Quiero bajarme del tranvía, pero no me atrevo. Sé que ya estamos cerca porque comienzo a ver las barrancas llenas de piedras. Las casas del barrio de Adelfa parecen hechas de lodo y rocas. No hay vidrios en las ventanas ni tejas en los techos. Los perros que nos persiguen llevan los hocicos muy abiertos, repletos de dientes quebrados y churros de tierra.
Quiero bajarme ahora, aunque me rompa la cabeza, aunque queden mis sesos embarrados sobre las vías, aunque me muera. Porque si me muero ya no tendré que guardar secretos ni cumplirle a nadie ninguna promesa. Sería libre, aunque Adelfa se volviera loca y papá muriera de la pena. Si yo saltara del tranvía y me muriera desangrada, Adelfa se jalaría de los cabellos hasta quedarse pelona, como pasó aquel día en que regresó del hospital sin su bebé. Y papá se haría viejo sin que nadie lo notara, olvidado entre fantasmas y muebles cubiertos de polvo.
¿Y qué tal si no me muero? ¿Qué tal si brinco y me golpeo, pero sólo me quedo idiota, con la cara chueca? ¿Qué tal si me encierran en el cuarto del fondo y me amarran a la silla que tiene correas, para darme toques en todo el cuerpo? Papá jura que mamá no sufría, que la manivela eléctrica servía para curarle el cerebro. Pero era Adelfa la que me apretaba contra sus pechos, la que me cantaba y me metía sus dedos en las orejas para que yo no escuchara los gritos.
Quiero que Adelfa suelte mi mano para poder secar la palma con el pañuelo. Me escurre el sudor por los cachetes, por la frente, desde la línea del pelo hasta la barbilla. Si tan sólo mis pechos no se agitaran, tan odiosos y pesados, por debajo del corpiño; si mis muslos y mi vientre pudieran adelgazarse hasta hacerse planos, rectos, las curvas invisibles. Si no tuviera que usar las medias que me acaloran tanto y que delinean asquerosamente el contorno de mis tobillos. Adelfa estruja mis dedos, acerca su sonrisa a mi nuca. Cree que el chofer ha estado mirándome las piernas todo este tiempo. Sonrío, pero siento un vacío en la garganta, como si el aire se me estuviera escapando por un hueco.
Adelfa conoce tan bien mis nervios que sabe que si aflojara el apretón por un solo segundo me escaparía, me arrojaría por la puerta trasera del tranvía sin demasiado miramiento. Sus manos ásperas acarician mi barbilla, me llama princesa, niña bonita. Dice que todo estará bien, que pronto llegaremos a su barrio, que no nos costará trabajo dar con ese indio que adivina los sueños.
Tengo ganas de esconder mi cabeza en su falda, de meter mi cara en su vientre, como en las noches en que los fantasmas me destejen las hebras del sueño con sus quejidos, y tengo que arrastrarme hasta la cama de Adelfa para dejar de temblar. Papá dice que son los maullidos de los gatos, que se meten al sótano a hacer sus porquerías, pero Adelfa y yo sabemos que la causa de tan espantosos chillidos no es ningún felino ni cualquier otro animal terrestre. Hemos puesto trampas y veneno en todas partes, sin que jamás hubiéramos atrapado ninguna alimaña. Adelfa dice que los gritos provienen de las ánimas del purgatorio que Dios nos manda para hacernos pagar por nuestras faltas. Así que las dos rezamos en voz alta, todas las noches, pidiendo perdón y clemencia a la Virgen, al Cristo, a Dios Padre, a San Martín de Porres, a San Judas, a San Ramón Nonato. Les rezamos arrodilladas frente a la credencia donde hemos pegado las estampas, pero el escándalo satánico no cesa. Dice Adelfa que nuestros pecados son tan graves que no bastarían ni tres mil novenas para atravesar las nubes y llegar a los oídos de los santos, allá en el cielo.
Adelfa siempre es buena conmigo. Deja que me meta debajo de sus sábanas y me envuelva por completo con sus brazos, como si fueran una cobija. Su piel huele a pan caliente con mantequilla, a caramelo sobre fruta rancia. Adelfa acaricia mis cabellos formando círculos con sus uñas, espirales que de pronto se deshacen en hormigas que, traviesas, se pierden dentro de mis axilas o debajo de mi ombligo, haciendo que suspire o que me parta en cosquillas, que olvide la mordida del pavor sobre mi boca o el terrible peso del secreto.
El chofer del tranvía hace sonar la campana, pero aún no detiene la marcha ni sube a más pasajeros. Adelfa y yo seguimos solas. Miro su cuerpo encorvado, su rostro duro, como una máscara forjada en acero, y me entran deseos de besarla, pero sé que ella no lo permitiría. Al menos no hasta que habláramos con el brujo, el que dicen que tiene poderes diabólicos para hacer cumplir los deseos.
Quiero saltar del tranvía porque no quiero contarle a nadie más mi secreto. Ni a Adelfa, ni a papá, ni al médico de mi madre, ni al indio que mira dentro de las almas para adivinar los ensueños. Adelfa estruja mi mano, sonríe, me mira con ojos serenos. Su hermoso cabello escapa del gorro en rulos dorados. Quisiera ser varón para atraparla del cuello, para devorar sus labios y hundir mis dedos en su carne, la más secreta. Para enterrarme en ella y reponerle al hijito aquel que se le ahogó en una espadañada de sangre.
El tranvía se detiene. Adelfa suelta mi mano. El candilazo alumbra sus cejas. Aunque los aullidos acaben para siempre con mi sueño, vendería mi alma al mismísimo demonio con tal de estar con ella.