Todos los jueves

José Luis Pagés

Me pareció que alguien me llamaba desde el agua. Me incliné sobre la balaustra. Abajo el río cruzaba marrón y torrentoso.
Ella tenía los cabellos sueltos en el remanso que se forma entre las piedras. Sentí un escalofrio y cerré las solapas del sobretodo. Noche oscura, la niebla lo dilulía todo. Hice unos pasos en dirección a la escalera y me detuve un instante frente a los primeros peldaños. Una rata cruzó vertiginosa junto a mis zapatos y se quedó en un rincón escrudiñando la oscuridad con sus ojitos brillosos.



Me aparté de la costa y a poco de andar entré a un café. Sobre el mantel mugriento extendí una servilleta de papel y con la mejor caligrafía escribí: "Jueves, chica ahogada".
Dormí mal. Toda la noche el reloj del campanario con sus enormes números romanos, con sus agujas finamente delineadas, entre relámpagos y nubes de tormenta, sobrevoló mi cama. Esas nubes llevadas y traídas por el viento, a veces, semejaban una desordenada cabellera.
Muy temprano, confundido entre muchos, llegué al bulevar Galvez. Bajo los fresnos rojizos , con sus hojas abrillantadas por la humedad, esperé el paso de un canillita.
Desplegué las hojas en el colectivo y busqué ávidamente aunque más no fuera una sola línea sobre aquel suceso. Una anciana de mi barrio había sido asesinada. El criminal para consumar su bárbaro acto había utilizado una tijera. Detalles. Menor violada en el parque Belgrano. Una fuga y otros episodios menores. Confundido busqué tocar la servilleta sumergida en el bolsillo. Allí estaba.
Pocos días atrás _pensé ya en la oficina_, quizás una semana atrás yo había visto a una anciana de riguroso luto acodada en la baranda del puente. En sus manos tenía un ramo de flores. Pareceía rezar, de pronto se santiguaba y echaba esas flores al río.. Inútil asociar aquel hecho con el que horas antes había registrado prolijamente en los bordesde la servilleta.
Otra noche, imprevistamente, me encontré caminando bajo las farolas de luz amarillenta. El agua golpeaba monótona bajo mis pies. El río se removía negro, brillante y espeso hasta donde alcanzaban mis ojos. encendí un cigarrillo, pero enseguida lo eché a la corriente. Con las manos en los bolsaillos y paso rápido anduve las cuadras que me separaban de la comisaría.
"Cuando quise llegar hasta ella ya no estaba", expliqué. "El río se traga todo", meditó el policía. Después me clavó los ojos: "debió avisar en el mismo momento. El río se lleva todo. Si era un cuerpo como usted dice, hoy debe estar más allá del puerto, cerca del canal, o quizás más lejos". "De todos modos _dijo como para tranquilizarme_, acá no hay denuncia por desaparición de ninguna persona"
Redacté una nota torpe, apresurada y quedé a la espera con los ojos fijos en la pared de mi oficina; había pedido un anticipo de licencia. Concedida me puse de pie y enrrollé la bufanda en el cuello. Alguien preguntó qué pensaba hacer yo a esa altura del año. Busqué una explicación y solo puede articular dos palabras: "Tengo pesadillas". Tendí la mano a cada uno de mis compañeros y me retiré.
Pedí un café, luego una ginebra y enseguida otra más. Advertí que mis dedos se mostraban inusualmente sucios de nicotina. Aplasté el pucho en el cenicero y sin levantar los ojos atendí a los consejos del mozo. "No irá a pescar, seguramente _decía_, Todo tiene gusto a petróleo y dicen que está contaminado".
"Yo no voy a pescar _dije_, voy a caminar un poco".
"Se va a reventar los pulmones con este frío", dijo él. Hizo una pausa y agregó: "Pero si a usted le parece..." Cuando pagué advertí en sus ojos un dejo de compasión, como si estuviera mirando a un loco o a un suicida.
Subí y bajé todo el largo de la costanera, ida y vuelta, tres o cuatro noches seguidas. No sabía, ciertamente, qué buscaba en medio de la noche y cada vez regresaba a mi casa con una tenebrosa sensación de derrota.
En mis sueños un rústico carro de ruedas enormes se desplazaba ruidosamente sobre calles empedradas y el alboroto me despertaba a cada instante. También estaba ese reloj, sus campanadas y algunos seres alados y oscuros que de pronto enloquecían y golpeaban rabiosamente contra las paredes de mi cuarto.
Por la mañana solo bebía una taza de café y tras ello, casi inmediatamente, encendía un cigarrillo para quedar absorto en las evoluciones del humo gris. Los diarios no decían nada. El asesino de la vieja confesó su crimen y no se mostró arrepentido. El violador era intensamente buscado. Ahora un banco de niebla y un paso a nivel sin barrera habían causado una tragedia. Nadie moría ahogado en pleno invierno.
Se cumplía una semana de aquel encuentro a juzgar por el rápido apunte que yo conservaba en mi servilleta: "Jueves, chica ahogada" Algo me impulsaba a alejarme del río. Hice planes para llegar al centro. Repasé mi lista de amistades. Imaginé una cita con algunos de esos a los que seguramente encontraría a cualquier hora en Los Vascos, reunidos alrededor de un tablero de ajedrez.
Un taxista de piel seca y amarronada, con un ligero matíz cadavérico me condujo en un viejo Ford por algunas calles empedradas y mal iluminadas que yo había olvidado. El auto, que evidentemente tenía los elásticos vencidos se sacudía y el motor bufaba con violencia. "Por dónde vamos?", pregunté.
"Es un desvío obligado", contestó"Está toda la ciudad rota"
"Pero que es eso que se ve allá en el fondo?", pregunté un tanto sobresaltado.
"Bueno", dijo el viejo, "Parece un carro, ¿No?"
Lllegados a la esquina giramos bruscamente y la intranquilizadora imagen se perdió en un instante.
Los atajos elegidos a su capricho nos fueron acercando a las calles del centro "Esta Tienda Los Angeles, ¿No había cerrado?" El tipo aminoró la marcha y se volvió para observarme. "¿Usted no es de acá?", dijo.
En Los Vascos ya no quedaba nadie. Las persinas estaban bajas y en el umbral de mármol blanco un gato negro y lustroso miraba desfiante. Un viento silencioso empujaba hojas de periódicos amarillentas.
Un par de cuadras más adelante el reloj del campanario, apenas vislumbrado a través de la neblina indicaba que ya era un poco más de medianoche.
"Vamos a la costanera", dije de modo impensado, mostrando con esas pocas palabras un fuerte impulso que yo mismo desconocía.
"La costanera", dijo el tipo, estirando el cuello y volviendo hacia mi sus ojos amarillos. "¿A qué lugar de la costanera?"
"Al puente", dije yo.
El auto se puso nuevamente en marcha y pude adivinar que el taxista me observaba, inquieto, por el retrovisor.
El carro marchaba lentamente al paso del caballo que un hombre tiraba por la bridas. Más atrás seguía un grupo de jóvenes y algún viejo. Uno de ellos llevaba en alto un farol de kerosén que soltaba un olor penetrante, una columna espesa de humo negro, además de una luz escasa y temblorosa. En perincipio ninguno de todos ellos reparó en mí. Todos parecían hipnotizados, con los ojos obstinados queriendo atravesar la superficie para llegar al mismo lecho del río. Con indiferencia algunos perros se cruzaban y entrecruzaban entre las piernas de quienes marchaban en el cortejo.
Intenté tomar a uno de aquellos por la camisa. Quería saber. Pregunté. El tipo no contestaba, pero en seguida otro lo hizo por él. Abriéndose del grupo y mostrándome el puño, me dijo: "No se meta. Váyase. Sino tiene otra cosa que hacer... A usted, esto no le importa. Este es nuestro dolor".
Me quedé un instante en el lugar mirando como la noche se iba tragando a ese extraño conjunto que parecía extraído de una lámina del siglo pasado.
Después, era jueves y ella estaba ahí. Muy secretamente yo esperaba ver nuevamente su rostro como la primera vez, una cuarta sumergido bajo el agua, rodeado por una ondulante cabellera.
Había bajado las escaleras eludiendo el paso de las ratas, despegando de mi cara lois hilos elásticos de las telarañas , controlando la náusea que me provocaba el penetrante olor a podredumbre de la costa y miraba con insistencia hacia las piedras cuando alguien tocó mi brazo.
"Gracias", me dijo, "por distraerlos. Si usted no hubiera intervenido me habrían visto y yo no quiero volverlos a encontrar"
Yo había retrocedido instintivamente, en realidad ya había trepado varios escalones cuando sin hablar me detuve a contemplarla.
Era ella. Sus ojos, inmensos, miraban fijamente, sin parpadeos. Estaba de pie con su túnica blanca y su larga sombra negra se proyectaba sobre el murallón. Avanzó otro paso hacia mí y extendió su mano. La toqué. Era fría, casi metálica y tenía un ligero matiz plateado.
"Ellos, ¿Quiénes son ellos", pregunté.
"No tiene importancia _dijo ella_ Para mí hace muchos años, están muertos. Usted podría pasar una mano a través de sus cuerpos y no sentiría nada. Es como si hubieran perdido la sustancia. Eso no pasa con usted. Cuando ellos me buscan, me escondo. En realidad resulta aburrido pasar todo el tiempo jugando a las escondidas".
"¿Por qué andan con ese carro?, inquirí. "Oh", hizo ella con un mohín de fastidio "quieren ponerme ahí arriba para llevarme a la morgue . Después querrán velarme. Son demasiado ceremoniosos"

"Usted no va a creerme "_, dijo el taxista por centésima vez_ "yo me quedé junto al puente porque pensé, usted perdone, se me ocurrió: hay tanta gente rara que imaginé , bueno, que en fin, usted podría querer, a lo mejor se le ocurría suicidarse"
Alguien había puesto un vaso con ginebra frente a mí. En el licor cristalino se movían algunas sombras sin sentido.
"Esa loca que quería nadar con usted, era hermosa. ¿Es algo suyo? ¿Qué hacía con este frío? Tome le va a hacer bien. ¿Usted me dijo que todos los jueves está ahí? Si a mi me hubiera invitado, yo me tiro. De cabeza. ¿Me oye?".
El café estaba cerrando y cuando me puse de pie comprendí que estaba bastante borracho. El viejo me tomó por el brazo y me condujo hasta el taxi.
Acodado sobre el volante y con la cara vuelta hacia mi, envuelto en el humo de su propio cigarrillo, el hombre abría y cerraba una boca que era un arruga más entre otras tantas. Decía: " También hubo otra cosa extraña ¿Recuerda al tipo aquel que quiso agarrar del brazo? Bueno, ese, y que Dios me castigue si miento o me equivoco, era el profesor Hauchel. En mi profesión se conoce a mucha gente y hace unos treinta años atrás yo sabía llevarlo todas las tardes a la facultad de derecho. Después, un día desapareció, sin dejar rastros. No, los otros no los conozco. No los vi nunca. Pero la mujer, ¿No le importa que le diga? Esa mujer es una belleza y no entiendo por qué usted salió corriendo como un loco cuando ella lo llamaba de ese modo".
"Deme un cigarrillo", pedí.
El viejo me indicó que abriese la guantera. Bajo un atado de Particulares billaba un 38 largo. "No me gusta que nadie me tome desprevenido", dijo con una sonrisa.
Eran mis sueños, pero siempre había gente extraña. Esa vieja del puente, por ejemplo, se instaló en ellos por lo menos tres noches seguidas . Cada vez que yo iba a soñar con ella se persignaba y echaba su ramo al agua; después cubría su rostro con un chal negro y se perdía en la niebla. También estaba el cortejo que seguía a ese carro, siempre siguiendo la línea de la costa pero no pocas veces ellos se volvían y miraban hacia mi cama como si yo fuese el culpable de algún grave error.
Cuando dormía también el taxista se acercaba a mí y me ofrecía cigarrillos. Me hablaba de otros tiempos y me advertía que el reloj del campanario nunca había marcado una sola hora con precisión. "Tenga cuidado, podemos llegar tarde", me decía Ella, en cambio, solía insinuarse bajo veinte o treinta centímetros de agua. Sus ojos permanecían siempre abiertos y su sonrisa amplia permitía ver las aguzadas puntas de sus dientes.


Por ese tiempo, en realidad, yo recorría por las noches la margen oeste pero en mi camino no hacía más que tropezar con imágenes , recuerdos borrosos, ratas repulsivas y murciélagos que aleteaban junto a mi cabeza.
Una mañana me soprendió una foto que acompañaba un breve texto metido como a presión entre muchas noticias policiales: "Catedrático desaparecido estaría con vida", habían titulado. La nota refería al profesor Hauchel. Recordaba su desaparición uno años atrás y precisaba la fecha en la que había sido visto ahora. Se agregaba que el testigo ocasional no había querido decir más sobre el asunto por cuanto "Temía por su vida".
"Sí, fui yo", dijo el viejo mientras abría la puerta del Ford. "Un periodista amigo, ¿entiende? Lo de mi temor lo puso él".
Yo no agregué una palabra y me quedé plantado en esa esquina del centro con el periódico bajo el brazo. "Quería recordarle que hoy es jueves", dijo él. "Si le parece, lo busco" A esa hora del día el taxista no parecía tan viejo, ni sus ojos eran tan amarillos. En silencio acercó a mi su atado de cigarrillos. Acepté uno y él cerró la puerta del Ford. A modo de saludo se llevó la mano a la cabeza y partió después, sin agregar otra cosa.
En uno de los bolsillos de mi sobretodo conservaba viejas colillas, cajas de fósforos, boletos y billetes de lotería _más otros desperdicios_ aquella servilleta en la que, en uno de sus bordes, yo había escrito. Mi circunstancial sociedad con el taxista no estaba del todo clara y sus declaraciones a ese periodista me reultaban un tanto indiscretas. De todas maneras mi anotación había perdido sentido. Hice un bollo con el papel y lo arrojé al pavimento. También me deshice de las peluzas y cuanto objeto inservible encontré en los bolsillos.
Algo contrariado regrersé a casa. En el camino me asaltó la sensación de que a través de algunos postigos me observaban ojos ávidos que anticipadamente me hacían sospechoso principal de alguna oscura tragedia.
"Después de todo yo no maté a la vieja", me escuché decir en voz alta mientras, no sin dificultad hacía girar la llave en la cerradura.
La tarde la pasé junto a la ventana que da a la calle tomando una incalculable cantidad de tazas de café espeso y fumando con desesperación. Ahora era yo quien miraba detrás de los postigos como el aire gris del invierno se iba espesando con el paso de las horas.
El camino hacia la costa lo hicimos en silencio. Ahora era yo quien miraba a través del espejo retrovisor. A medida que pasábamos bajo los faroles de las esquinas el viejo se volvía más locuaz y su cuello se estiraba en dirección al río. El castigado Ford se ladeaba de izquierda a derecha, pero la cabeza del taxista parecía indiferente, como la aguja de una brújula, a esas flutuaciones. "Si a mi me hubiera llamado así, yo me tiro sin pensar", me había dicho. Sentía de pronto que era él el verdadero intersado en el reencuentro. Me estaba robando, en realidad ya me había robado, una historia que me pertenecía. Mis puños se apretaban en los bolsillos. Me decía ahora, entre otras muchas cosas: "No sé. No me explico cómo pudo desaprovechar esa oportunidad".En dos o tres oportunidades me acerqué a él pero la mayor del tiempo lo pasé recostado en el viejo Ford pitando cigarrillos con gusto a tabaco húmedo. Por momentos creo haberme adormecido. De pronto me parecía escuchar el traqueteo de aquel misterioso carro y tras esto la imagen de ella se sobreimprimía en la luna del reloj o flotaba indefinida entre las ramas más bajas de los árboles o era su túnica que flotaba entre los hierros retorcidos del antiguo puente destruído.
El taxista aguardaba junto a la orilla con la paciencia infinita de un veterano pescador. Toda vez que me aproximaba a él, se deshacía en gestos y además. Siempre silencioso, me urgía a que me alejara del lugar.
Pronto lo vi bajar de a uno los peldaños mientras con las manos alisaba sus escasos cabellos blancos.
Entonces una lancha de prefectura lanzó un triste gemido y su proa blanca se mostró en la bruma. Avanzó en dirección a la costa pero a poco corrigió el rumbo y volvió a perderse en la noche.
Alcancé a ver en uno de los flancos de la embarcación un marinero subía y bajaba su brazo al tiempo que tiraba de una cuerda. Buscaban a alguien en el fondo del río.
Pude ver oculto tras una columna como ella y él seguían con los ojos el paso melancólico de la embarcación. Pude ver también como ella sonreía mientras hacía con sus manos un gesto que abarcaba toda la superficie de las aguas. El, por su parte, asentía con la cabeza. Después parecieron quedar en silencio y ella apoyó su mano sobre el pecho de él. Los dedos, donde brillaba el agua, subieron por el cuello y acariciaron la mejilla del viejo. El, en tanto, rodeó con su brazo la cintura de ella. El agua lamía los pies de la pareja.
"Me habría tirado de cabeza", había dicho.
Los vi rodar en la orilla. Primero el cuerpo de ella sobre el cuerpo de él. El, después, con los ojos fuera de órbita, echando espuma por la boca y agitando los brazos. Y los dientes de ella y una pierna de él. Luego sólo un borbollón y de inmediato la cabeza del viejo y un alarido que pareció erizar la piel de la noche.
Corrí entonces hacia el auto. El 38 estaba en la guantera, pero cuando regresé la superficie siempre negra y aceitosa, se veía levemente teñida de rojo.
Sin tan siquiera apuntar comencé a disparar en cualquier sentido.
Algún tiempo más tarde me quitaban el revólver de las manos. Para mi fue como despertar. Allá abajo un policía tratataba de alcanzar con un palo uno de los zapatos del taxista que flotaba entre las las piedras.
Ya amanecía cuando advertí que me llevaban tomado por los brazos. Eché una mirada al costado: "Ahí estaba el viejo Ford con una de sus puertas abiertas y la guantera violentada. En el suelo, desperdigados, un pañuelo mugriento, un par de anteojos, una caja de balas, varios proyectiles y algunas cápsulas servidas.
Ahora, particularmente las noches de los jueves, sin nada que hacer, sobre la pared de la celda, veo desfilar aquel extraño cortejo. En el grupo, cabizbajo y pensativo, veo marchar al mismo viejo taxista. El taxi avanzaba en la niebla asomando a una y otra dimensión en cada esquina: como si en cada tramo se descorriese un nuevo telón. Pensé en golpearlo. Mi puño izquierdo pesaba con impaciencia junto a esa nuca añosa y ajada como la piel de una tortuga.Era cerca de medianoche cuando descendimos en la costanera . Hacia el medio del río sumergida y desdibujada, se me ocurrió ver la enorme luna del reloj del campanario. Lo señalé a mi compañero, pero él no quería otra cosa que ver a esa mujer. Se había metido en mi historia y yo no estaba dispuesto a hacer una sola seña que facilitase un nuevo avance suyo sobre lo que consideraba, apenas un poco, mi propio territorio.
Recuerdo ahora que las farolas brillaban mortuorias irradiando una tímida luz amarilla y temblorosa. Las aguas, abajo, corrían rumorosas.
"No es que ella esté muerta " _dije en un arranque de sinceridad y con una vehemente convicción_ "Es posible que alguna vez se haya tirado al río, pero con el tiempo debió transformarse en algo extraño". "Yo no termino de entender. Yo no le puedo explicar", agregué. El me miró, indiferente. Mis pensamientos no penetraban siquiera la capa más superfiacial de sus ocultas intenciones . Como si yo no hubiese abierto la boca él se demoraba indiferente. Abría un nuevo atado y al cabo me convidó con otro cigarrillo.
Quise golpearlo otra vez, pero era jueves. La noche era un sola y compacta masa de aire gris. Me quedé sobre el auto mientras él restregando las manos ingresaba en la neblina que flotaba sobre el río: "Déjeme hacer a mí",. fue lo último que le escuché decir. Mientras lo miraba andar, ligeramnente encorvado, pensé que ni tan siquiera concocía su nombre.