Autopista al espacio

Juan Ruocco

I.

A fines del Siglo XXII la Humanidad estaba al borde la extinción, pero no todos los bordes son iguales: hay algunos más angostos y otros, como este, más anchos. El aumento de la temperatura del planeta hería de muerte el fino equilibrio que hacía posible la vida, y todos los intentos para revertir esta situación fracasaron. Ninguno de los métodos puestos en práctica funcionó y la ciencia terminó por declararse incompetente.

Los líderes mundiales llegaron a la conclusión de que había que abandonar el planeta. Para poner en marcha la evacuación se reunieron en un congreso y buscar una solución unificada al destino del homo sapiens. Aún en esta situación extrema no alcanzaron el consenso. Este fracaso se convirtió en el acta de defunción del parlamentarismo. Apenas lograron hacer un informe lleno de afirmaciones categóricas para, en el final, concluir que la evacuación sería responsabilidad de cada país. El comité científico de las Naciones Unidas concluyó que la Tierra sería inhabitable en cinco años.

En Argentina se discutieron durante meses diferentes proyectos pero se optó por uno particular elegido por mayoría absoluta en inapelables condiciones democráticas. La propuesta para salvar a los argentinos de la extinción era construir una autopista al espacio. La idea era simple: una plataforma de hormigón orgánico, de proporciones titánicas, que corriera perpendicular a la superficie de la Tierra. La estructura llegaría al borde de la mesósfera. Un sistema magnético mantendría los autos aferrados a la misma hasta el último tramo donde los autos remontarían vuelo hacia el espacio. Cada vehículo, construido con estrictas especificaciones, daría el salto final con su motor de propulsión. Según sus defensores, se trataba de un sistema sencillo y fiable.

II.

La realidad era algo más compleja. El plan se sustentaba en que cada persona o familia se hiciera cargo del costo de su salida. Así como los líderes mundiales se habían lavado las manos, los líderes locales hicieron lo propio. Cada auto, fabricado con una norma estándar, tendría un imán de polaridad inversa al de la autopista. De esta manera el vehículo quedaría sujeto a la misma durante todo el trayecto. Para el salto definitivo contaría con su propio motor de propulsión. Si cada persona o familia pagaba su auto, la dirigencia del país se aseguraba dos cosas: por un lado, no tener que encargarse de evacuar sesenta millones de personas; por el otro, el dinero necesario para la obra y, para la fabricación de los vehículos haría que el último resto de riqueza disponible en el país pasase, como de costumbre, a manos de la clase dirigente. Pronto llegaron las acusaciones de irregularidades en el proyecto. Era sugestivo que el presidente de la Nación tuviera lazos familiares con la empresa que ganó la licitación para construir la autopista, y con los dueños de las terminales automotrices.

La construcción de la autopista espacial se demoró. Aunque los funcionarios no dejaban de repetir que era prioridad absoluta, el proyecto tardó casi cuatro años hasta su conclusión, lo que dejaba apenas un año para la evacuación total. En un país con doscientos millones de personas, el cálculo indicaba que debían salir al menos tres personas por auto a razón de nueve mil autos por hora, veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Aquellos que no lograsen salir quedarían a merced de su suerte, expuestos a la extinción.

El otro problema que enfrentó el proyecto era que los autos estandarizados terminaron por ser demasiado costosos para la mayoría de la población, y al gobierno no le quedó más alternativa que la de permitir que se adaptara el parque automotor existente. Los autos comunes podían ser modificados y reconvertidos, pero para ello, era necesario conseguir la autorización del gobierno. Un aluvión de autos usados entraron en proceso de reconversión. Las oficinas estatales fueron rebasadas de solicitudes. La burocracia estatal, una vez más, no estuvo a la altura de las circunstancias. Conseguir la autorización era casi tan difícil como salir del planeta.

Dos meses después de la inauguración de la autopista, el gobierno publicó las primeras cifras oficiales. De los autos modificados, solo la mitad lograba una salida exitosa al espacio. Los números eran espantosos. La posibilidad de salir vivo del planeta, para la gran mayoría de la población, era como tirar una moneda al aire. La autopista se convirtió en una lotería. Olas de protestas estallaron en todo el país contra una dirigencia ausente. Refugiados en una colonia espacial en Marte creada por un multimillonario americano, la élite del país declaró el Estado de Sitio y tercerizó la seguridad en una fuerza robótica. Represión en serie y automatizada. La gente bautizó a los robots ‘cabeza de lata’. La violación de la ley era penada con la muerte; con los cabeza de lata como policías, jueces y verdugos.

III.

Mario llegó temprano como siempre, y como siempre se sentó en el desvencijado banco pegado a la pared en frente de los lockers. Se sacó la ropa y quedó en calzoncillos. Abrió su locker y retiró el traje de goma. Todas las putas mañanas lo mismo, pensó. Se puso el traje, se ajustó la máscara y salió del vestuario. Probó el sistema de filtro. Todo en su lugar. Funcionaba bien.

Caminó por el largo pasillo, apoyó su identificación en la puerta y salió al andén. En la pantalla que ocupaba el total de la pared del andén miró el reloj: faltaba menos de un minuto para que llegue el próximo tren. La cuenta regresiva cambió por la publicidad del programa más visto del país. La diva anunciaba que en el streaming de esa noche regalaría un auto completo. Mario no le dio importancia: odiaba los programas en vivo.

Llegó el tren y subió. Tiró la cabeza hacia atrás y trató de descansar los últimos cinco minutos antes de empezar con su rutina diaria. En sueños se imaginó manejando un auto de lujo por la autopista. Estaba toda la familia, los chicos y la Negra junto a él. Como siempre, pensó.

El frenazo del tren era la inconfundible señal que daba comienzo a la esclavitud diaria. Mario bajó del tren y, por el final del andén, llegó al camino de cemento que lo dejaba en la cabina de control. Apoyó la identificación en la cerradura electrónica y entró. En la cabina encendió el cronómetro, ingresó la contraseña y abrió la escotilla del piso. Más allá de las promesas de la gerencia que insistía en que la máscara filtraba los gases tóxicos y los olores, Mario pudo sentir el olor a basura, un dejo ácido que no se iba con nada. Después de un par de años de trabajar ahí lo sentía siempre, pero los neuro antropólogos de la oficina de Recursos Humanos sostenían que se trataba de un efecto “imaginario”, es decir, que el olor no estaba ahí, sino que era un subproducto de la mente que, acostumbrada al entorno, debía “completar” la información sensorial y visual. A Mario le caían muy mal las explicaciones de los burócratas.

Bajó por la escalera y cerró la escotilla. Encendió la linterna de la máscara y bajó un poco más hasta que el agua podrida le tocó los pies, era la señal de que el fondo estaba cerca. Dió un salto y quedó con el agua por la cintura. En temporadas donde el agua estaba más baja era más fácil trabajar; otras veces, en cambio, el agua le llegaba a los hombros y era todo un problema. Había que ponerse un arnés, trabajar atado a las fijaciones de acero y, algunas veces, usar equipos de oxígeno. Por suerte eran las menos.

Esta mañana estaba todo trabado. La basura, acumulada en la reja del final de la alcantarilla, había formado un dique. Los desechos de la ciudad se negaban a partir. Aunque la gente los veía por última vez al tirarlos por el inodoro, o en la calle, el camino que debían recorrer hasta su tratamiento final era largo. Las cloacas de Buenos Aires habían sido adaptadas, en parte, a finales del siglo XXI: se había construído un nuevo sistema para soportar la sobrepoblación generada por el crecimiento demográfico de la ciudad. Mario se acercó al dique artificial y empezó a desarmarlo. Todo lo que debía hacer era pasar la basura por las rejas para dejar que fluya la corriente. Si había algo muy grande, que no pasaba, debía cortarlo con la sierra. El de Mario, era uno de los pocos trabajos que se resistía a la automatización, ya que los robots se rompían al poco tiempo. Y además eran muy caros.

Mario había visto pasar cantidades de objetos que nunca hubiera imaginado. La gente tiraba de todo. Lo peor que había visto era el cadáver de un recién nacido. Entonces había tenido que salir, llamar al gerente, hacer la denuncia y esperar que la policía fuera a constatar. Los compañeros le decían que era un boludo, que para qué tanto quilombo y perder un día de laburo. Lo hubiese cortado con la sierra y chau.

Mario pensó que cuando un humano pasa mucho tiempo rodeado de basura, empieza a mimetizarse.

IV.

Al día siguiente la rutina cambió. Era su turno para tramitar el permiso que habilitaba a transformar el auto para salir del planeta. El suyo, una pequeña máquina de Rube Goldberg. Debía pasar de una cosa a la otra, de la otra a la otra y a otra más. Después del papel necesitaba autopartes, un mecánico, el segundo motor. Sin el trámite no se podía hacer mucho. Es decir, uno podía modificar el auto por su cuenta y hasta falsificar los certificados y los números de serie de las partes, pero el primer peaje de la autopista era un filtro impenetrable, y sólo accedían los que tenían un certificado oficial. Cualquier intento de violar la normativa se sancionaba con una ejecución in situ. Los cabeza de lata no dudaban, no negociaban, no recibían coimas. Al que quería hacerse el vivo, lo boleteaban.

En una oficina saturada de cabezas de lata, Mario mostró su número, se sentó y debió esperar seis horas hasta ser atendido. Tardaron apenas cinco minutos en rechazarle el permiso y sin contener más la rabia que sentía, Mario escupió toda la violencia acumulada durante años:

—La concha de tu madre hijo de puta, dame el permiso o te rompo toda la cara la puta que te parió— le gritó a un empleado público que lo miraba atónito.

Ni bien terminó de largar el insulto sintió el fierrazo que un cabeza de lata le enterraba en la nuca. Era como si alguien hubiese apagado la tele. Todo negro. Horas después, despertó en el sillón de su casa sin recordar cómo había llegado allí. La Negra lo miraba con una mezcla de tristeza y compasión. La tele, tan grande como la pared, iluminaba el ambiente.

—¿Te parece, Mario...?
—Perdón... Es que no aguanté más, Adriana, no me pude aguantar...
—Lo último que me quedaba lo puse en la fianza, Mario, no nos queda un mango partido al medio.

La Negra, sin decir nada más, se fue a la cocina. Mario se levantó del sillón y abrió la puerta del patio. Salió de la casa y miró el cielo. A lo lejos llegaba a verse la silueta de la autopista. Con las manos en la cintura, se quedó mirando el horizonte. El sol de la tarde bañaba todo con una luz anaranjada. Volvió a entrar y salió a la calle. Estacionado en la puerta su Ford Laser X2 edición limitada modelo ciento ochenta y nueve, la única carta que tenía para sacar a su familia del planeta. Y el auto era un cuatro de copas. Mario volvió a entrar y cambió de canal. Sin querer pasó por el programa de la diva, el más visto del país. Recordó la publicidad del día anterior. Esa noche se sorteaba un auto completo, de alta gama. La televisión, como siempre, era la última esperanza de los pobres. Adriana volvió de la cocina con una asadera y un tuper con relleno de empanadas, y se sentó a la mesa a cerrar el repulgue de varias.

—Llamá, viejo.
—No jodas, Adriana, si yo nunca gano nada, no tengo suerte.
—Dale, llamá.
—No quiero.

José, el hijo más chico, se puso el casco de realidad virtual y marcó.

—Llamo yo —dijo.

Adriana y Mario lo miraron. José marcó. Esperó, esperó y esperó.

Alguien atendió.

V.

La familia había pasado el primer control. Luego de que el robot escaneara el código grabado en el parabrisas se levantó la barrera. Todo en orden. Mario miró al drone que los seguía. A cambio de recibir el premio, una cámara filmaría todo el viaje y lo transmitiría en vivo, para todo el país, en el prime time.

—En mi época le pagábamos a un tipo— le dijo Mario a su hijo, que lo miraba de reojo mientras jugaba con su teléfono, y se sentía el tipo más famoso del momento. Los chicos fascinados miraban por el teléfono la transmisión de su propio viaje.

Entonces llegó la parte más emocionante. El momento de la transición entre la autopista plana y la vertical. Mario encendió el sistema de imanes y aceleró. El auto pasó de estar paralelo a la Tierra a perpendicular. El motor rugía y comenzaba el ascenso. Todos quedaron inclinados para atrás. Era una sensación rara, pero al rato pudieron acostumbrarse.

El auto avanzaba lento por la autopista repleta. Pocos respetaban el límite de velocidad. Al principio se habían colocado sistemas de control, pero la cantidad de infracciones los volvía obsoletos. Cada vez que debían parar un auto por exceso de velocidad se generaba un retraso que disminuía la cantidad de autos evacuados por hora. Las autoridades prefirieron dejar todo librado a la selección natural.

— Pa, quiero hacer pis. — Dijo José.
— Bueno, esperá un poco que en un rato paramos.
— Tengo muchas ganas...

Mario se había comprado una chomba celeste y una bermuda marrón clarito. Tenía en la cabeza los lentes de sol y un suéter al hombro por sugerencia de Adriana. Los últimos ahorros de la familia habían sido usados para vestirse bien, no se iban a permitir que todo el país los viera mal vestidos. A unos cuantos metros vio un cartel: Atalaya BIS.

Mario decidió parar ahí. Era el único lugar para comer en todo el viaje y debían aprovechar para ir al baño. El parador estaba a un costado de la autopista, en una plataforma con sentido de orientación normal. Había un gran estacionamiento para abastecer la demanda, pero aún así había quedado chico. Al no encontrar dónde estacionar, Mario dejó el auto en doble fila trabando la salida de otro auto.

— ¿Te parece dejarlo acá?— preguntó Adriana con cara de preocupada.
— No pasa nada, Negrita— dijo Mario con una confianza inusual.

Desde que habían ganado el auto Mario ya no era el mismo. Creía que la suerte le había cambiado y se comportaba en consecuencia.

Atalaya BIS era una perfecta réplica de la confitería original de la Ruta 2, que unía Buenos Aires con Mar del Plata, y estaba hecha a medida para disparar la nostalgia de los nuevos emigrantes. En el lugar abarrotado, buscaron una mesa, que encontraron bien al fondo, en una esquina del local. Se sentaron y la moza se les acercó.

— Buen día, señor.
— Buen día, te pido dos cafés y...

La moza lo interrumpió:

— Disculpe, señor, pero esta mesa está reservada.
— No te puedo creer. Pero hacemos rápido...
— No importa, señor, está reservada, por favor le pido que pase por las cajas express.

Mario, conteniendo la bronca, se levantó y fue con la familia a la caja. Mientras hacían el pedido, Mario le guiñó un ojo a la simpática joven que atendía, pero ella se hizo la distraída y le entregó el pedido sin más.

Adriana alcanzó a verlo y no lo podía creer. Tomaban el café con medialunas adentro del auto con las puertas abiertas hasta que un tipo grandote se acercó a Mario para decirle que lo había estado buscando como media hora por todo el local. Era el dueño del auto al que Mario le obstruía la salida. Si bien él intentó disculparse, el tipo estaba muy enojado y antes de que pudiera terminar de explicarse recibió una trompada en pleno rostro.

Adriana se puso a gritar. Mario, con el ojo morado, corrió el auto, por lo que el grandote pudo salir. Al rato cuando volvieron a la autopista, toda la familia estaba en silencio.

— Cambia la cara, Adriana.
—¿Que cambie la cara? Mirá como tenés el ojo...
— No es nada...
— ¿No es nada? Vos siempre igual, siempre queriendo zafar. — Pará, encima que me pegan la culpa es mía.
— Yo te dije Mario que no pusieras el auto ahí, pero vos fuiste y lo pusiste igual. Y encima tengo que bancarme que le tires onda a una pendeja.

Con eso Mario se ruborizó, pero no dijo nada. Ahora los dos tenían cara de enojados. Siguieron así un rato hasta que sintieron un fuerte ruido: se había pinchado la goma de adelante del lado del conductor. En estos casos el protocolo estipulaba que el auto debería dirigirse a la salida más próxima y llamar al auxilio. Adriana sacó su teléfono y llamó.

Mario llevó el auto hasta la plataforma más cercana y el servicio de reparación robótico tardó un buen rato en llegar. Él, mientras, fumó un cigarrillo y Adriana miraba a las estrellas.

— Se ven más grandes— le dijo a Mario.
— Yo las veo igual.

Adriana lo miró fijo con una mezcla de desprecio y compasión. A veces no sabía cómo era que había llegado a la situación de formar familia con semejante energúmeno. El auxilio robótico cambió la goma y se fue. Subieron al auto y siguieron camino.

— Me meo pa... — dijo Ernesto, el otro hijo.
—¿Pero sos boludo? Recién acabamos de parar...
—No tenía ganas...
— No lo puedo creer, la verdad es que no lo puedo creer...

Mario volvió a parar en la última plataforma disponible. Estaba desierta. Fueron hasta los baños, le dejaron un billete al tipo que los limpiaba y se acercaron al mingitorio. Ernesto se puso a jugar con el chorro de pis y las bolitas de naftalina; Mario terminó primero y se quedó en la puerta contemplando el paisaje mientras respiraba sus últimas bocanadas de aire terrestre. El último olor que sintió fue el del meo concentrado.

Volvieron al auto, del que nadie podía bajar ya que la entrada en la estratósfera obligaba a presurizar la cabina. Mario apretó el botón del sistema de presurización y de los paneles internos del auto salieron varias máscaras de oxígeno. Todos se las pusieron. José miró por la ventana: a esta altura podía apreciarse la curvatura de la Tierra.

Mario tomó la mano de Adriana.

— No te enojes, Adri, sabes que te amo...
— No te queda otra —dijo ella con una sonrisa.

En ese preciso momento Mario se percató de que estaban muy por encima de las nubes, habían parado tantas veces que no se había tomado un segundo para mirar tranquilo a su alrededor. El sol, sin nada que se le interponga en el medio, era el amo y señor del cielo y la luna, más grande que nunca, acompañaba al astro. Mario se sintió, al menos por un rato, un privilegiado. Más allá de todos los contratiempos, y de las veces que había sufrido por no poder darle un futuro a su la familia, ahora sí que estaba encaminado. Tenía toda la situación bajo control, los chicos tranquilos en el fondo, la Negra al lado suyo con una leve sonrisa. Ese mínimo lapso de tranquilidad, le dió la paz necesaria para imaginarse la vida afuera del planeta, y sentir el éxito en la punta de los dedos.

Mario se concentró en el camino. Uno de los autos que venía detrás explotó, reventó por el aire. Los autos de más atrás esquivaron las esquirlas como pudieron, y varios pedazos de metal quedaron pegados al suelo de la autopista por el efecto de los imanes. Los robots pasaban a toda velocidad para sacar los restos y así evitar más accidentes.

Los chicos se asustaron tanto que el más chico se largó a llorar. Adriana intentó calmarlo, aunque estaba tan asustada como ellos.

Un cartel indicó el inicio del último tramo de la autopista, por lo que debían preparase para el salto al espacio. Mario apretó otro botón que inició la secuencia y los asientos se fijaron en la posición adecuada. Puso las turbinas al máximo y los número del cuentakilómetros pasaban a la velocidad de una máquina del casino. Una voz grabada le indicaba qué hacer en cada paso. El auto alcanzó los 39.600 kilómetros por hora y la fuerza de gravedad parecía que iba a aplastarles el pecho. Cuando alcanzaron el suficiente empuje para vencer la gravedad terrestre, Mario apretó el último botón, se levantó el sistema de ruedas y el auto salió de la autopista.

Mario había imaginado una transición suave pero el auto no dejaba de temblar y temblar. Por el espejo retrovisor, lo único que veía era la estela de combustible quemado que dejaba el auto en su trayectoria. La autopista se hacía cada vez más chica, mientras que la luna se agrandaba cada vez más. Como si fuera a caerles encima.

De pronto una llama cubrió parte del vidrio delantero y en el tablero se prendieron varias luces rojas: había una fisura en la turbina principal. Perdían combustible, primero poco, después a chorros. La llama aumentó y los chicos gritaron. Adriana se largó a llorar. Lo último que escuchó Mario fue una explosión, y en pocos instantes el auto se desintegró.

La tragedia se vio en vivo en todas las casas del país: con la familia de Mario Gómez se murió también la esperanza de millones de argentinos, condenados a morir en pleno éxodo o intentar sobrevivir en un territorio inhabitable.