El señor Weimer está tocando la puerta de mi casa. Reconozco el sonido de su puño pesado, sus golpes cautos y repetitivos. Así que dejo los platos en la pileta y miro el jardín: ahí está otra vez, toda esa ropa tirada en el pasto.
Pienso que las cosas suceden siempre en el mismo orden, incluso las más insólitas, y lo pienso como si lo hiciera en voz alta, de un modo ordenado que requiere la búsqueda de cada palabra. Cuando lavo los platos se me da bien este tipo de reflexiones, basta abrir la canilla para que las ideas inconexas finalmente se ordenen. Es apenas un lapso de iluminación; si cierro la canilla, para tomar nota, las palabras desaparecen.
Los puños del señor Weimer llaman otra vez, sus golpes son ahora más fuertes, pero él no es un hombre violento, es un pobre vecino atormentado por su mujer, uno que no sabe muy bien cómo seguir adelante con su vida, pero no por eso deja de intentarlo. Uno que, cuando perdió a su hijo y pasé por el velorio a saludar, me dio un abrazo rígido y frío, y esperó unos minutos conversando con otros invitados antes de volver y decirme casi al oído «acabo de descubrir quiénes son los chicos que vuelcan los tachos de basura. Ya no hay que preocuparse por eso». Esa clase de hombre.
Cuando la mujer tira la ropa del hijo muerto en mi jardín él golpea la puerta para recogerlo todo. Mi hijo, que en lo práctico sería el hombre de la casa, dice que esto es algo de locos, y se enfurece cada vez que los Weimer empiezan con este lío ya digamos quincenal. Hay que abrir, ayudar a recoger la ropa, darle al hombre unas palmadas en la espalda, asentir cuando dice que el tema está prácticamente solucionado, que nada de esto es demasiado terrible, y luego, unos cinco minutos después de que se haya ido, escuchar los gritos de ella. Mi hijo cree que ella grita al abrir el placar y encontrar otra vez la ropa del chico. «¿Me están jodiendo? —dice mi hijo en cada nuevo episodio—, la próxima quemo toda la ropa».
Corro el pasador y ahí está Weimer con su palma derecha apoyada en la frente, casi tapándose los ojos, esperando mi aparición para bajar el brazo con cansancio y disculparse «no quiero importunarla, pero». Abro y pasa, ya sabe cómo llegar al jardín. Hay limonada fresca en la heladera y la sirvo en dos vasos mientras él se aleja. Por la ventana de la cocina lo veo husmear el pasto y rodear los geranios, donde suelen caer las cosas. Al salir dejo que la puerta del mosquitero golpee, porque hay algo íntimo en esta recolección que no me gusta interrumpir. Me acerco despacio. Él se incorpora con un suéter en la mano. Tiene más ropa apilada en el otro brazo, eso parece ser todo.
«¿Quién podó los pinos?», pregunta. «Mi hijo», digo. «Están muy bien», asiente mirándolos. Son tres árboles enanos y mi hijo intentó una forma cilíndrica, un poco artificial pero original, hay que decirlo. «Tome una limonada», digo. Junta la ropa en un solo brazo y le doy el vaso.
El sol todavía no quema, porque es temprano. Miro de reojo el banco que tenemos un poco más allá, es de cemento y a esta hora se siente tibio, casi una panacea. «Weimer», digo, porque es más cálido que «señor Weimer». Y pienso: «hágame caso, tire esa ropa. Es lo único que quiere su mujer». Pero quizá sea él el que arroja la ropa y luego se arrepiente, y entonces sea ella la pobre mujer a quien su marido atormenta cada vez que lo ve entrar con esa ropa. Quizá ya intentaron tirar todo en una gran bolsa de consorcio, y el basurero les tocó el timbre para devolvérsela como nos pasó con la ropa vieja de mi hijo, «Señora, por qué no lo dona, si lo subo al camión esto no sirve para nadie», y ahí está la bolsa en el lavadero, hay que llevarla urgente esta semana, no sé, a algún lugar.
Weimer espera, me espera. La luz ilumina sus pocos pelos largos y blancos, la barba plateada apenas dibujada en la quijada, los ojos claros pero opacos, muy chicos para el tamaño de su cara. No digo nada, creo que el señor Weimer adivina lo que pienso. Baja un momento su mirada. Bebe más limonada atento ahora a su casa, detrás de la ligustrina que divide nuestros jardines. Busco algo útil que decir, algo que confirme que reconozco su esfuerzo y que sugiera algún tipo de solución, optimista e imprecisa. Vuelve a mirarme. Parece intuir hacia dónde va esta conversación que no hemos empezado, parece animarse a entender.
«Cuando algo no encuentra su lugar…», digo, suspendiendo las últimas letras en el aire. Weimer asiente una vez y espera. Dios santo, pienso, estamos sincronizados. Sincronizada con este hombre que diez años atrás le devolvía a mi hijo las pelotas pinchadas, que cortaba las flores de mis azaleas si cruzaban la línea imaginaria que dividía nuestros terrenos. «Cuando algo no encuentra su lugar», retomo mirando su ropa. «Dígame, por favor», dice Weimer. «No sé, pero hay que mover otras cosas».
Hay que hacer lugar, pienso, por eso me vendría tan bien que alguien se llevara la bolsa que tengo en el lavadero. «Sí», dice Weimer queriendo evidentemente decir «Continúe». Escucho la puerta de entrada, es un ruido que a Weimer no le dice nada, pero que a mí me indica que mi hijo ya está en casa, a salvo y con hambre. Doy un paso largo hacia el banco y me siento. Pienso que el cemento cálido del banco también sería una bendición para él, y hago lugar para que se sume. «Deje la ropa», le digo. Él no parece tener ningún problema con esto, mira hacia los lados buscando dónde dejarla y pienso, Weimer puede hacerlo, claro que sí. «¿Dónde?», pregunta. «Déjela sobre los cilindros», digo señalando los pequeños pinos. Weimer obedece. Deja la ropa y se sacude el césped de las manos. «Siéntese». Se sienta. Qué hago ahora con este viejo. Pero hay algo en él que me anima a seguir adelante. Algo parecido a tener las manos bajo el agua de la canilla, una calma que me permite pensar las palabras, ordenar los hechos, las cosas que suceden siempre en un mismo orden.
La expectativa de Weimer parece crecer, casi se diría que espera una instrucción. Es un poder y una responsabilidad con la que no resuelvo qué hacer. Sus ojos claros se humedecen: la confirmación final de esta sincronización insólita. Lo miro descaradamente, sin dejarle ningún espacio de intimidad, porque no puedo creer que esto esté pasando ni soporto el peso que tiene sobre mí. Senté al señor Weimer y ahora quiero decir algo que resuelva este problema. Bebo el fondo de la limonada y pienso en algún conjuro sonoro y práctico, una consigna que nos beneficie a todos como «cómprele a mi hijo cuantas pelotas le haya desinflado y todo se solucionará», «si llora sin soltar su limonada ella dejará de tirar la ropa», o «deje la ropa sobre los pinos una noche y si amanece despejado es que el problema desaparecerá»; por dios, yo misma podría tirarla a la madrugada mientras me fumo mi último cigarrillo del día. Debería mezclarla con basura para que el hombre del camión no la devuelva, eso mismo hay que hacer con la de mi hijo, urgente esta semana. Decir algo que resuelva este problema, me repito para no perder el hilo.
Dije cosas muchas veces y, ya pronunciadas, las palabras ejercieron su efecto. Retuvieron a mi hijo, alejaron a mi marido, se ordenaron divinamente en mi cabeza cada vez que lavé los platos. En mi jardín Weimer bebe el fondo de su vaso y los ojos terminan de llenársele de lágrimas, como si se tratara de algún efecto del limón, y yo pienso que quizá esté muy fuerte para él, que quizá hay un momento en que el efecto ya no depende de las palabras o en el que lo imposible es la pronunciación. «Sí», dijo Weimer hace unos largos segundos, un sí que era un «continúe», un «por favor», y ahora estamos anclados juntos, los dos vasos vacíos sobre el banco de cemento, y sobre el banco nuestros cuerpos. Entonces tengo una visión, un deseo: mi hijo abre la puerta mosquitero y camina hacia nosotros. Tiene los pies descalzos, pisan rápido, jóvenes y fuertes sobre el césped. Está indignado con nosotros, con la casa, con todo lo que sucede siempre en esta casa en un mismo orden. Su cuerpo crece hacia nosotros con una energía poderosa que Weimer y yo esperamos sin miedo, casi con ansias. Su cuerpo enorme que a veces me recuerda al de mi marido y me obliga a cerrar los ojos. Está a solo unos metros, ahora casi sobre nosotros. Pero no nos toca. Miro otra vez y mi hijo se desvía hacia los pinos enanos. Agarra la ropa furioso, junta todo en un único bollo y regresa en silencio por donde vino, su cuerpo ya lejano y pequeño, a contraluz. «Sí», dice Weimer, y suspira; y no es el primer «Sí» repitiéndose. Es un sí más abierto, casi ensoñador.