¿Pones o Pagas?
Judith GarnerEstaba sentada con mi amiga norteamericana Bambi, en nuestra cocina del sótano, cuando sonó el timbre de la puerta de calle. Como casera del edificio, inmediatamente me levanté para atender, sin dejar de maldecirme, y no por primera vez, por haber tomado ese trabajo a cambio de vivienda gratis.
Era el 30 de octubre y la señora Adams, mi patrona, miserablemente me había prohibido prender la estufa tan al principio de la estación. Pero ya por entonces el frío y la humedad prometían un invierno duro. Abrí la puerta y vi una pequeña y grotesca figura perfilada contra la niebla amarillenta.
Era una niñita de ocho o nueve años, vestida de bruja, con una larga y negra túnica de universitaria y un sobrero galés terminado en punta. No era una de las inquilinas de nuestros departamentos, pero me pareció que la había visto jugando en los jardines con su niñera y un cochecito de bebé. Tenía alguna idea de que ella era norteamericana y de que su padre tenía relación con la embajada. No era una niña bonita y tenía una muñeca de goma vieja en un cochecito deteriorado.
—¿Pones o pagas? — me preguntó.
—Pongo —contesté firmemente, pensando que realmente tenía opción.
Me miró anhelante y al notar que yo no me movía me preguntó:
—Bueno, ¿dónde está?
—¿Qué cosa?
—Mis dulces —me dijo pacientemente—. Si no pones un regalo, me la tienes que pagar.
—¡Vete ya! —le dije enojada—. ¿Qué es esto? ¿Una extorsión? ¡Ustedes, los norteamericanos, son todos rufianes de corazón!
Le cerré la puerta en su carita hostil y volví al sótano, donde Bambi estaba encendiendo otro de sus cigarrillos.
—Pones o pagas —le expliqué.
—¡Oh! —exclamó—. No sabía que ustedes tenían también esa costumbre en Inglaterra.
—No la tenemos. ¿Qué, es nortamericana?
—Sí, por supuesto. Nosotros, en Nueva York, solemos salir disfrazados y hacer esa pregunta.
—¿Y qué tipo de venganza debo esperar?
—Bueno, mi mamá nos dejaba llevar una media llena de harina. Si la golpeas contra una puerta, deja una marca adorable.
—Creo que escuché un golpe mientras bajaba —dije—, pero no sonaba como una media llena de harina, sino más bien como una patada.
—Bueno, dicen que las cosas se están volviendo difíciles ahora, en Estados Unidos, para Halloween. Que si no les das al menos un dólar, las pandillas te rompen las ventanas o te revientan los neumáticos.
Pensé que la costumbre simplemente favorecía al pandillerismo y se lo dije.
—Además, recién mañana es Halloween.
Bambi parecía descolocada por mi falta de simpatía hacia sus costumbres nacionales.
—MI Dios —dijo—. Yo estuve dando peniques para el festejo de Guy Fawkes todo el último mes. Pienso que ese festejo es tan peculiar como el nuestro. ¡Muy divertido, quemar una figura humana!
No lo podía ver así, pero me callé. Esa noche estaba enojada con Bambi: aunque era personalmente pobre, le envidiaba sus antecedentes. Además, yo siempre había deseado viajar.
Le serví otra taza de té. Entonces Ron, mi marido, vino con nosotras y jugamos al dominó por monedas hasta las once.
A la mañana siguiente me levanté a las seis, le llevé a Ron su té y encendí la caldera de agua caliente. A las siete y media fui a la planta baja a buscar la leche. El lechero justo se estaba yendo.
—Qué curiosa decoración tienen ustedes por aquí —me dijo señalando nuestra puerta principal.
Era verdaderamente extraño. Había una mano de muñeca clavada contra la puerta. Era de goma y tenía un relleno de algodón que se le salía hacia afuera. Era horrible y perversa.
—Si hubiera visto eso en Brixton o Camden Town —dijo el hombre—, ¿sabé qué habría pensado? Que alguien estaría practicando vudú. Pero ustedes no hacen esas cosas en este barrio. No en Goucester Road, no ustedes.
Saqué esa cosa sucia de la puerta y la tiré en un tacho de basura.
—Están por todos lados en el barrio —continuó—, pedacitos de muñeca clavados en las puertas
Como no era supersticiosa, simplemente me encogí de hombros y subí a repartir la leche. Luego, después de haber llevado a mi hijo a la escuela, comencé a limpiar los departamentos y los pasillos.
No asocié la muñeca mutilada con mi pequeña visitante del día anterior hasta que la señora Adams me mandó a hacer las compras y vi el torso de la muñeca que el profesor Newton estaba retirando de su puerta.
—Estremecedor, ¿eh? —le dije.
—Lo hizo esa desgraciada niña de Halloween. Pones o pagas. Hay algo perturbador en esa familia. Mi diagnóstico es que hay demasiada competencia entre hermanos. Voy a hacer una protesta formal ante los padres. O mejor, voy a escribir una carta al Times, protestando por la importación de costumbres extranjeras, esas dañinas costumbres extranjeras.
Habiendo retirado con alguna dificultad los clavos, el profesor se llevó el espantoso recuerdo con él, a su casa, mientras cerraba la puerta con un portazo indignado.
La cabeza de la muñeca había sido empalada en la cerca de la esquina. Allí estaba Lady Arthwaite, que la estudiaba con interés.
—Me pregunto qué habrá hecho esta pobre cosa para ser decapitada —me murmuró cuando pasé a su lado—. Una costumbre bien medieval, ¿no? O para ser más precisa es... bueno, no he visto una muñeca así desde antes de la guerra. La textura de la piel es mucho más real que ese plástico horrible que se usa hoy en día. Me hubiera gustado conseguir una como ésta para mi nietita.
Pero como hacía frío, no me quedé. Sin embargo, la llaneza de sus palabras puso en evidencia algo del horror del incidente. Hice las compras y le preparé el almuerzo a la señora Adams. Trabajé hasta que se hizo de noche, lo cual ocurrió temprano.
Se estaba preparando una tormenta. El cielo estaba oscuro y amenazador. Mi hijo llegó de la escuela justo a tiempo, pero igualmente le preparé una taza de chocolate caliente, por si había tomado frío. Es un niño delicado.
La lluvia cayó con fuerza justo después de las cinco. Cuando llegó media hora después, Ron estaba empapado.
—Halloween —dijo—. Necesito un trago.
Le preparé una mezcla de whisky y limonada caliente, como a él le gusta.
Se sentó acuclillado sobre la caldera recién cargada, con su bata de segunda mano.
Empecé a preparar la cena: cerdo, papas fritas y arvejas, con ensalada de fruta y crema de vainilla de postre. Comenzamos a comer. De pronto, sonó de nuevo la puerta de la calle. Rezongando, subí las escaleras.
La pequeña estaba ahí, esta vez vestida de pirata.
—¿Pones o pagas? —dijo.
Esta vez, en el cochecito estaba su pequeño hermanito.