por supuesto). (Se rió cuando le pregunté si creía que, cuantos más comiera, más adelgazaría). Una bolsita de plástico de cascaras de naranja (“Usted nunca sabe Elva, cuándo serán de utilidad”.) Un montón de agujas de tejer (“Seis agujas en busca de un suéter”, pensé). Una bolsa de levadura de cerveza. La mitad de una novela de Stephen King en edición económica (Elva tiraba las páginas a medida que las iba leyendo: “No valía la pena guardarlas”, acotó). Un pequeño abrochador (¡Elva, esto es un disparate!”). Tres pares de anteojos para sol. Y, hundidas en los rincones más profundos, monedas de todos los valores, broches para papel, cortauñas, pedazo de papel de lija y una sustancia que sospechosamente parecía una pelota de pelusa.
Cuando el gran bolso por fin entregó todo su contenido, Elva y yo contemplamos, azorados, los objetos desplegados sobre la mesa. Lamentábamos que el bolso estuviera vacío y que hubiéramos agotado el proceso. Ella se volvió y sonrió, y nos miramos con ternura. Fue un momento de extraordinaria intimidad. De una manera diferente a la de ninguno de mis pacientes, me había mostrado todo. Y yo había aceptado todo y había pedido más, siguiéndola hasta los últimos resquicios, admirando de que el bolso de una mujer vieja pudiera servir comovehículo de soledad e intimidad a la vez: la soledad absoluta que es integral a la existencia y la intimidad que disipa el espanto -si no el hecho mismo- de la soledad.