El Ungüento Amarillo
Robert Louis StevensonEn cierta ciudad vivía un boticario que vendía ungüento amarillo. Era éste un remedio tan singular que quienes se lo untaban de la cabeza a los pies quedaban libres para siempre de los peligros de la vida, del cautiverio del pecado y del miedo a la muerte. Así lo aseguraba el boticario en su prospecto, y lo mismo decían todos los ciudadanos, y no había en los corazones de los hombres asunto más urgente que aplicarse debidamente el ungüento, y nada les procuraba más deleite que ver a los demás embadurnados. Vivía en la misma ciudad un joven de muy buena familia, aunque de costumbres alocadas, que, si bien era ya un hombre hecho y derecho, no se le ocurría decir del ungüento nada más que: «Ya me lo daré mañana». Y llegado el día siguiente seguía aplazándolo para más adelante. Y así podría haber seguido hasta el día en que muriese, de no ser por lo que le sucedió a un amigo de su misma edad y parecidas costumbres. El amigo iba un día paseando por la calle, sin una sola gota de ungüento en el cuerpo, cuando de repente fue arrollado por un carro que segó su vida en la flor de la edad. El otro quedó conmovido en lo más hondo, tan es así que jamás había visto yo a un hombre más ansioso por aplicarse el ungüento. Esa misma noche, en presencia de toda su familia y al son de la oportuna música, mientras el joven se deshacía en llanto, le untaron tres capas de la pomada. El boticario, que estaba también muy afectado y al borde de las lágrimas, declaró que nunca había dispensado su remedio más a conciencia.
Unos dos meses más tarde, llevaron al joven en parihuelas a casa del boticario.
—¿Qué significa esto? —vociferó el joven, nada más abrirse la puerta— . El ungüento debía librarme de todos los peligros de la vida, y aquí estoy, arrollado por el mismo carro y con una pierna rota.
—¡Ay, Dios! —exclamó el boticario—. Esto es una fatalidad. Comprendo que debo explicarle los efectos de mi ungüento. Un hueso roto es un asunto insignificante en el peor de los casos, y corresponde a una modalidad de accidente para la cual mi remedio carece de utilidad. El pecado, amigo mío, el pecado es la única calamidad que un hombre sabio ha de temer. Es del pecado de lo que mi ungüento le protege, y ya verá como cuando sienta la tentación me dará noticias de sus resultados.
—¡Vaya! —dijo el joven—.No lo había entendido así, y me resulta muy decepcionante. En todo caso, no me cabe duda de que será para bien. Entre tanto, le agradeceré que me componga la pierna.
—Eso no es asunto mío —dijo el boticario— , pero si lo llevan a casa del médico, a la vuelta de la esquina, seguro que él puede remediarlo.
Pasaron tres años y el joven regresó un día a casa del boticario, muy alterado.
—¿Qué significa esto? —vociferó—. ¿No estaba libre de la esclavitud del pecado? Acabo de incurrir en falsedad, en piromanía y en asesinato.
—¡Ay, Dios! —exclamó el boticario—. Eso sí que es grave. Desnúdese de inmediato.
Y en cuanto el joven se hubo desnudado, el boticario lo examinó de la cabeza a los pies
—No —anunció, con gran alivio— , no falta ni una sola escama. Alégrese, amigo mío, porque su ungüento está como nuevo.
—¡Qué disparate! —protestó el joven—. ¿Y eso de qué me sirve?
—Comprendo que debo explicarle los efectos de mi ungüento. No evita exactamente el pecado, sino que atenúa sus consecuencias más dolorosas. No vale tanto para este mundo como para el futuro. No actúa contra la vida. En resumidas cuentas, es para la muerte para lo que le he preparado. Y cuando vaya usted a morir, ya me dará noticias de sus efectos.
—¡Vaya! —dijo el joven—. No lo había entendido así y me resulta un tanto decepcionante. En todo caso, no me cabe duda de que será para bien. Entretanto, le agradeceré que me ayude a reparar el daño que he causado a personas inocentes.
—Eso no es asunto mío —dijo el boticario—, pero si va usted a la comisaría, que está a la vuelta de la esquina, podrá entregarse y encontrará alivio.
Al cabo de seis semanas se dio aviso al boticario para que acudiese a la prisión de la ciudad.
—¿Qué significa esto? —vociferó el joven—. Estoy literalmente embadurnado de su ungüento, me he roto una pierna, he cometido todos los delitos habidos y por haber y van a ahorcarme mañana. Y siento un pánico tan descomunal que no alcanzo a describirlo con palabras.
—¡Ay, Dios! —exclamó el boticario—. Esto es increíble. Bueno, es posible que, si no se hubiera aplicado el ungüento, estuviera aún más aterrado.