Sólo un sueño

H. Rider Haggard

Huellas..., huellas..., las huellas de un muerto. ¡Qué espantosos me parecen mientras caen ante mí! Recorren el largo pasillo de arriba abajo, y las sigo. Caen esos pasos sobrenaturales, pit pat, y debajo de ellos se materializa esa horrenda impresión. Puedo verla crecer sobre el mármol, húmeda y escalofriante.

Piso encima de ellas, las borro con el pie, las sigo con los zapatos embarrados e intento taparlas. En vano. ¡Veo cómo se forman a pesar incluso del lodo! ¿Quoén podría borrar las huellas de un muerto?

Y de ese modo sigo avanzando. Recorro de arriba abajo el paisaje nebuloso del pasado, sigo el sonido de esos pies sin vida que deambulan inquietos, pisoteo esas huellas que no se dejan borrar. Ruge el viento feroz, voz eterna de la miseria humana; caen los pasos muertos, eco eterno de la memoria humana; pisan los pies embarrados, aplastando hasta el olvido aquello que no se puede olvidar.

Y así continúo, hasta el fin.

Vaya pensamientos para ser un hombre que se dispone a casarse, sobre todo cuando, de noche, flotan en su cerebro como nubes ominosas en un cielo de verano. La boda se celebrará mañana. Eso es incuestionable; la boda, quiero decir. Para subrayar el heho y despejar todas las dudas, ahí están los regalos, al menos algunos de ellos; son muy bonitos, ordenados en filas solemnes encima de la mesa alargada. Llama la atención que, cuando uno está a punto de participar en un enlace tan satisfactorio, decenas de amigos olvidados o insospechados se conjuran para enviar sus pequeñas muestras de aprecio. Todo fue muy diferente cuando me casé con mi primera esposa, lo recuerdo; aunque, por otra parte, aquel enlace no tuvo nada de satisfactorio. Entre nosotros sólo había amor, nada más.

Ahí están, en filas solemnes, como ya he dicho, y me inspiran hermosas ideas sobre la bondad innata de la naturaleza humana, y en especial la naturaleza humana de nuestros primos lejanos. Es posible ponerte poético pensando en una tetera de plata cuando vas a asarte mañana. ¿Cuántas mañanas habré de encontrarme con esa tetera en el futuro? Toda mi vida, lo más probable, y detrás de ella estará la jarra de leche, y la placa eléctrica siseará detrás de ambas. El codiciado azucarero estará delante, repleno, y detrás de todo ello estará mi segunda mujer.

«Cariño —me dirá—, ¿te apetece otra taza de té?». Y yo, seguramente, me tomaré otra taza.

En fin, es muy curioso fijarse en las ideas que se nos meten a veces en la cabeza. A veces, algo agita una varita mágica sobre nuestro ser, y de losr ecovecos del alma surgen y caminan tenues figuras. Aparecen en momentos inesperados para recordarnos los misterios de nuestra vida, y nuestro corazón tiembla y se estremece como un árbol partido por el rayo. A esa luz sobrecogedora, todas las cosas terrenales nos parecen lejanas, todo lo invisible se acerca, cobra forma y nos impresiona, y perdemo toda la noción de qué es verdadero y qué es falso, incapaces de trazar la línea que divide lo espiritual de la realidad. Y entonces resuenan los pasos y las huellas espectrales se niegan a dejarse borrar.

¡Bellas ideas de nuevo! ¡Y con qué insistencia me asaltan! Ya es la una y debería acostarme. La lluvia cae a cántaros en el exterior. Oigo cómo azota los cristales, en tanto los alaridos del viento se deslizan entre los altos olmos que, empapados de agua, se alzan al fondo del jardín. Sabría distinguir la voz de esos olmos en cualquier parte; la conozco tan bien como la voz de un amigo. Menuda noche; así suelen ser en esta parte de Inglaterra, en octubre. En una noche como esta falleció mi primera esposa, hace tres años de eso. Recuerdo cómo se había sentado en la cama.

«¡Ah! Qué horribles son esos olmos —me dijo—. Ojalá los cortaras, Frank. Lloran como mujeres». Le prometí que lo haría, y justo después de eso se murió, pobrecita. Los viejos olmos se yerguen aún, y me gusta su música. Resulta curioso; me sentía desconsolado, pues la quería mucho, y ella a mí con toda su vitalidad y sus fuerzas, y ahora... Ahora voy a casarme otra vez.

Las últimas palabras de mi mujer fueron: «¡Frank! ¡Frank, no te olvides de mí!». Y aquí estoy, aunque mañana vaya a casarme de nuevo, sin olvidarme de ella. Tampoco olvidaré cómo Annie Guthrie (mi actual prometida) vino a verla en vísperas de su muerte. Sé que Annie siempre había sentido cariño por mí, por así decirlo, y creo que mi querida esposa lo sospechaba. Después de despedirse de Annie por última vez con un beso y de cerrar la puerta tras ella, me dijo de pronto: «Ahí va tu futura esposa, Frank. Tendrías que haberte casado primero con ella en vez de hacerlo conmigo. Es guapa y muy buena, y tiene un sueldo de dos mil al año. Ella no se moriría nunca de una enfermedad nerviosa. —Y con una risita, añadió—: Ay, Frank, cariño Me pregunto si te acordarás de mí antes de casarte con Annie Guthrie. esté donde esté, yo sí que pensaré en ti».

Y ahora que ha llegado el momento que predijo y bien sabe Dios que he pensado muchísimo en ella, pobreita mía. ¡Ah! Esos pasos de muerto que resuenan en nuestras vidas, esas huellas de mujer en el suelo de mármol, intelebles. La mayoría de nosotros los hemos visto y las hemos oído en algún momento de nuestras vidas, y las oigo y los veo con toda claridad esta noche. Pobre y difunta esposa. Me pregunto si habrá alguna puerta en la tierra a la que has viajado, una puerta que te permita salir para mirarme a la cara esta noche. Espero que no haya ninguna. El más allá debe de ser un infierno, sin duda, sin los muertos son capaces de ver, sentir y acusar el olvido y la infidelidad de sus seres queridos. En fin, me iré a la cama y trataré de descansar. Ya no soy tan joven ni tan fuerte como antes,y los preparativos de esta boda me agotan. Ojalá lo terminase ya todo, o no hubiera empezado nunca.

Pero, ¿qué ha sido eso? El viento no, pues aquí no suena nunca de esa manera, ni tampoco la lluvia, pues de momento ha amainado. Tampoco eran los aullidos de un perro, porque no tengo ninguno. Parecía más bien el lamento de una voz femenina, aunque, por otro lado, ¿qué mujer andaría por ahí en una noche como esta, a estas horas? Ya es la una y media.

Otra vez. Un sonido espantoso que me hiela la sangre en las venas y, sin embargo, me resulta también familiar. Una mujer camina alrededor de la casa. Grita. Ahí está ahora, en la ventana, golpeándola y... ¡Por todos los santos! Me llama a mí.

—¡Frank! —chilla—. ¡Frank! ¡Frank!

Me propongo acerarme y abrir los postigos, pero no me da tiempo a llegar antes de que la mujer cambie de ventana y siga llamándome mientras la zarandea. Otra vez esos alaridos escalofriantes:

—¡Frank! ¡Frank!

Ahora la oigo en la puerta y, enloquecido por un terror incontenible, cruzo a la carrera el largo pasillo a oscuras para desatrancarla. Allí no hay nada..., nada salvo la feroz caricia del viento y el goteo de la lluvia en el pórtico, pero puedo oír esa voz ululante que rodea la casa, detrás de la masa de arbustos. Cierro la puerta y escucho con atención. Allí, ha cruzado el pequeño patio y ahora está en la puerta de atrás. Sea quien sea, se diría que conoce la casa. Corro de nuevo por el pasillo y cruzo una puerta batiente, el cuarto de los criados, hasta bajar a trompicones la escalera que da a la cocina, donde las ascuas del fuego se mantienen aún vivas en la rejilla, y proyectan algo de luz y calor en la densa penumbra.

Quienquiera que esté en la puerta golpea ahora la madera con un puño y me sorprende que, pese a la delicadeza de sus golpes, el sonido resuene ensordecedor en los confines de la cocina vacía.

Allí esaba yo, vacilante, temblando de la cabeeza a los pies. No me atrevía a abrir la puerta. Nada de lo que diga podría hacer justicia a la sensación de absoluta desolación que me atenazaba. Me sentía como si fuese el único hombre con vida que quedaba en el mundo.

—¡Frank! ¡Frank! —grita una voz con ese timbre tan familiar— Abre la puerta, por favor. Tengo muchísimo frío. Me queda poco tiempo.

Se me paró el corazón, y sin embargo mis manos se vieron impelidas a obedecer. Despacio, muy despacio, quité el pestillo y desatranqué la puerta. Al hacerlo, una poderosa ráfaga de aire me la arrebató de las manos y la abrió de par en par. Los negros nubarrones se habían abierto un poco en lo alto y entre ellos despuntaba una franja de cielo azul, purificado por la lluvia, en el que rutilaban trémulas un par de estrellas. Por un momento, solo pude distinguir ese trozo de cielo, pero divisé de forma gradual el acostumbrado perfil de los árboles que se mecían furiosos contra él, amén de la rígida línea del tejadillo del muro del jardín que se extendía tras ellos. Una hoja empujada por el viento se estrelló en mi cara. El instinto me hizo bajar la mirada a algo que no logré identificar de inmediato. Algo pequeño, húmedo y negro.

—¿Qué eres? —jadeé, pues de alguna manera presentía que no se trataba de una persona y no podía preguntarle «¿Quién eres?».
—¿No me reconoces? —aulló la voz, con ese timbre familiar y lejano—. No puedo entrar y mostrarte mi rostro. No tengo tiempo. Has tardado tanto en abrir la puerta, Frank, y hace tanto frío... ¡Oh, qué frío tan cruel! Pero fíjate, está saliendo la luna y pronto me podrás ver. Me imagino que desearás verme, igual que deseaba verte yo a ti.

Mientras la figura hablaba, o aullaba más bien, un rayo de luna atravesó el aire cargado de humedad y cayó sobre ella. Era bajita y estaba encogida, la figura de una mujer diminuta. También iba vestida de negro y llevaba la cabeza cubierta por un velo del mismo color, amortajada con él, por así decirlo, como si de un siniestro velo nupcial se tratara. Unos gruesos goterones de agua caían de ese velo y ese vestido.

Un pequeño cesto colgaba del brazo izquierdo de la figura, y su mano (una cosita lastimera, sarmentosa y muy flaca) relucía blanca a la luz de la luna. Vi una línea roja que le rodeaba el dedo anular, señal de que alguna vez se lo había ceñido un anillo de compromiso. La otra mano se extendía hacia mí en actitud suplicante.

Todo esto lo vi en un abrir y cerrar de ojos, por así decirlo, y al verlo, el horror me agarró la garganta como si fuera un ser vivo, pues la voz me resultaba familiar, al igual que la figura, aunque hacía ya muchos años que el sepulcro la había acogido. No podía hablar. No podía ni siquiera moverme.

—Oh, ¿no me reconoces todavía? —aulló la voz—. He venido de muy lejos para verte y no puedo parar. Mírame, mira.

Su lastimera mano raquítica empezó a tirar del velo negro que la amortajaba, hasta que por fin se soltó y, como en un sueño, vi lo que ya anticipaba a mi petrificada y difusa manera: el rostro pálido y los rubios cabellos descoloridos de mi difunta esposa. Incapaz de hablar ni de moverme, la observé sin apartar la mirada. No había margen de error: era ella, sí, tal y como la había visto por última vez, blanca como la muerte, con los ojos sumergidos en unas cuencas amoratadas y la barbilla aún sujeta por el barbiquejo de la sepultura. Solo que ahora tenía los ojos abiertos de par en par, la mirada clavada en mí, y un mechó de pelo sedoso se mecía con los vaivenes del viento.

—Me reconoces ahora, ¿verdad, Frank? Me ha costado mucho venir a verte. ¡He pasado muchísimo frío! Pero vas a casate mañana, Frank, y te prometí..., oh, hace ya tanto tiempo..., que me acordaría de ti cuando fueras a casarte de nuevo, dondequiera que estuviese. He cumplido mi promesa y he salido de mi lugar de descanso para traerte un regalo. ¿Fue cruel perder la vida tan joven! Demasiado joven para morir y dejarte solo, pero tenía que irme. Ten... Acéptalo, date prisa. No puedo quedarme más tiempo. No podía regalarte mi vida, Frank, así que te he traído mi muerte. ¡Tómala!

La figura me puso el cesto en la mano y, al hacerlo, la lluvia se reanudó y comenzó a eclipsar la lu de la luna.

—Debo irme, me tengo que ir —prosiguió esa voz tan familiar y espantosa con un grito de desesperación— Ay, ¿por qué has tardado tanto en abrir la puerta? Quería hablar contigo antes de que te casaras con Annie, y ahora no volveré a verte nunca... ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Te he perdido para siempre! ¡Para siempre!

A medida que las últimas notas ululantes se apagaban, el viento se abatió con la furia y el ímpetu de mil alas, me empujó al interior de la casa y cerró la puerta con gran estrépito ante mí.

Me dirigí a la cocina trastabillando, con el cesto en la mano, y lo dejé encima de la mesa. Unos rescoldos se desmoronaron en la chimenea en ese momento, y una llamarada diminuta relució sobre los platos del aparador, revelando una vela muy fija y la caja de cerillas que había a su lado. Enloquecido por las tinieblas y el miedo, tomé las cerillas, encendí una y la acerqué a la vela. Esta prendió de inmediato, y recorrí la habitación con la mirada. Todo estaba como siempre, tal y como los criados lo habían dejado; sobre la repisa de la chimenea, las agujas del reloj de cuerda desgranaban los minutos con parsimonia. Ante mis ojos dieron las dos y, aturdido, di gracias por su amigable sonido.

Me fijé en la cesta. Era blanca, de trenzas muy finas, con cintas negras y un asa de cuadros negros y blancos. La conocía de sobra. No he visto nunca otra igual. La compré hace años, en Madeira, para regalársela a mi pobre esposa. Un día de tormenta, el viento la arrojó a las aguas del canal de San Jorge. Reuerdo que estaba llena de periódicos y de libros de la biblioteca, por los que tuve que pagar. He visto infinidad de veces esa misma cesta encima de la mesa de esta misma cocina, pues mi querida esposa siempre la usaba para colocar flores en ella, y el camino más corto para llegar a esa parte del jardín en la que crecían sus rosas pasaba por la cocina. Cortaba las flores, entraba y dejaba la cesta encima de la mesa, justo donde se encuentra ahora, y después encargaba la cena.

Todo esto pasó por mi cabeza en cuestión de segundos mientras me quedaba allí plantado, con la vela en la mano, sintiéndome desfallecer y, sin embargo, con la imaginación dolorosamente animada. Empecé a preguntarme si no me habría quedado dormido y estaría sufriendo una pesadilla. Nada de eso. Ojalá se tratara de un simple mal sueño. Un ratón rompió el silencio al corretear por el aparador y bajar al suelo de un salto.

¿Qué había dentro del cesto? Temía asomarme y, sin embargo, una fuerza en mi interior me oblicaba. Me acerqué a la mesa y aguardé unos instantes, escuchando los latidos de mi corazón. Luego extendó la mano y, muy despacio, levanté la tapa del cesto.

«No podía regalarte mi vida, Frank, así que te he traído mi muerte»

Esas habían sido sus palabras. ¿Qué querría decir? ¿Qué significaba todo aquello? Si no lo averiguo, me volveré loco. Ahí estaba, fuera lo que fuese, envuelto en un paño.

¡No, que los cielos me amparen! ¡Una calavera humana, pequeña y descolorida!

¡Un sueño! ¡Tan solo un sueño junto al calor de las llamas, en definitiva, pero menudo sueño! Voy a casarme mañana.

... ¿Podré casarme mañana?