El caballero etílico

Juan Ruocco

I.

La fama de ebrio es un tema complicado con el que lidiar en comunidades como la de Villa Madariaga, y Rodrigo Diaz tenía esa lamentable reputación. Sin embargo, era el último caballero que quedaba en el pueblo. Aún así, su mala fama era más conocida que su gallardía: si alguien pagaba a Diaz un encargo por adelantado, ese dinero era de inmediato cambiado por alguna bebida alcohólica. El truco, decían los que lo conocían bien, era pagarle el trabajo una vez realizado. Por lo demás, los pueblerinos le habían puesto un mote burlón: “Sir Rocis”.

II.
Tras haber pasado un largo tiempo inactivo, el temido dragón Martorell volvió a atacar la estancia de Demetrio Bullrich, amo y señor de Villa Madariaga. El bisabuelo paterno de Demetrio, Alfonso Bullrich, que había poblado la zona, supo ser el responsable de la riqueza y la prosperidad familiar y fue quien de una sola vez galvanizó la fortuna de la familia para las generaciones venideras, al alambrar cuarenta mil hectáreas.

La gran amenaza a aquella riqueza era que dentro de su campo, y sin que Alfonso lo notara, había una cueva habitada desde tiempos inmemoriales por el dragón Martorell. El astuto reptil azotaba la planicie desde hacía siglos. Alfonso al principio buscó deshacerse del problema con el apoyo de las autoridades del gobierno central, pero no obtuvo respuesta, de modo que todo cuanto había quedado dentro del alambre, incluso el dragón, le pertenecía.

Muchos fueron los intentos de Alfonso de exterminar al dragón, pero era un animal astuto: los atacantes que no morían calcinados, caían rendidos bajo el influjo de su lengua viperina. Con estos dos recursos el dragón supo repeler todos y cada uno de los intentos de Alfonso por expulsarlo de sus tierras.

Así, el propio Alfonso llegó a la conclusión de que no quedaba más alternativa que la de llegar a alguna clase de acuerdo con el dragón. Gracias a la diplomacia que aplicó Alfonso, el dragón y la familia Bullrich resolvieron que el animal cesaría sus ataques a cambio de una cantidad fija de ovejas que debían ser dejadas frente a su cueva el primer día de cada año. Poco antes de morir, Alfonso informó a su descendencia que el único deber indeclinable de la familia era cumplir el pacto con la bestia, porque de otro modo toda la estancia y el pueblo entero quedarían a merced del volátil humor del reptil Martorell. Así fue como Demetrio heredó aquella misión . Los últimos años habían sido para Demetrio bastante duros. Las condiciones climáticas y la caída del precio de la lana azotaban al comercio de la hacienda. La ganadería bovina ya no era lo de antes. Así se llegó a un punto en el que Demetrio debió elegir entre cumplir con el canon anual establecido para el dragón o liquidar la hacienda. Decidió entonces suspender los envíos de ovejas a la cueva y esperar la represalia. Por un tiempo no pasó nada.

Sin embargo, meses después se sintió la furia del Dragón. En un certero ataque a la hacienda aniquiló un par de animales, y se llevó otros para comer. Los peones lograron contener el fuego del primer ataque, aunque la noticia del regreso del animal fue aún más incendiaria que el propio fuego. A poco del ataque, una turba iracunda se acercó en forma no muy pacífica a la estancia y exigió a Demetrio que cumpliera los términos del contrato. El terrateniente intentó calmar a los hombres y prometió darle al problema una solución.

Organizó una comitiva para poner punto final al asunto del dragón, y para combatir a la bestia, armó un modesto ejército en el que reclutó a todos los hombres del pueblo capacitados para la guerra, tanto mercenarios como arqueros y hasta campesinos dispuestos a empuñar una espada a cambio de unas monedas de oro.

Enterado de esto, Sir Rocis, es decir, Rodrigo Diaz, pidió una audiencia con Demetrio quién tenía por el caballero un aprecio particular: cuando Bullrich era niño el bizarro hidalgo lo había salvado de morir ahogado en la laguna de Madariaga. Diaz entró al salón algo pasado de copas, y eso a Demetrio le dio lástima. En un diálogo algo confuso, Bullrich, al sumarlo a la comitiva, cometió el error de hacerle un pago por adelantado. Aunque Bullrich intentó evitar aquello por todos los medios, Diaz se puso denso y sacó a relucir el incidente de la laguna. Acorralado por sus sentimientos Bullrich le soltó unas monedas con la recomendación de que se cuidara.

Un Diaz agradecido abandonó la estancia y con su nueva y reluciente fortuna, se dirigió al único lugar donde se sentía cómodo, la taberna, a la que entró envalentonado: pidió una ginebra y luego otra, otra y otra más. Algo ido, permaneció en la barra un rato largo hasta que su cuerpo ya no resistió y cayó de cara a piso para que todos los parroquianos se burlaran de él. En ese preciso momento pasaba por la puerta de la taberna el pequeño ejército de Demetrio camino a la cueva del dragón. El comandante de la compañía, al escuchar el bullicio de la taberna, detuvo a sus soldados y al entrar encontró a Diaz tirado en el piso. El comandante, furioso, le asestó una patada y le gritó que era una vergüenza. Diaz permaneció tirado en el piso sin moverse.

III.

Cuando la comitiva llegó hasta la entrada de la cueva, el comandante dispuso una primera fila de infantería y, cerca de la colina, al grupo de arqueros. Luego, gritó al dragón que saliera a dar combate. El dragón salió con una furia tal que al poco tiempo el escenario se volvió una carnicería. Con su aliento de napalm cocinó a toda la infantería en cuestión de minutos. Las flechas de los arqueros no penetraban su piel, ni le hacían el menor daño. Cansado del cosquilleo de las flechas sobre su coraza de escamas, el dragón Martorell roció con su aliento a los arqueros, y todos murieron calcinados salvo uno que sobrevivió y logró huir.

El arquero sobreviviente llegó a Madariaga donde Demetrio aguardaba con ansiedad el resultado de la incursión, pero el anuncio del fracaso lo llenó de pánico. En el horizonte, un humo negro anunciaba la llegada del dragón, que en su camino hacia el poblado quemaba todo lo que encontraba a su paso.

El pequeño poblado se volvió de pronto el campo de batalla del Armageddon. La bestia atacaba y algunos intentaron huir; la mayoría sucumbió bajo el fuego o las garras, y quienes intentaban ofrecer resistencia corrían la misma suerte. Nadie que enfrentara a la bestia sobrevivía. Fue entonces que Demetrio Bullrich visitó su armadura de guerra, montó su corcel y abandonó la estancia. Había llegado el momento de enfrentar su destino. Primero, cabalgó hasta la zona más alta de la ciudad, esquivando los ataques del dragón, los cuerpos de sus súbditos y los escombros del camino. Al llegar al promontorio, tensó su arco de oro y disparó las flechas directo hacia el animal. Sus intentos fallaron: entre las escamas del dragón no había espacio para que una flecha hiciera daño, y la única parte de la bestia sin blindaje era su boca.

Con el nuevo cosquilleo de las flechas, Martorell arremetió contra Demetrio que buscó huir por las estrechas calles de la ciudad. En un momento el dragón llegó a acariciar con sus llamas el cuerpo del noble, y con sus garras pudo arremeter contra el corcel. Demetrio sintió que la temperatura de su armadura se elevaba, sintió el metal pegado a su carne y luego ya no pudo sentir. Los gritos de Bullrich llegaron a resonar en toda la aldea y despertaron al ebrio caballero. La sombra del dragón se proyectaba sobre el interior de la taberna y con un nuevo ataque, las llamas alcanzaron el techo que se incendió. Fue entonces que Díaz se incorporó, en medio del desastre se sirvió el último vaso de ginebra y contempló tras la ventana el infierno que había desatado la bestia.

Apenas salió de la taberna las garras del dragón sobre sus hombros lo hicieron volar por el aire. Cayó varios metros más allá, y estaba ileso. A su alrededor, el fuego lo consumía todo. Villa Madariaga era ahora tan solo cenizas y recuerdos. Díaz sacó su espada. El dragón lo midió y apuntó todo su aliento contra él que alcanzó a cubrirse con su escudo y así evitó la muerte. El dragón, entonces, descendió del cielo y se plantó a unos metros del caballero a tan poca distancia que Diaz quedó encerrado entre una pared y la boca del dragón.

Y fue en ese instante que el noble caballero blandió su espada y arremetió contra las fauces del dragón. El fuego primero le comió la armadura, y luego la piel y los músculos. Aquello, más que un caballero parecía una bola de fuego que arremetía contra el dragón. El cuerpo de Rodrigo Díaz de Madariaga, a causa de la cantidad de alcohol acumulada a lo largo de los años, ardía más de lo esperado. Así, mientras que el dragón escupía sus últimas llamas, Diaz ingresó entre sus fauces y, producto de la combustión entre el fuego y el alcohol de su cuerpo, explotó.

El caballero, al morir, terminó para siempre con el dragón. Al final del día, sus restos y los de la bestia yacían entre los incendiados escombros de la ciudadela, y de esa forma lo encontraron, tiempo después, los habitantes de la zona. Es en aquel mismo lugar, donde se levantó la estatua que hoy recuerda a Rodrigo Díaz de Madariaga, el único caballero que pudo alguna vez vencer a un dragón.