Textos de primavera Una variada selección de diecisiete cuentos y poemas, todos ellos de autoras latinoamericanas, publicados en una colección para celebrar la primavera austral del año 2023. Texto 1 El Primer Beso Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos. -Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer? -Sí, ya había besado a una mujer. 6 minutos de lectura Texto 2 Antieros Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acompañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una primera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. Poner en orden las sillas y otros objetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspera (siempre hay una víspera que «produce» una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya habrá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sacudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobijas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se corresponderá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la tensión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para economizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recámaras echar un vistazo a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puerta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el interior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de espejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con productos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de champú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de baño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar después una franela con algún lustrador, solamente para rectificar el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); quitar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cierta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobiliario; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cuidado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el polvo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pasar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cortinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. Entretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cualquier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux. Sacarse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfectamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al aire, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el espejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, abotonarla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en base para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un recipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desayuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escurriendo y chaguándolo cada vez. Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una berenjena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lupanar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística franco ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles anchos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares. Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascienden al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebolla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desaparecer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copita que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, maceración, «mijotage». El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle empieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garbanzos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la palma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin muchos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cubrir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mezclando incluso las especies y las especias por puro afán de verificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada sitio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucharas, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pantorrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la presteza de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pararse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meticulosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias. 16 minutos de lectura Texto 3 Ojos Negros Es cierto que en los viajes se conoce gente. Pero no es menos cierto que esas relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago. Todo viajero sabe que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el término del viaje. Cartas, llamados telefónicos y postales, solo demoran el inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima Clara. Antes de cumplir treinta años se había convertido en una profesional de ausencias. –No tengo imaginación para otra cosa –decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro. Era explicable, sin embargo. Cuando Clara recibió la herencia del tío Sebastián, solo conocía Mar del Plata. 12 minutos de lectura Texto 4 Irman Oliver manejaba. Yo tenía tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El parador que encontramos estaba vacío. Era un bar amplio, como todo en el campo, con las mesas llenas de migas y botellas, como si hubiera almorzado un batallón hace un momento y todavía no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llegaban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. El sacó un menú de otra mesa y leyó en voz alta las opciones que le parecieron interesantes. Un hombre apareció atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. Tenía un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del brazo. Aunque parecía el mozo, se lo veía desorientado, como si alguien lo hubiese puesto ahí repentinamente y ahora él no supiera muy bien qué debía hacer. Caminó hasta nosotros. Saludamos; él asintió. Oliver pidió las bebidas y le hizo un chiste sobre el calor, pero no logró que el tipo abriera la boca. Me dio la sensación de que si elegíamos algo sencillo le hacíamos un favor, así que le pregunté si había algún plato del día, algo fresco y rápido, y él dijo que sí y se retiró, como si algo fresco y rápido fuese una opción del menú y no hubiese nada más que decir. Regresó a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ventanas que daban al mostrador. Miré a Oliver, sonreía; yo tenía demasiada sed para reírme. Pasó un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas frías de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apareció. No traía nada, ni un vaso. Me sentí pésimo, pensé que si no tomaba algo ya mismo iba a volverme loco, ¿y qué le pasaba al tipo? ¿Cuál era la duda? Se paró junto a la mesa. Tenía gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas. Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicación, pero se interrumpió. Le pregunté qué pasaba, supongo que en un tono un poco violento. Entonces se volvió hacia la cocina, y después, esquivo, dijo: –Es que no llego a la heladera. Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor. 17 minutos de lectura Texto 5 La Factura María encontró la factura en el buzón. «Hay un error… ¡mil quinientos dólares de electricidad!… ¡Es una locura!», se dijo incrédula. Miró los muros sucios del pasillo y los botes grises con tapas naranja, que servían para tirar la basura. La escalera gastada la llevó hasta su estudio encastrado entre dos patios interiores. El rincón ocupado por la cocina se cubría de una humedad viscosa pues ella prefería no abrir la ventana por la que entraban arañas panzonas que hacían sus nidos en el patio «negro como la boca del infierno». «¿El infierno?», ya no había ni infierno ni cielo, ni recompensa, ni castigo, ni bien, ni mal, sólo había facturas urgentes que pagar. La nota que ella encontró en su buzón la acusaba de una deuda de mil quinientos dólares, suma que ella nunca había visto. ¿Cómo era posible si ella vivía en la oscuridad? Contempló las lámparas de cobre que pendían del techo y vio que sólo una bombilla no estaba fundida. Esa bombilla no alcanzaba a romper las tinieblas del estudio. Era inútil ir a hablar con el propietario, que vivía del otro lado de la puerta azul de la cocina. María había colocado allí un enorme baúl para evitar la impresión sórdida de la promiscuidad. Estaba convencida de que el señor Henry era un hombre extraño. Llevaba colocado en lo alto de la cabeza un pequeño gorro negro, que se diría hecho con un trozo de media, usaba pantuflas de fieltro y cuando la encontraba en la escalera apenas la saludaba. La presencia de su inquilina lo inquietaba. Temía que la extranjera estropeara los muros de su casa. Observaba cómo adelgazaba y vigilaba detrás de los vidrios de su ventana que daba sobre el patiecillo negro los movimientos de la intrusa. 12 minutos de lectura Texto 6 El Árbol El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa. “Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”. Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante. 23 minutos de lectura Texto 7 Un Ojo A ella le cayó mal desde que él la dejara plantada a última hora para un trabajo de grupo durante el primer año de la universidad. Estoy enfermo, dijo él por teléfono con el tono de voz neutro de quien no reclama simpatía, y ella ofreció hacerse cargo del trabajo. Esa noche, mientras ella regresaba a casa en el auto de su madre —el trabajo hecho y cuidadosamente copiado en una flash memory—, lo vio caminando por la calle de un mercado junto a una chica goth, las manos en los bolsillos y la mirada fija en algún punto en la distancia. La chica le pareció un vampiro con zancos que movía agitadamente las manos mientras hablaba; él, en cambio, se limitaba a asentir, la cabeza un poco inclinada, avanzando hacia la oscuridad de la calle. Se quedó paralizada en medio del tráfico, demasiado aturdida como para decidirse a avanzar o llamar al chico por la ventanilla del auto. Más tarde, mientras cenaba con su madre, regresó una y otra vez a la misma imagen, a la expresión atenta de él y a la chica vestida de negro, semejante a una urraca o una viuda. Sintió náuseas. Estás rara, le dijo su madre, escrutándola por encima del plato de raviolis. Algo has hecho. 15 minutos de lectura Texto 8 Una Segunda Oportunidad Volví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado ceviche de pescado. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que no. Donaldo se rio. Yo no. Entonces se le congeló la expresión y me preguntó si le estaba hablando en serio. Mi expresión lo fue convenciendo y al fin me preguntó quién era el tipo. Le dije que no lo conocía. Me preguntó si también era policía y si lo había conocido en el curso. Le dije que sí. Me preguntó cómo había pasado. Se lo conté todo. A cada rato negaba con la cabeza, parecía desconsolado. Me preguntó si me había enamorado. Cuando le dije que sí se quedó como ido. Al cabo de un rato me preguntó cómo se llamaba. Le dije que eso no tenía importancia. Entonces me miró, más bien me taladró, y repitió la pregunta en tono autoritario. Le dije que se llamaba Santiago. Me gritó Santiago qué. Le dije que no estábamos en la época de las cavernas y podíamos entendernos sin alzar la voz. Donaldo gritó más fuerte. ¡Santiago qué! Le dije que Santiago era el apellido y caí en cuenta de que ni siquiera sabía su nombre de pila. En la policía nos llamamos por el apellido y nos tratamos de usted. 8 minutos de lectura Texto 9 La Casa de Adela Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus botitas de gamuza— siempre regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres. Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, sus habitantes los señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del barrio todavía penaba con televisores blanco y negro. Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la evitaba, a pesar de su casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo. Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo más preciso sea decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas. 27 minutos de lectura Texto 11 Corazón de Pollo Quiero bajarme del tranvía, pero no me atrevo. Sé que ya estamos cerca porque comienzo a ver las barrancas llenas de piedras. Las casas del barrio de Adelfa parecen hechas de lodo y rocas. No hay vidrios en las ventanas ni tejas en los techos. Los perros que nos persiguen llevan los hocicos muy abiertos, repletos de dientes quebrados y churros de tierra. Quiero bajarme ahora, aunque me rompa la cabeza, aunque queden mis sesos embarrados sobre las vías, aunque me muera. Porque si me muero ya no tendré que guardar secretos ni cumplirle a nadie ninguna promesa. Sería libre, aunque Adelfa se volviera loca y papá muriera de la pena. Si yo saltara del tranvía y me muriera desangrada, Adelfa se jalaría de los cabellos hasta quedarse pelona, como pasó aquel día en que regresó del hospital sin su bebé. Y papá se haría viejo sin que nadie lo notara, olvidado entre fantasmas y muebles cubiertos de polvo. ¿Y qué tal si no me muero? ¿Qué tal si brinco y me golpeo, pero sólo me quedo idiota, con la cara chueca? ¿Qué tal si me encierran en el cuarto del fondo y me amarran a la silla que tiene correas, para darme toques en todo el cuerpo? Papá jura que mamá no sufría, que la manivela eléctrica servía para curarle el cerebro. Pero era Adelfa la que me apretaba contra sus pechos, la que me cantaba y me metía sus dedos en las orejas para que yo no escuchara los gritos. 7 minutos de lectura Texto 10 Los Trajes (1975) La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la Zona Universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Provenía del hamper de la ropa sucia, en la que impregnada en una camisa de don Emilio se confundía con el sicote y el grajo de los demás miembros de la familia. Don Emilio lo encontró dándole nariz a la camisa, arrodillado junto al lío de ropa y a las piernas de Filia, su madre, que sacaba chispas de jabón en un lavadero de granito a las piezas que Luigi debía irle pasando. ¿Te gusta cómo huele?, le preguntó don Emilio con una voz que transportaba el tufillo a alcantarilla que el Johnnie Walker diario deja en los estómagos de los hombres. Detrás de las piernas de su madre, por la parte inferior del lavadero, bajaba un agua gris y escamosa en la que Luigi fijó los ojos para decir que sí con la cabeza. Don Emilio lo condujo a su habitación y le mostró una serie de frascos de cristal frente a un espejo en el gavetero. Una luz que parecía melcocha rebotaba entre el cristal y el espejo, don Emilio le apretaba una tetilla. La mano en la tetilla de Luigi era inmensa y peluda, la otra buscaba entre los frascos uno, que tras soltar la tetilla abrió mordiéndose el bigote achocolatado con el labio inferior. Renata, la mujer de Emilio, le había enseñado a leer y Luigi leyó en voz alta el nombre del diseñador en la botella divisando en su fondo un dedo del preciado líquido sin saber aún de qué se trataba. Don Emilio le hizo levantar la cabecita con un dedo bajo la barbilla y roció el cuello del niño con ganas, ahora hueles a hombre, le dijo, acercando la cara grande de mejillas afeitadas para olerlo mejor. 15 minutos de lectura Texto 12 Monstruos Narcisa siempre decía hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, pero nosotras no le creíamos porque en todas las películas de terror los que daban miedo eran los muertos, los regresados, los poseídos. A Mercedes la aterrorizaban los demonios y a mí los vampiros. Hablábamos de eso todo el tiempo. De posesiones satánicas y de hombres con colmillos que se alimentan de la sangre de las niñas. Papá y mamá nos compraban muñecas y cuentos de hadas y nosotras recreábamos El exorcista con las muñecas e imaginábamos que el príncipe azul era en realidad un vampiro que despertaba a Blancanieves para convertirla en no-muerta. Por el día todo bien, éramos valientes, pero por la noche le pedíamos a Narcisa que subiera a acompañarnos. A papá no le gustaba que Narcisa —la llamaba el servicio — durmiera en nuestro cuarto, pero era inevitable: le decíamos que si no venía bajaríamos nosotras a dormir a la habitación de el servicio . Eso, por ejemplo, le daba miedo a ella. Más que el demonio y los vampiros. Y entonces Narcisa, que tendría unos catorce años, fingiendo que protestaba, que no quería dormir con nosotras, decía eso de que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Y nos parecía una estupidez porque cómo le puedes tener más miedo, por ejemplo, a Narcisa que a Reagan, la niña de El exorcista o a Don Pepe, el jardinero, que al vampiro de Salem o a Demian, el hijo del diablo, o a mi papá que al Hombre Lobo. Absurdo. Papá y mamá nunca estaban en casa, papá trabajaba y mamá jugaba naipes, por eso era posible que Mercedes y yo fuéramos todas las tardes, después del colegio, a alquilar las películas de terror del videoclub. El chico no nos decía nada. Claro que nos fijábamos que en la caja decía para mayores de dieciséis o dieciocho, pero el chico no nos decía nada. Tenía la cara llena de granos y era gordísimo, tenía un ventilador siempre apuntando a su entrepierna. La única vez que nos habló fue cuando alquilamos El resplandor . Miró la caja, nos miró a nosotras y dijo: —Aquí salen unas igualitas a ustedes. Las dos están muertas, las mató el papá. 8 minutos de lectura Texto 13 La Señal El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde. Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él. Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral. 8 minutos de lectura Texto 15 Esperando en un Café El Café para esas horas se llenaba de gente. Lo esperaba con impaciencia, nerviosa, rozando el borde circular del vaso al que me aferraba, de un lado a otro, suave e insistentemente con un dedo. Los cuadros colgados por todos lados en las paredes me distraían de tanto en tanto, y soltaban para mí mensajes hacia la otra orilla, a la mía, a mi propia dimensión. La gente entraba y salía. Pero él no llegaba. ¿Por qué se demoraba tanto? ¿Qué estaría haciendo? ¡Deseaba tanto verlo! Sé que hace un rato atrás habíamos discutido, gritado y que incluso había volado algún que otro cachetazo, adornado de algunas impulsivas palabras hirientes. Era una escena de celos o una bella y violenta composición de algún cuadro famoso. ¿Pero por qué será que cuanto más violenta surge una pasión, más bella se la ve de afuera? Es dificil llegar a entender la ambigüedad del punto de vista que hace que la desesperación de uno se pueda volver arte para los ojos de otro. Pero ahora estaba mansa y sumisa esperándole, porque ya lo extrañaba. Mientras esperaba en el café, me parecía que los cuadros se movían, los colores brillaban y emanaban fulgores como de luz, hasta sentía la brisa y el perfume de sus motivos. Una marina, un paisaje, una naturaleza muerta, parecían ventanas, no cuadros. El pintor debía de ser algún mago capaz de plasmar vida en los dibujos. ¡Pero cuánto se demoraba...! Él se veía como un sueño al que me prendía sin despertarme. Necesitaba ver sus ojos oscuros y escuchar las cálidas palabras de su boca. 6 minutos de lectura Texto 16 Solsticio La hoz liviana de la nueva luna apenas brilla en la tarde temprana. Desde el suelo verde, en reposo, miro el árbol que hacia ella tiende sus ramas y ya parece que la va a alcanzar. Oh intacta y suave frescura del bosque en este largo ocaso de verano... Lentamente crecen las quietas sombras, que en su leve abrigo toda me envuelven. 1 minutos de lectura Texto 17 Árboles Petrificados Es de noche, estoy acostada y sola. Todo pesa sobre mí como un aire muerto; las cuatro paredes me caen encima como el silencio y la soledad que me aprisionan. Llueve. Escucho la lluvia cayendo lenta y los automóviles que pasan veloces. El silbato de un vigilante suena como un grito agónico. Pasa el último camión de media noche. Media noche, también entonces era la media noche… Reposamos, la respiración se ha ido calmando y es cada vez más leve. Somos dos náufragos tirados en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse. Nada que no sea nosotros mismos importa ahora, sorprendidos por una verdad que sin saberlo conocíamos. Nos hemos buscado a tientas desde el otro lado del mundo, presintiéndonos en la soledad y el sueño. Aquí estamos. Reconociéndonos a través del cuerpo. Nos hemos quedado inmóviles, largo rato en silencio, uno al lado del otro. Tu mano vuelve a acariciarme y nuestros labios se encuentran. Una ola ardiente nos inunda, caemos nuevamente, nos hundimos en un agua profunda y nos perdemos juntos. Suspiras. Yo también. Estamos de vuelta. Ha pasado el tiempo, minutos o años, ya nada está igual. Todo se ha transformado. Se abren jardines y huertos; se abre una ciudad bajo el sol, y un templo olvidado resplandece. Afuera transcurre plácida la noche y en el viento llega un lejano rumor de campanas. No quisiera escucharlas. Suenan a ausencia y a muerte, y me ciño de nuevo a tu cuerpo como si me afianzara a la vida. La desesperanza florece en una pasión que está más allá de las palabras y las lágrimas. «Es muy tarde», dices. «Tendrás que irte…». 10 minutos de lectura
Texto 1 El Primer Beso Más que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado: celos. -Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer? -Sí, ya había besado a una mujer. 6 minutos de lectura
Texto 2 Antieros Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una escoba mojada el tapete (un balde con agua debe acompañar ese tránsito desde la recámara del fondo y por las otras recámaras hasta el final del pasillo). Recoger la basura una primera vez al terminar la primera recámara y así sucesivamente con las otras. Regresar a la primera recámara, la del fondo, y quitar el polvo de los muebles con una franela húmeda pero no mojada. Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente. Poner en orden las sillas y otros objetos que pudieran haber sido desplazados de su sitio la víspera (siempre hay una víspera que «produce» una marca que hay que subsanar). Un primer recorrido habrá permitido rescatar vasos, tazas, botellas, ropa sucia, depositados sucesivamente en la cocina y el lavadero. Pasar al segundo cuarto que ya habrá sido barrido como los otros, el pasillo, y los baños que dan a él. Repetir allí las acciones llevadas a cabo en el anterior: sacudir el polvo, airear las sábanas y cobijas, tender la cama con las sábanas bien estiradas (el pliegue es un enemigo), alisar la almohada luego de esponjarla, entrar bien las sábanas y cobijas debajo del colchón; en el ángulo de cada uno de los pies, la ropa de cama debe ser entrada en dos etapas, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda y viceversa –depende del lado en cuestión– para formar un pico que se corresponderá geométricamente con el ángulo. El estado óptimo: la tensión del lienzo debe ser como la de los bastidores del bordado. En el tercer cuarto predisponerse a tender una cama matrimonial; calcular por lo tanto los movimientos para economizar el máximo de tiempo posible. La operación de entrar la sábana de abajo y luego la segunda sábana debe hacerse, más allá de toda lógica, por separado; la astucia de plegarlas juntas produce un efecto que no deja dormir en toda la noche. La economía debe consistir, más bien, en agotar el mayor número de operaciones en un lado antes de pasar al otro. Una vez finalizada la etapa de la limpieza y arreglo de las recámaras echar un vistazo a cada una para ajustar cualquier detalle que hubiera podido ser dejado de lado; corregirlo; dejar apenas entreabiertas las persianas, la ventana entornada, las cortinas corridas. Gozar un instante, por turno, en el vano de la puerta de cada habitación, el quieto resplandor que segrega el interior en la semipenumbra. En los baños, tallar con pulidores especiales todo lo que sea mayólica y azulejos. Abrir la llave del agua caliente para lograr vapor, el mejor limpiador de espejos. Frotar y frotar hasta sacar brillo, aromatizar con productos especiales –nunca con el puro cloro, que despide olor a miseria–; reacomodar jabones, jaboneras, botellas de champú, de acondicionadores, potes de crema y cosméticos, dejando fuera de los botiquines la menor cantidad de elementos. Doblar correctamente las toallas, combinando entre la de baño y la de la cara, el color más afín. (Quien limpia no debe mirarse en el espejo.) Fregar el piso, verificar si falta papel, no dejar un solo pelo en ninguno de los artefactos del baño, ni siquiera en los peines y cepillos. Pasar luego a la sala. Recoger todo lo que esté tirado, barrer con un escobillón y pasar después una franela con algún lustrador, solamente para rectificar el encerado (tarea que debe realizarse una vez por mes en forma total y que diariamente sólo admite un retoque); quitar con un plumero el polvo de los libros y de las hojas de las plantas (éstas también requieren una limpieza profunda cada diez o más días); reubicar, ordenar, meticulosamente dar cierta armonía a la disposición de los objetos sobre los estantes, los aparadores, los trinchantes, las vitrinas y todo el mobiliario; sacudir los cortinados, darles aire para que queden renovados, con una buena caída. Dar forma a los cojines, estirar perfectamente las alfombras y las carpetas; poner un gran cuidado en regar las plantas sin desparramar agua. Quitar el polvo de los marcos de los cuadros; si hubiera una mancha sobre los vidrios rociarlos con un poquito de limpiador ad-hoc y pasar encima una gamuza seca; sacudir también los vanos de las puertas y ventanas, los alféizares, las alfarjías; con un cepillo sacar la tierra de las alforzas. Con un estropajo seco sacarle brillo al parquet. Si los cobres y platas estuvieran tristes darles una pasadita; si las caobas tuvieran la palidez de la depresión, levantarlas con un poco de lustrador. En el sillón más muelle, el de pana verde de preferencia, tenderse unos instantes con un pequeño cojín en el cuello y, desde ese lugar, entregarse a la visión de un espacio deslumbrante, con las cortinas a medio cerrar y las ventanas abiertas que dejan pasar, por entre las plantas y los linos, una brisa llena de aromas. Entretanto habráse puesto en el fuego a hervir un agua, no cualquier agua, sino la justa y necesaria para echar los huesos del puerco con algunas verduras pertinentes: cebollas de verdeo, hinojos, apio, culantro, tomillo, laurel y mejorana: esta agua hierve a olla y puerta cerrada, lejos de esa atmósfera pura de limpieza que exalta los sentidos en la sala, a mediados del día, cuando la gente se esmera en sus oficinas o se desespera en sus automóviles yendo a las citas de negocios. La brisa ondea el voile pero apenas consigue mover las cortinas, anudadas con un cordón dorado a cada lado del ventanal, en bandeaux. Sacarse los zapatos para sentir la frescura cálida del terciopelo. Llevar la mano derecha suavemente desde la pantorrilla hasta el muslo y acariciarla, confirmando que esa piel puede perfectamente competir con la pana; no subir más arriba la mano; desprenderse la blusa y dejar unos momentos los pechos al aire, erguirse y, con la mano en jarras, mirarse el perfil en el espejo del fondo de la vitrina, por entremedio de las copas de cristal. Salir de la sala y, previamente, cerrar la camisa, abotonarla y reacomodar los pliegues de la falda bajo el delantal. Entrar en la cocina, humeante por los huesos que hierven a todo vapor en la olla y cuyo destino es sólo convertirse en base para algún otro manjar. Echar el polvo detergente en un recipiente de plástico, el que se usa de costumbre, y hacer una mezcla espumosa con agua caliente; lavar los trastos del desayuno: tazas, jarritas, cucharas, cuchillos, platos, todo lo que hubiese sido retirado de la mesa y acumulado en la pileta. Pensar una vez más, como todos los días, que es una lástima no poder usar guantes de hule, aceptando, por consiguiente, el deterioro que los detergentes producen en la piel (hongos incluidos); usar las fibras que el objeto requiera: zacate, lana de aluminio o simplemente esponja. No dejar el trapito que se usa para secar la mesada colgado del mezclador de agua; no queda bien en el orden de la cocina. Limpiar las hornallas, raspar, pulir, frotar hasta dejar todo como un espejo. Sobre los azulejos, pasar un trapo con limpiador en polvo; ir acumulando la basura en un bote pequeño, que después será volcada en el mayor, debidamente protegido con una bolsa grande de plástico o con un forro de papel de diario confeccionado a esos efectos. Pasar el trapo por el piso; una y dos veces, escurriendo y chaguándolo cada vez. Ordenar, sobre todo ordenar; guardar en los armarios todo lo que esté afuera; reacomodar las cosas en el refrigerador. Saber, por ejemplo, que una berenjena, como en el viejo cuento, puede estar arrinconada en el fondo, como bola de toro de exportación; que las zanahorias pueden tener un destino fálico, arrojadas a la puerta de un lupanar y recubiertas de un opaco preservativo; que los pepinos pueden servir a la muchacha de las historias inmorales en sus ceremonias narcisistas; que el hongo más lúbrico no puede compararse con la morilla que el profesor de lingüística franco ruso le propuso a su colega franco alemana en una sesión amorosa vegetal; que las verduras y las frutas —salsifíes, nabos, mangos paraíso y petacones, semillas de mamey, chiles anchos, pasillas y mulatos, chilacayotes y chayotes, pitayas y camotes— pueden ser el contenido secreto de la valija del viajante que anda de pueblo en pueblo ofreciéndose para ciertas prácticas que responden a vicios particulares. Saber todo esto, mientras la olla echa humos que ascienden al tuérdano, aunque ese tuérdano haya sido reemplazado por una enorme campana con luces y tragaires que le chupan la conciencia a los alimentos. Después arremeter con la cebolla, la reina, picarla pertinazmente desde arriba e ir logrando los pedazos más diminutos con ese sistema que, por milagro, puede hasta hacerla desaparecer bajo la hoja del cuchillo; rehogarla en el fuego lentamente, dejando apenas que se dore. Sobre esa base construir el gran edificio, con la carne dejada en pesadumbre durante noche y día, los jitomates, los ajos quemados hasta la extenuación para extraerles toda el alma, la sustancia hecha papilla (¿por qué los ajos tienen que desaparecer? ¿por qué?), las hierbas, ajedrea predominante, y la copita que se bebe a medida que con ella y otra y otra se alimenta el cuerpo receptivo de la carne por impregnación, maceración, «mijotage». El tiempo transcurre agigantando los granos del arroz, creando espumas suplementarias en la superficie del caldo, dejándose invadir por los olores de las hierbas cada vez más despojadas de su esencia, meros tallos, escasas nervaduras que intentan sobrevivir al máximo de sí que se les exprime. Nadie, ningún extraño puede irrumpir en esta sesión en la que todo se hace por hábito pero en la que cada detalle empieza de pronto a cobrar un sentido muy peculiar, de objeto en sí, de objeto que se dota de una existencia propia, para no decir prodigiosa. El aceite cubre la superficie de los aguacates pelados, resbala por su piel y se chorrea sobre el plato; el ajo expulsado de su piel con el canto del cuchillo deja aparecer una materia larval; la sangre brota de la carne y, correlativamente, produce una segregación salival en la boca; el limón despide sus jugos apretado por los dedos; la piel de los garbanzos se desliza entre los dedos y el grano sale despedido sobre la fuente; la leche se espesa en la harina de la salsa; el huevo sale de su cáscara y deja ver su galladura; la pasta amasada en forma de cilindro se estira sobre la mesa y rueda bajo la palma de la mano; al calamar le salta, por acción de los dedos, una uña transparente de su mero centro; a la sardina le brota un pececito del vientre; la lechuga expulsa su cogollo. Volver a desabotonarse la blusa y dejar los pechos al aire y, sin muchos preámbulos, como si se frotara con alguna esencia una endivia o se sobara con algún aliño el belfo de un ternero, cubrir con un poquito de aceite los pezones erectos, rodear con la punta del índice la aureola y masajear levemente cada uno de los pechos, sin restablecer diferencias entre los reinos, mezclando incluso las especies y las especias por puro afán de verificación, porque en una de esas a los pezones no les viene bien el eneldo, pero sí la salvia. Dejar que los fuegos ardan, que las marmitas borboteen sus aguas y sus jugos y que la campana del tuérdano absorba como un torbellino los vahos. Apagar y, en el silencio, percibir con absoluta nitidez el ruido de la transformación de la materia. Rememorar que adentro, todo está listo, que no hay nada que censurar, que en cada sitio por el que pasaron las escobas y los escobillones, las jergas y los estropajos, todo ha quedado reluciente, invitando al reposo y a la quietud del mediodía; confirmarse también, y una vez más que, salvo algún proveedor a quien no hay que abrirle, nadie vendrá a interrumpir la sesión hasta casi las cuatro de la tarde. Poner, no obstante, el pestillo de seguridad en la puerta; quitarse lisa y llanamente la blusa y, después, la falda. Quedarse sólo con el delantal, mientras, con diferentes cucharas, probar una y otra vez, de una olla y la otra, los sabores, rectificándolos, dándoles más cuerpo, volviendo más denso su sentido particular. Con el mismo aceite con que se ha freído algunas de las tantas comidas que ahora bullen lentamente en sus fuegos, untarse la curva de las nalgas, las piernas, las pantorrillas, los tobillos; agacharse y ponerse de pie con la presteza de alguien acostumbrado a gimnasias domésticas. Reducir aún más los fuegos, casi hasta la extinción y, como vestal, pararse en medio de la cocina y considerar ese espacio como un anfiteatro; añorar la alcoba, el interior, el recinto cerrado, prohibidos por estar prisioneros del orden que se ha instaurado unas horas antes. Untarse todo el cuerpo con mayor meticulosidad, hendiduras de diferentes profundidades y carácter, depresiones y salientes; girar, doblarse, buscar la armonía de los movimientos, oler la oliva y el comino, el caraway y el curry, las mezclas que la piel ha terminado por absorber trastornando los sentidos y transformando en danza los pasos cada vez más cadenciosos y dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias. 16 minutos de lectura
Texto 3 Ojos Negros Es cierto que en los viajes se conoce gente. Pero no es menos cierto que esas relaciones, a veces muy intensas, pasan como un relámpago. Todo viajero sabe que una amistad nacida por azar en algún punto de su itinerario muere en el término del viaje. Cartas, llamados telefónicos y postales, solo demoran el inevitable silencio, finalmente el olvido. Nadie lo sabía mejor que mi prima Clara. Antes de cumplir treinta años se había convertido en una profesional de ausencias. –No tengo imaginación para otra cosa –decía alegremente a la familia alarmada por tanto viaje largo y caro. Era explicable, sin embargo. Cuando Clara recibió la herencia del tío Sebastián, solo conocía Mar del Plata. 12 minutos de lectura
Texto 4 Irman Oliver manejaba. Yo tenía tanta sed que empezaba a sentirme mareado. El parador que encontramos estaba vacío. Era un bar amplio, como todo en el campo, con las mesas llenas de migas y botellas, como si hubiera almorzado un batallón hace un momento y todavía no hubieran hecho tiempo a limpiar. Elegimos un lugar junto a la ventana, cerca de un ventilador encendido del que no llegaban noticias. Necesitaba tomar algo con urgencia, se lo dije a Oliver. El sacó un menú de otra mesa y leyó en voz alta las opciones que le parecieron interesantes. Un hombre apareció atrás de la cortina de plástico. Era muy petiso. Tenía un delantal atado a la cintura y un trapo rejilla oscuro de mugre le colgaba del brazo. Aunque parecía el mozo, se lo veía desorientado, como si alguien lo hubiese puesto ahí repentinamente y ahora él no supiera muy bien qué debía hacer. Caminó hasta nosotros. Saludamos; él asintió. Oliver pidió las bebidas y le hizo un chiste sobre el calor, pero no logró que el tipo abriera la boca. Me dio la sensación de que si elegíamos algo sencillo le hacíamos un favor, así que le pregunté si había algún plato del día, algo fresco y rápido, y él dijo que sí y se retiró, como si algo fresco y rápido fuese una opción del menú y no hubiese nada más que decir. Regresó a la cocina y vimos su cabeza aparecer y desaparecer en las ventanas que daban al mostrador. Miré a Oliver, sonreía; yo tenía demasiada sed para reírme. Pasó un rato, mucho más tiempo del que lleva elegir dos botellas frías de cualquier cosa y traerlas hasta la mesa, y al fin otra vez el hombre apareció. No traía nada, ni un vaso. Me sentí pésimo, pensé que si no tomaba algo ya mismo iba a volverme loco, ¿y qué le pasaba al tipo? ¿Cuál era la duda? Se paró junto a la mesa. Tenía gotas en la frente y aureolas en la remera, bajo las axilas. Hizo un gesto con la mano, confuso, como si fuera a dar alguna explicación, pero se interrumpió. Le pregunté qué pasaba, supongo que en un tono un poco violento. Entonces se volvió hacia la cocina, y después, esquivo, dijo: –Es que no llego a la heladera. Miré a Oliver. Oliver no pudo contener la risa y eso me puso de peor humor. 17 minutos de lectura
Texto 5 La Factura María encontró la factura en el buzón. «Hay un error… ¡mil quinientos dólares de electricidad!… ¡Es una locura!», se dijo incrédula. Miró los muros sucios del pasillo y los botes grises con tapas naranja, que servían para tirar la basura. La escalera gastada la llevó hasta su estudio encastrado entre dos patios interiores. El rincón ocupado por la cocina se cubría de una humedad viscosa pues ella prefería no abrir la ventana por la que entraban arañas panzonas que hacían sus nidos en el patio «negro como la boca del infierno». «¿El infierno?», ya no había ni infierno ni cielo, ni recompensa, ni castigo, ni bien, ni mal, sólo había facturas urgentes que pagar. La nota que ella encontró en su buzón la acusaba de una deuda de mil quinientos dólares, suma que ella nunca había visto. ¿Cómo era posible si ella vivía en la oscuridad? Contempló las lámparas de cobre que pendían del techo y vio que sólo una bombilla no estaba fundida. Esa bombilla no alcanzaba a romper las tinieblas del estudio. Era inútil ir a hablar con el propietario, que vivía del otro lado de la puerta azul de la cocina. María había colocado allí un enorme baúl para evitar la impresión sórdida de la promiscuidad. Estaba convencida de que el señor Henry era un hombre extraño. Llevaba colocado en lo alto de la cabeza un pequeño gorro negro, que se diría hecho con un trozo de media, usaba pantuflas de fieltro y cuando la encontraba en la escalera apenas la saludaba. La presencia de su inquilina lo inquietaba. Temía que la extranjera estropeara los muros de su casa. Observaba cómo adelgazaba y vigilaba detrás de los vidrios de su ventana que daba sobre el patiecillo negro los movimientos de la intrusa. 12 minutos de lectura
Texto 6 El Árbol El pianista se sienta, tose por prejuicio y se concentra un instante. Las luces en racimo que alumbran la sala declinan lentamente hasta detenerse en un resplandor mortecino de brasa, al tiempo que una frase musical comienza a subir en el silencio, a desenvolverse, clara, estrecha y juiciosamente caprichosa. “Mozart, tal vez” —piensa Brígida. Como de costumbre se ha olvidado de pedir el programa. “Mozart, tal vez, o Scarlatti…” ¡Sabía tan poca música! Y no era porque no tuviese oído ni afición. De niña fue ella quien reclamó lecciones de piano; nadie necesitó imponérselas, como a sus hermanas. Sus hermanas, sin embargo, tocaban ahora correctamente y descifraban a primera vista, en tanto que ella… Ella había abandonado los estudios al año de iniciarlos. La razón de su inconsecuencia era tan sencilla como vergonzosa: jamás había conseguido aprender la llave de Fa, jamás. “No comprendo, no me alcanza la memoria más que para la llave de Sol”. ¡La indignación de su padre! “¡A cualquiera le doy esta carga de un infeliz viudo con varias hijas que educar! ¡Pobre Carmen! Seguramente habría sufrido por Brígida. Es retardada esta criatura”. Brígida era la menor de seis niñas, todas diferentes de carácter. Cuando el padre llegaba por fin a su sexta hija, lo hacía tan perplejo y agotado por las cinco primeras que prefería simplificarse el día declarándola retardada. “No voy a luchar más, es inútil. Déjenla. Si no quiere estudiar, que no estudie. Si le gusta pasarse en la cocina, oyendo cuentos de ánimas, allá ella. Si le gustan las muñecas a los dieciséis años, que juegue”. Y Brígida había conservado sus muñecas y permanecido totalmente ignorante. 23 minutos de lectura
Texto 7 Un Ojo A ella le cayó mal desde que él la dejara plantada a última hora para un trabajo de grupo durante el primer año de la universidad. Estoy enfermo, dijo él por teléfono con el tono de voz neutro de quien no reclama simpatía, y ella ofreció hacerse cargo del trabajo. Esa noche, mientras ella regresaba a casa en el auto de su madre —el trabajo hecho y cuidadosamente copiado en una flash memory—, lo vio caminando por la calle de un mercado junto a una chica goth, las manos en los bolsillos y la mirada fija en algún punto en la distancia. La chica le pareció un vampiro con zancos que movía agitadamente las manos mientras hablaba; él, en cambio, se limitaba a asentir, la cabeza un poco inclinada, avanzando hacia la oscuridad de la calle. Se quedó paralizada en medio del tráfico, demasiado aturdida como para decidirse a avanzar o llamar al chico por la ventanilla del auto. Más tarde, mientras cenaba con su madre, regresó una y otra vez a la misma imagen, a la expresión atenta de él y a la chica vestida de negro, semejante a una urraca o una viuda. Sintió náuseas. Estás rara, le dijo su madre, escrutándola por encima del plato de raviolis. Algo has hecho. 15 minutos de lectura
Texto 8 Una Segunda Oportunidad Volví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado ceviche de pescado. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que no. Donaldo se rio. Yo no. Entonces se le congeló la expresión y me preguntó si le estaba hablando en serio. Mi expresión lo fue convenciendo y al fin me preguntó quién era el tipo. Le dije que no lo conocía. Me preguntó si también era policía y si lo había conocido en el curso. Le dije que sí. Me preguntó cómo había pasado. Se lo conté todo. A cada rato negaba con la cabeza, parecía desconsolado. Me preguntó si me había enamorado. Cuando le dije que sí se quedó como ido. Al cabo de un rato me preguntó cómo se llamaba. Le dije que eso no tenía importancia. Entonces me miró, más bien me taladró, y repitió la pregunta en tono autoritario. Le dije que se llamaba Santiago. Me gritó Santiago qué. Le dije que no estábamos en la época de las cavernas y podíamos entendernos sin alzar la voz. Donaldo gritó más fuerte. ¡Santiago qué! Le dije que Santiago era el apellido y caí en cuenta de que ni siquiera sabía su nombre de pila. En la policía nos llamamos por el apellido y nos tratamos de usted. 8 minutos de lectura
Texto 9 La Casa de Adela Todos los días pienso en Adela. Y si durante el día no aparece su recuerdo —las pecas, los dientes amarillos, el pelo rubio demasiado fino, el muñón en el hombro, sus botitas de gamuza— siempre regresa de noche, en sueños. Los sueños de Adela son todos distintos, pero nunca falta la lluvia ni faltamos mi hermano y yo, los dos parados frente a la casa abandonada, con nuestros pilotos amarillos, mirando a los policías en el jardín que hablan en voz baja con nuestros padres. Nos hicimos amigos porque ella era una princesa de suburbio, mimada de su enorme chalet inglés insertado en nuestro barrio gris de Lanús, tan diferente que parecía un castillo, sus habitantes los señores y nosotros los siervos en nuestras casas cuadradas de cemento con jardines raquíticos. Nos hicimos amigos porque ella tenía los mejores juguetes importados. Y porque organizaba las mejores fiestas de cumpleaños cada 3 de enero, poco antes de Reyes y poco después de Año Nuevo, al lado de la pileta, con el agua que, bajo el sol de la siesta, parecía plateada, hecha de papel de regalo. Y porque tenía un proyector y usaba las paredes blancas del living para ver películas mientras el resto del barrio todavía penaba con televisores blanco y negro. Era fácil hacerse amigo de Adela, porque la mayoría de los chicos del barrio la evitaba, a pesar de su casa, sus juguetes, su pileta y sus películas. Era por el brazo. Adela tenía un solo brazo. A lo mejor lo más preciso sea decir que le faltaba un brazo. El izquierdo. Por suerte no era zurda. Le faltaba desde el hombro; tenía ahí una pequeña protuberancia de carne que se movía, con un retazo de músculo, pero no servía para nada. Los padres de Adela decían que era un defecto de nacimiento. Muchos otros chicos le tenían miedo, o asco. Se reían de ella, le decían monstruita, adefesio, bicho incompleto; decían que la iban a contratar de un circo, que seguro estaba su foto en los libros de medicina. A ella no le importaba. Ni siquiera quería usar un brazo ortopédico. Le gustaba ser observada y nunca ocultaba el muñón. Si veía la repulsión en los ojos de alguien, era capaz de refregarle el muñón por la cara o de sentarse muy cerca y rozar el brazo del otro con su apéndice inútil, hasta humillarlo, hasta dejarlo al borde las lágrimas. 27 minutos de lectura
Texto 11 Corazón de Pollo Quiero bajarme del tranvía, pero no me atrevo. Sé que ya estamos cerca porque comienzo a ver las barrancas llenas de piedras. Las casas del barrio de Adelfa parecen hechas de lodo y rocas. No hay vidrios en las ventanas ni tejas en los techos. Los perros que nos persiguen llevan los hocicos muy abiertos, repletos de dientes quebrados y churros de tierra. Quiero bajarme ahora, aunque me rompa la cabeza, aunque queden mis sesos embarrados sobre las vías, aunque me muera. Porque si me muero ya no tendré que guardar secretos ni cumplirle a nadie ninguna promesa. Sería libre, aunque Adelfa se volviera loca y papá muriera de la pena. Si yo saltara del tranvía y me muriera desangrada, Adelfa se jalaría de los cabellos hasta quedarse pelona, como pasó aquel día en que regresó del hospital sin su bebé. Y papá se haría viejo sin que nadie lo notara, olvidado entre fantasmas y muebles cubiertos de polvo. ¿Y qué tal si no me muero? ¿Qué tal si brinco y me golpeo, pero sólo me quedo idiota, con la cara chueca? ¿Qué tal si me encierran en el cuarto del fondo y me amarran a la silla que tiene correas, para darme toques en todo el cuerpo? Papá jura que mamá no sufría, que la manivela eléctrica servía para curarle el cerebro. Pero era Adelfa la que me apretaba contra sus pechos, la que me cantaba y me metía sus dedos en las orejas para que yo no escuchara los gritos. 7 minutos de lectura
Texto 10 Los Trajes (1975) La fragancia aquella vez era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en la casa de la Zona Universitaria en la que su mamá lavaba ropa dos veces por semana. Provenía del hamper de la ropa sucia, en la que impregnada en una camisa de don Emilio se confundía con el sicote y el grajo de los demás miembros de la familia. Don Emilio lo encontró dándole nariz a la camisa, arrodillado junto al lío de ropa y a las piernas de Filia, su madre, que sacaba chispas de jabón en un lavadero de granito a las piezas que Luigi debía irle pasando. ¿Te gusta cómo huele?, le preguntó don Emilio con una voz que transportaba el tufillo a alcantarilla que el Johnnie Walker diario deja en los estómagos de los hombres. Detrás de las piernas de su madre, por la parte inferior del lavadero, bajaba un agua gris y escamosa en la que Luigi fijó los ojos para decir que sí con la cabeza. Don Emilio lo condujo a su habitación y le mostró una serie de frascos de cristal frente a un espejo en el gavetero. Una luz que parecía melcocha rebotaba entre el cristal y el espejo, don Emilio le apretaba una tetilla. La mano en la tetilla de Luigi era inmensa y peluda, la otra buscaba entre los frascos uno, que tras soltar la tetilla abrió mordiéndose el bigote achocolatado con el labio inferior. Renata, la mujer de Emilio, le había enseñado a leer y Luigi leyó en voz alta el nombre del diseñador en la botella divisando en su fondo un dedo del preciado líquido sin saber aún de qué se trataba. Don Emilio le hizo levantar la cabecita con un dedo bajo la barbilla y roció el cuello del niño con ganas, ahora hueles a hombre, le dijo, acercando la cara grande de mejillas afeitadas para olerlo mejor. 15 minutos de lectura
Texto 12 Monstruos Narcisa siempre decía hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos, pero nosotras no le creíamos porque en todas las películas de terror los que daban miedo eran los muertos, los regresados, los poseídos. A Mercedes la aterrorizaban los demonios y a mí los vampiros. Hablábamos de eso todo el tiempo. De posesiones satánicas y de hombres con colmillos que se alimentan de la sangre de las niñas. Papá y mamá nos compraban muñecas y cuentos de hadas y nosotras recreábamos El exorcista con las muñecas e imaginábamos que el príncipe azul era en realidad un vampiro que despertaba a Blancanieves para convertirla en no-muerta. Por el día todo bien, éramos valientes, pero por la noche le pedíamos a Narcisa que subiera a acompañarnos. A papá no le gustaba que Narcisa —la llamaba el servicio — durmiera en nuestro cuarto, pero era inevitable: le decíamos que si no venía bajaríamos nosotras a dormir a la habitación de el servicio . Eso, por ejemplo, le daba miedo a ella. Más que el demonio y los vampiros. Y entonces Narcisa, que tendría unos catorce años, fingiendo que protestaba, que no quería dormir con nosotras, decía eso de que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Y nos parecía una estupidez porque cómo le puedes tener más miedo, por ejemplo, a Narcisa que a Reagan, la niña de El exorcista o a Don Pepe, el jardinero, que al vampiro de Salem o a Demian, el hijo del diablo, o a mi papá que al Hombre Lobo. Absurdo. Papá y mamá nunca estaban en casa, papá trabajaba y mamá jugaba naipes, por eso era posible que Mercedes y yo fuéramos todas las tardes, después del colegio, a alquilar las películas de terror del videoclub. El chico no nos decía nada. Claro que nos fijábamos que en la caja decía para mayores de dieciséis o dieciocho, pero el chico no nos decía nada. Tenía la cara llena de granos y era gordísimo, tenía un ventilador siempre apuntando a su entrepierna. La única vez que nos habló fue cuando alquilamos El resplandor . Miró la caja, nos miró a nosotras y dijo: —Aquí salen unas igualitas a ustedes. Las dos están muertas, las mató el papá. 8 minutos de lectura
Texto 13 La Señal El sol denso, inmóvil, imponía su presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba el anuncio de una muerte suspensa, ardiente, sin podredumbre pero también sin ternura. Eran las tres de la tarde. Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración. Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza contra él. Llegó a la placita y se sentó debajo del gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento. Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor del árbol se quedó mirando la catedral. 8 minutos de lectura
Texto 15 Esperando en un Café El Café para esas horas se llenaba de gente. Lo esperaba con impaciencia, nerviosa, rozando el borde circular del vaso al que me aferraba, de un lado a otro, suave e insistentemente con un dedo. Los cuadros colgados por todos lados en las paredes me distraían de tanto en tanto, y soltaban para mí mensajes hacia la otra orilla, a la mía, a mi propia dimensión. La gente entraba y salía. Pero él no llegaba. ¿Por qué se demoraba tanto? ¿Qué estaría haciendo? ¡Deseaba tanto verlo! Sé que hace un rato atrás habíamos discutido, gritado y que incluso había volado algún que otro cachetazo, adornado de algunas impulsivas palabras hirientes. Era una escena de celos o una bella y violenta composición de algún cuadro famoso. ¿Pero por qué será que cuanto más violenta surge una pasión, más bella se la ve de afuera? Es dificil llegar a entender la ambigüedad del punto de vista que hace que la desesperación de uno se pueda volver arte para los ojos de otro. Pero ahora estaba mansa y sumisa esperándole, porque ya lo extrañaba. Mientras esperaba en el café, me parecía que los cuadros se movían, los colores brillaban y emanaban fulgores como de luz, hasta sentía la brisa y el perfume de sus motivos. Una marina, un paisaje, una naturaleza muerta, parecían ventanas, no cuadros. El pintor debía de ser algún mago capaz de plasmar vida en los dibujos. ¡Pero cuánto se demoraba...! Él se veía como un sueño al que me prendía sin despertarme. Necesitaba ver sus ojos oscuros y escuchar las cálidas palabras de su boca. 6 minutos de lectura
Texto 16 Solsticio La hoz liviana de la nueva luna apenas brilla en la tarde temprana. Desde el suelo verde, en reposo, miro el árbol que hacia ella tiende sus ramas y ya parece que la va a alcanzar. Oh intacta y suave frescura del bosque en este largo ocaso de verano... Lentamente crecen las quietas sombras, que en su leve abrigo toda me envuelven. 1 minutos de lectura
Texto 17 Árboles Petrificados Es de noche, estoy acostada y sola. Todo pesa sobre mí como un aire muerto; las cuatro paredes me caen encima como el silencio y la soledad que me aprisionan. Llueve. Escucho la lluvia cayendo lenta y los automóviles que pasan veloces. El silbato de un vigilante suena como un grito agónico. Pasa el último camión de media noche. Media noche, también entonces era la media noche… Reposamos, la respiración se ha ido calmando y es cada vez más leve. Somos dos náufragos tirados en la misma playa, con tanta prisa o ninguna como el que sabe que tiene la eternidad para mirarse. Nada que no sea nosotros mismos importa ahora, sorprendidos por una verdad que sin saberlo conocíamos. Nos hemos buscado a tientas desde el otro lado del mundo, presintiéndonos en la soledad y el sueño. Aquí estamos. Reconociéndonos a través del cuerpo. Nos hemos quedado inmóviles, largo rato en silencio, uno al lado del otro. Tu mano vuelve a acariciarme y nuestros labios se encuentran. Una ola ardiente nos inunda, caemos nuevamente, nos hundimos en un agua profunda y nos perdemos juntos. Suspiras. Yo también. Estamos de vuelta. Ha pasado el tiempo, minutos o años, ya nada está igual. Todo se ha transformado. Se abren jardines y huertos; se abre una ciudad bajo el sol, y un templo olvidado resplandece. Afuera transcurre plácida la noche y en el viento llega un lejano rumor de campanas. No quisiera escucharlas. Suenan a ausencia y a muerte, y me ciño de nuevo a tu cuerpo como si me afianzara a la vida. La desesperanza florece en una pasión que está más allá de las palabras y las lágrimas. «Es muy tarde», dices. «Tendrás que irte…». 10 minutos de lectura