Insectificación

Juan Ruocco

* Contiene lenguaje adulto

En el siglo XXI la ciudad de Buenos Aires sufrió cambios traumáticos. Los efectos del calentamiento global hicieron estragos en el clima templado que había caracterizado a la ciudad en los siglos precedentes. El aumento de las temperaturas en verano y el incremento de las lluvias hicieron la vida insoportable.

Gran parte de la ciudad sucumbió bajo el agua, en particular las zonas linderas al Río de la Plata. También buena porción de la zona sur quedó anegada por la suba del nivel del mar. La falta total de desagües adecuados en la ciudad se sumó a la nueva recurrencia de las precipitaciones. Y si bien el resto de la metrópoli no quedó cubierta bajo el agua, la mayoría de las calles se inundaron de forma permanente.

Los habitantes de la ciudad iniciaron un lento pero sostenido éxodo hacia otras partes del territorio más alejadas del mar y menos tropicalizadas. Este fenómeno fue llamado Éxodo Porteño: orgullosos habitantes de la imponente metrópoli se volvieron parias exiliados en el interior del país.

Pese al éxodo, la ciudad de Buenos Aires no disminuyó su población: el fuerte afluente migratorio de países limítrofes, que había comenzado hacia fines del siglo XX, fue nutrido con una nueva ola promediando el siglo XXI. Bolivianos, peruanos y paraguayos llegaron en mayor cantidad. Por ejemplo, tan solo los bolivianos alcanzaron un número equivalente a la migración italiana del siglo XIX y del XX. No menos importante fue la ola migratoria oriental encabezada por chinos y coreanos que, otra vez, hizo de Buenos Aires un bazar multicultural.
El invento que revolucionó el paisaje de la ciudad estuvo a cargo de un bioingeniero argentino descendiente de inmigrantes bolivianos establecidos en Buenos Aires a principios del siglo XXI. Bryan Morales obtuvo el reconocimiento mundial al desarrollar el hormigón orgánico. Una vez inoculada la tradicional mezcla con un hongo sintético de la familia de las levaduras, diseñado por el mismo Morales, el hormigón se fermentaba como si se tratase de pan. Así, la preparación aumentaba su volumen sin perder resistencia. El proceso se lograba por la síntesis de los átomos de carbono en microestructuras internas que aumentaban la capacidad de resistir fuerzas físicas como la tensión o el torque, que el compuesto podía soportar. Con este método, en la ciudad de Buenos Aires se levantaron edificios descomunales.

Luego de las llamadas Guerras del Portland, la industria de la construcción quedó bajo control exclusivo de familias de origen boliviano. Buenos Aires adquirió así una nueva fisonomía arquitectónica y social.

I.

Después de haber corrido cincuenta metros sin parar a la mayor velocidad que su metro sesenta y cinco le permitía, Humberto Mamani estaba al borde del colapso físico. Al correr debía sortear un torrente de vendedores apostados en las veredas. Los puestos parecían trincheras y él por dentro los maldecía hasta el origen de sus generaciones. Hubiese estado encantado con gritarles un clásico y no menos hiriente “negros de mierda”, pero no podía darse el lujo de desperdiciar el poco aire que le quedaba y tampoco quería terminar a las piñas con ningún senegalés ambulante. Unos metros delante de él, un transa de poca monta huía entre la marea humana. "Este peruano hijo de puta no se me puede escapar” pensó Mamani. El peruano dobló en la esquina de la calle Paso y Mamani acortó distancias. Al doblar chocó con una mujer que fue a parar al piso y al golpear contra la vereda lo insultó. Cuando Mamani estaba a dos metros del fugitivo creyendo que ya lo tenía, el otro se metió en el conventillo del número cuatrocientos setenta y cinco.

Al entrar al pasillo, Mamani vio que el transa trepaba, sin mucho éxito, la medianera baja que daba a un patio contiguo. Lo agarró de la espalda y con la poca energía que le quedaba tiró hacia abajo. El delincuente cayó de boca al piso. En el pasillo retumbó el ruido a hueso roto. Ya sin aire, Mamani levantó por los hombros al maltrecho peruano y se encontró con la cara rota del conocido Abimael Guzmán, alias Presidente. Chorreaba sangre.

—Mira lo que me hiciste —gimoteó el Presidente mientras la sangre le cubría los dientes y caía de la boca.
—Cállate, peruano —le respondió Mamani y de un sopapo le hizo girar la cabeza, con lo que la sangre de la boca salpicó la pared del pasillo—. Ahora me vas a decir por qué te escapaste.

—Por nada —contestó el peruano.

Esta vez Abimael no recibió una bofetada. Mamani, en cambio, sacó su .38 plateado grabado con la palabra “ortiba” en el caño, que metió en la boca del transa. —Punta hueca — dijo—. Si aprieto el gatillo tu cabeza revienta como una piñata.

Mamani amartilló el revólver y entonces el peruano, con cara de resignación, movió los ojos hacia la izquierda como para señalar algo.

—¡¿Qué?! —gritó Mamani. —El bolsillo —dijo el peruano con el caño del arma en la boca, que además de convencerlo de hablar le complicaba la modulación. —Está bien. Pero te haces el piola y ¡pum!.

El transa se llevó la mano al bolsillo de atrás del pantalón y sacó un paquete transparente que sostuvo con la punta de los dedos. En su interior había una píldora dorada y traslúcida como el ámbar. Mamani se la sacó de las manos, la miró rápido y se la guardó en un bolsillo.

—¡¿Qué carajo es esto?!
—Joni.
—¡¿Qué?!
—Joni. Si me sacás el arma de la boca te explico mejor. Mamani sacó el .38 de la boca del peruano pero de inmediato le apuntó a la cabeza.
—Se llama Joni y lo pegué anoche. Es un alucinógeno muy zarpado, estilo D.M.T. Pero una vez que lo tomás no vuelves a tomar otra cosa.
—¡¿Y qué más?! —Mamani apoyó el revólver en la frente del peruano.
—Que la vendamos baratito, no más de veinte mil Satoshis. Y que si la policía nos agarra con esto encima nos mata.
—¿Dónde la compraste?
—Mamani, tu sabes, si te digo...
—Y si no me dices...
—Tengo familia, Humberto —dijo entre lágrimas Abimael—. Nuestras niñas son compañeras del colegio.

Aún conmovido, Mamani no aflojó. Bajó el arma hasta el muslo del peruano, y el sonido del disparo retumbó en el conventillo. Nadie se asomó. El peruano gritaba de dolor y se revolcaba en el piso con la piel abierta por el disparo y el hueso astillado. —¡Hijo de puta, no hacía falta!

—Te lo pedí primero por las buenas.
—Autoservicio del Juguete “Plastimax”, ahí compré.

Mamani sacó el teléfono de su bolsillo, marcó veinte mil Satoshis y apretó la tecla send. Desde el bolsillo de Abimael Guzmán surgió una voz artificial y mal sintetizada que dijo: “usted acaba de recibir veinticinco mil Satoshis”. Mamani guardó el teléfono y el revólver y salió del conventillo.

En la esquina lo esperaba Jorge Quispe, su compañero, metro setenta y cinco, campera de cuero a lo Ubaldini y un bigote tupido. —Te perdí cuando doblaron en la esquina —dijo.

—Llámale una ambulancia. Se golpeó cuando lo atrapé.

II.

Mamani estaba reclinado en su silla. El reloj de su escritorio marcaba las nueve horas y él miraba fijo en la pantalla holográfica los resultados del fútbol del día anterior.

Una notificación le avisó que acababa de llegarle un expediente. El remitente era Paula Chang y estaba encriptado. Sin darle importancia, se incorporó y giró para contemplar la masa de edificios tras la ventana. Entre la mole de hormigón orgánico y él se interponía el grueso vidrio del ventanal. A esa hora de la mañana el sol iluminaba los niveles inferiores y se podían ver los pisos bajos de la ciudad. El comienzo y el final no se veían. Su oficina estaba en el piso ciento treinta y siete.

Arrastró el informe hasta tener el holograma cerca de sus dedos. Introdujo el código para desencriptar el mensaje y se puso a leer: «La sustancia decomisada en el día de ayer lleva por nombre Joni. Su nombre es el derivado de una mala pronunciación de la palabra inglesa honey, es decir, miel.

Su primera aparición registrada fue hace una semana y, hasta la fecha, se desconocen los lugares de producción de esta nueva droga sintética. Por los resultados de las pruebas hechas en el laboratorio sobre dos sujetos humanos, concluimos que el Joni afecta directamente el cerebro, creando una leve alteración en la corteza prefrontal. La sustancia cambia la composición de la misma y modifica en forma permanente el carácter del consumidor. Desde que se produce la ingesta, el sujeto pierde la autonomía individual y queda subsumido a las normas de un grupo compuesto por todos aquellos otros que también han tomado la droga. La voluntad propia se diluye y el sujeto queda a disposición del grupo de pertenencia. Nombramos este fenómeno mentalidad de enjambre. Se desconocen los mecanismos para la toma de elecciones dentro del grupo. Los sujetos que ingieren la droga pasan a formar parte de una organización criminal autodenominada La Colmena».

Mamani se reclinó sobre su silla y tomó del escritorio un atado de Acapulco Gold Anniversary Edition. Sacó un cigarrillo del interior, lo encendió y pronto la habitación se llenó de un humo dulce y espeso. Suspiró y se echó hacia atrás.

III.

Afuera del edificio la lluvia azotaba la ciudad. Los detectives Mamani y Quispe se reunieron en la oficina vacía de su superior, la doctora Paula Chang, una morocha severa descendiente de coreanos evangélicos del Bajo Flores que había elegido abandonar el negocio familiar —una fábrica textil—, para dedicarse a la investigación transgenética. Chang entró a la habitación sin decir nada. Exhibió dos fotos en las que había un cuerpo desfigurado. —Cuatrocientas ochenta y dos picaduras de abeja —dijo ella y ninguno de los dos detectives agregó otra cosa—. Era un agente nuestro infiltrado en La Colmena. Pero lo descubrieron y las abejas hicieron el resto. Paula los miraba fijo. —¿Cómo supieron que era buchón? —preguntó Mamani. —Suponemos que pueden detectar a cualquiera que no tenga la modificación del encéfalo que tienen ellos. Es la única explicación posible —prosiguió Chang—. También creo que la única forma que hay para que esta operación no sea un completo fracaso es infiltrándolos a ustedes dos en la organización.

IV.

Durante varias semanas y por orden expresa de Paula Chang, el laboratorio de Gen-Con se dedicó a buscar la forma de neutralizar mentalidad de enjambre sin anular por completo la mutación que provocaba el Joni en la corteza prefrontal. Así, los agentes infiltrados serían reconocidos como parte de La Colmena pero sin haber perdido la capacidad de pensar por sí mismos. Pese a los intentos del laboratorio, las alternativas para generar un mecanismo para inhibir la mutación fallaban.

Finalmente, encontraron la solución al problema en un informe viejo publicado por un bioingeniero retirado de GenCon. Un pequeño dispositivo construido a base de proteínas sintéticas trabajaba sobre el mismo sector neuronal que producía la mentalidad de enjambre y la inhibía. Había sido desarrollado para controlar las acciones de pacientes con conductas de violencia extrema.

El grupo del laboratorio informó del descubrimiento casual a Paula Chang, que de inmediato convocó los agentes Mamani y Quispe. En el caso de que la operación lo requiriese serían sometidos al uso del Joni y tras de la ingesta serían inoculados con la proteína sintética para retraer los efectos de la droga.

Jorge Quispe se ofreció a ser el primero en infiltrarse en la organización, y se decidió que, de haber algún inconveniente, Humberto Mamani también participaría.

V.

El ascensor marcó el primer piso, sonó la característica campanilla y se abrió la puerta. Mamani y Chang bajaron. Al final del pasillo había una pequeña puerta con un cartel luminoso y la inscripción “Morgue”. Mamani tocó el timbre y se encendió el intercomunicador. Surgió la figura de una rubia despampanante.

—¿Sí, quién es?
—Detective Humberto Mamani, vengo a ver al Doctor Quiroga.
—Un momento por favor.

La imagen se apagó y a continuación se abrió la puerta de acero. Un pequeño escritorio con una computadora antigua y un potus —modificado genéticamente para mantenerse rígido— eran todo el mobiliario del lugar. Detrás del escritorio, los atendió una mujer de tetas firmes y con algún parecido a Marilyn Monroe.

—Esperen un minuto que el Dr. Quiroga ya los atiende.
—Sí, cómo no, querida. Pero mejor que se apure, lo único que no tengo toda la mañana —dijo Mamani.

La secretaria, lo miró con desprecio y se escabulló detrás de una puerta metálica. Al minuto, reapareció para decirles que podían pasar.

Mamani y Chang cruzaron la segunda puerta y fueron recibidos por el Doctor Quiroga, un hombre que aparentaba unos cincuenta años, bastante delgado y con guardapolvo blanco sobre el que tenía un delantal de hule transparente. Era pelado pero tenía la cabeza toda tatuada, expansores en las orejas y barbilla. Le dio a Mamani un fuerte apretón de manos.

—¡Jetón! Vos venís a visitarme sólo cuando hay quilombo, eh. ¡Qué hijo de puta!
—Al menos vengo, porque si yo tengo que esperar que subas... —dijo Mamani.

La sala estaba revestida de azulejos blancos, y en la pared del fondo estaban las heladeras con los cadáveres. En las paredes laterales, estantes llenos de frascos con formol, algunos de los cuales contenían partes de órganos humanos, fetos en formación o niños con evidentes deformaciones.

En la pared de la izquierda había un biombo y detrás estaba el escritorio del forense, lleno de papeles y con una pantalla de cristal algo antigua. En el medio de la sala había tres mesas de aluminio y en la del medio, un cadáver cubierto con una sábana blanca. El muerto tenía atada al pie una pequeña etiqueta con un código de barras.

Quiroga retiró la manta y descubrió el cadáver de Jorge Quispe, al que le faltaba la parte superior del cráneo. Con el cerebro al aire, sobre la corteza prefrontal, se veía un minúsculo punto negro, apenas perceptible. Una sensación de pena mezclada con ganas de vomitar sorprendió a Mamani. La arcada subía desde la boca del estómago hasta la garganta pero hizo fuerza para contenerse. Junto a él, Paula Chang se llevó las manos a la cabeza.

El forense, con tono severo, dijo —esto viola el código 98.187/2. Una red de neurotransmisores creados en forma intencional sobre la corteza prefrontal.

—Estaba autorizada una misión de infiltración —respondió Paula sin dar crédito a lo que veía.
—Murió ayer a las veintitrés con cincuenta y cinco minutos. La causa fue una dosis letal de una neurotoxina, como se puede apreciar.

Mamani sacó de su bolsillo un paquete de Acapulco Gold y lo abrió. Sacó uno, se lo puso en la boca, buscó el encendedor en el bolsillo y sólo entonces preguntó:

—¿Molesta si fumo?
—No importa si molesta o no, acá adentro no se puede —dijo el forense con evidente fastidio. Aún así Mamani encendió su cigarrillo y un denso humo canábico invadió la sala.
—Te dije que acá no —reiteró el forense.
—...
—Bueno cortenlá, parecen dos nenes —dijo Chang—. Un poco de respeto...
—Como les decía, la neurotoxina que mató a Jorge Quispe fue inoculada mediante este aguijón. Dijo el forense con la mano extendida mientras movía un frasco pequeño.

VI.

El ascensor marcaba el piso treinta, es decir que quedaba otra centena para llegar a la oficina de Crímenes Transgénicos. Mamani pensó por un segundo en lo bella que era la secretaria de la morgue. Una belleza programada, diseñada a propósito, planeada. Una belleza estéril. Las certificaciones de estabilidad genética eran la creación de una pequeña empresa de recodificación biológica china, Gen-Con, que terminó por convertirse en la más valiosa del planeta. Los grandes inventos del siglo XIX habían sido la máquina a vapor y la lucha de clases. El siglo XX proporcionó la energía nuclear y la computación. El siglo XXI sería recordado por la invención del hormigón orgánico y por la modificación genética en organismos vivos ya desarrollados.

Esto abrió la puerta de una nueva era donde el cuerpo humano pasó a ser una plataforma de pruebas. Las modificaciones se multiplicaron en forma exponencial pero surgió un inconveniente: así como el código de un programa no está exento de errores, tampoco lo está la escritura del código genético. Por ese motivo, en un principio proliferaron las variaciones más pequeñas y controlables. Las modificaciones más radicales eran dejadas de lado ya que abrían la posibilidad de hacer colapsar el ADN del sujeto de prueba, con la consecuencia de la muerte segura del paciente. El genoma humano también podía llenarse de bugs.

En ese contexto Gen-Con salió al mercado con un invento que los expertos en mercadotecnia de entonces no tardaron en llamar revolucionario: la modificación genética estabilizada. Se trataba de modificaciones estándar que garantizaban la ausencia de fallos críticos y/o letales. Con el código genético depurado por horas de programación y pruebas en sujetos vivos, surgieron las certificaciones Gen-Con, el invento más rentable de la historia humana. Gen-Con tardó apenas un par años en adueñarse del mundo.

Reescribir el código genético de un organismo vivo no resultaba sencillo. Se necesitaba una dosis de genio y precisión poco común. El proceso consistía en tomar una muestra de ADN, decodificar toda la cadena mediante un procesador de cálculo genético que reconstruía cada una de sus partes.

Luego se introducía el paquete de cambios con certificación y se inyectaba el código en las células. En doce horas todas las células del cuerpo habían modificado la información genética. Los cambios, al principio imperceptibles, decantaban en la transformación radical del cuerpo de la persona en un plazo de seis meses.

El secreto de la efectividad de las certificaciones de Gen-Con eran las pruebas sobre humanos. La aparición de la posibilidad de transformar el código genético causó una conmoción social sin precedentes entre aquellos que estaban a favor o en contra de su aparición. A los que estaban en contra les gustaba llamarse puros.

El ascensor se detuvo en el piso ciento treinta y siete, el anteúltimo de un viejo edificio construido a mitad del siglo XXI, uno de los primeros de la ciudad en utilizar hormigón orgánico. Mamani y Chang bajaron del ascensor y caminaron por un pasillo cubierto de polvo. En las paredes, cuadros con imágenes de la construcción del edificio y de antiguos miembros de la oficina.

Se detuvieron frente a la puerta con el número 507. En ella, un cartel de bronce tenía inscripto en bajorrelieve División de Crímenes Genéticos. Entraron.

—Hasta acá llegamos ¿no? —preguntó Mamani a su jefa, que tenía cara de preocupación.
—Antes de morir, Quispe mandó las coordenadas del cuartel general y el nombre de la cabeza de la organización.
—Al menos no murió para nada —dijo Mamani, como si eso sirviera de consuelo.
—Si, pero no me autorizaron a seguir con la operación. —¿Qué?
—Que tengo que cancelar todo el asunto.
—¡Pero si ya los tenemos!
— Sí, ya sé. Pero no puedo hacer nada.
—Podemos ir por afuera.

Chang miró a los costados. De inmediato apagó su teléfono y salieron de la oficina. La terraza, estaba coronada por una variedad de plantas tropicales, era un verdadero jardín colgante con una vista privilegiada de la monstruosa ciudad.

—Podemos ir por afuera, sí, pero estás solo —dijo Chang al fin—. Pase lo que pase, voy a negarlo todo.
—¿Y si sale bien?
—Si sale bien me ascienden, olvidate...
—Estoy adentro.Chang envió un mensaje por su teléfono, esperó unos segundos la respuesta y luego dijo: —En cinco minutos bajá al laboratorio. Te esperan para que te sometas al protocolo.

VII.

La lluvia lo mojaba todo. Si bien llovía casi todo el tiempo, la intensidad era variable y esa noche el agua parecía inagotable. Las pesadas gotas resonaban por todas partes.

Mamani se había detenido ante la puerta de un edificio que parecía una biblioteca abandonada o un hospital construido en el mil ochocientos, por algún funcionario público perdido en la memoria del país. En el medio de la zona inundada de la ciudad, lejos de cualquier signo de civilización, entre las ruinas de vidrio y hierro, el lugar se veía como un gran invernadero.

Mamani buscó un timbre pero no lo encontró. Golpeó tres veces la puerta y cuando estaba por golpear una cuarta vez, la cerradura hizo un chasquido y la puerta giró sobre sus goznes. Una voz que ocupaba todo el ambiente lo invitó a pasar. Mamani entró mientras la puerta terminaba de abrirse, y por las dudas sacó de su funda su reluciente .38. Escuchó un leve zumbido y de pronto vió todo el salón lleno de abejas. Aterrado, se detuvo. Las abejas, una a una, se posaban sobre él, le caminaban por los brazos, las piernas, el torso y la cara. Ya por completo cubierto, los nervios estaban por explotarle y cuando llegaba al límite de su resistencia, las abejas se retiraron sin dejar rastro

Caminó un poco más y lo único que ahora tenía frente a sí era una gran escalera de mármol que conducía a un primer piso. Al subir los escalones procuró hacer el menor ruido posible y, ya en el primer piso, comprendió que se hallaba en un lugar fuera de lo común: el gran salón debía de tener cien metros de largo por unos cincuenta de ancho y su techo era una vasta cúpula de vidrio y hierro. Un inmenso invernadero repleto de orquídeas; el piso estaba cubierto por canto rodado, un material que Mamani sólo había visto en alguna plaza cuando aún era muy pequeño. Una leve neblina cubría las plantas y el aire estaba saturado de humedad. A unos diez metros vio a un personaje alto y delgado, de guardapolvo blanco, con una regadera de hojalata en la mano.

—Vení, pasá. No seas tímido. Te estaba esperando.

Mamani aún fascinado por el lugar, sin dudarlo y con su arma apenas levantada se acercó a la figura y dijo:

—Supongo que ya sabe para qué estoy acá.
—Yo sí, pero creo que vos no.
—Queda detenido bajo sospecha de organizar una banda criminal que manipula material genético sin autorización.
—Casi lo mismo a lo que se dedica Gen-Con. Con la única diferencia que yo no tengo amigos en el poder. Usted debe ser agente de Gen-Con.
—Así es. Y está claro que la fama de su inteligencia lo precede.
—¿Cómo sabe, si todavía no me presenté? Mi nombre es Fausto y esto no se trata de fama. Usted verá lo curiosa que es la distinción entre la fama y la influencia —dijo el hombre con tono perspicaz y hasta burlón—. Mientras que la fama está relacionada con la exposición pública de una persona, la influencia en cambio se cuantifica por la cantidad de voluntades con que esa persona puede apuntalar sus propios intereses.
—No vine aquí para recibir clases, Fausto.

La frase de Mamani fue coronada por un rayo, seguido al instante por un gran trueno que hizo temblar el salón.

—Todavía creo que usted no sabe para qué vino hasta acá, detective Mamani.
—Ponga las manos sobre la cabeza.

Sin oponerse, Fausto se puso de frente al agente. Dejó la regadera en el piso. Se llevó las manos a la cabeza.

—A la primera que se haga el vivo, disparo —dijo Mamani, que no entendía lo fácil que se le estaba dando todo. Entonces dio varios pasos mientras las piedras del invernadero crujían bajo sus pies. Tomó al hombre de los brazos, lo dio vuelta y lo tiró de boca al piso. Sólo entonces lo esposó.
—Mire, Mamani, si usted está aquí es porque yo lo necesitaba. No es que haya llegado por sus propios medios ¿entiende? Mientras Mamani lo levantaba, Fausto prosiguió:—verá usted —tomó una pausa—, tuve que esforzarme mucho para hacer que un tipo como usted llegara hasta acá y no se si sabe que usted ahora trabaja para mí.

Mamani apretó el caño del .38 contra la médula espinal de Fausto.

—Una más que dices y te quemo —dijo dispuesto a disparar.
—Es lo que intentaba decirle con esa diferencia entre fama e influencia —contestó Fausto—. Verá: la leve brisa que usted está respirando no sólo tiene vapor de agua, sino también una solución alcalina que anula el funcionamiento del inhibidor cerebral con el que usted pretende protegerse de la influencia de la colmena. Y su reina, en este caso, soy yo —Con eso, Mamani sintió un escalofrío—. Ahora usted va a dejar el arma en el piso.

Mamani intentó resistirse a pura fuerza de voluntad, pero ni por un instante pudo detener el impulso de agacharse para dejar el arma en el suelo. Segundo a segundo, sentía caer en un pozo sin fin. Ya abandonado su cuerpo, ahora sentía alejarse hacia el centro de la Tierra en un descenso hacia el abismo. Luego todo se puso negro y perdió la noción de dónde estaba. Sin embargo, una voz ocupaba todo el espacio.

—No hay forma de resistirse Mamani. Las proteínas neuro inhibidoras que le fueron suministradas para infiltrarse en la colmena las diseñe yo mismo, cuando trabajaba para Gen-Con. Me aseguré de programarlas de tal forma que al entrar en contacto con una dosis particularmente alta de amonio junto a oxígeno, dejaran de funcionar.

Para Mamani ya no había en el mundo otra cosa que que la voz de Fausto.

—Verá, la humanidad está perdida. La división, el disenso, el simulacro de libertad al que asistimos. Las personas no saben lo que quieren ni lo que es mejor para ellas. La única forma de alcanzar cierto nivel de bienestar y evitar vivir sumergidos en esta podredumbre es unificando el sistema de comando y control de la humanidad bajo una sola voluntad. Ni más, ni menos. Como reza un viejo adagio “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. El objetivo de la colmena es lograr la unificación mental de toda la Humanidad, a través de la producción masiva y posterior ingesta del Honey. Para eso necesitamos una estructura que hoy en día sólo una multinacional como Gen-Con tiene disponible.

La lluvia aún golpeaba la cúpula de cristal y Mamani no podía hacer más que escuchar. Escuchar y asentir.

—Para eso usted, Mamani, se hará cargo de la conducción de la colmena. Será la nueva reina, la cabeza de la organización. Pero antes usted deberá matarme. Sí, matarme, Mamani. Cuando usted apriete el gatillo y termine con mi vida, en su cerebro se despertará un nuevo cúmulo de neuronas, algo que sólo se activa cuando un miembro de la colmena mata a una reina. Nuestras experiencias transforman las conexiones cerebrales y esa conexión es, a su vez, la única que le permite dar órdenes al resto de la organización.

Así que, por favor, ahora tome su arma, haga lo que le dije y después, con mi muerte y la supuesta disolución de la colmena, usted comenzará una serie de ascensos en Gen-Con. Lo que nos garantizará el acceso irrestricto a sus instalaciones y la forma de llevar nuestra misión más allá de las fronteras de esta ciudad decadente.

Mamani comprendió que ya nada dependía de él, que su conciencia individual era apenas un recuerdo borroso perdido en la nada.

—Apunte y dispare. A partir de ahora todo depende de usted.

Mamani vió cómo su .38, ya en su mano, relucía ahora que un relámpago cruzaba el cielo. Apretó el gatillo al mismo tiempo que el trueno subsiguiente. Al ver cómo Fausto se desplomaba sobre los cantos rodados, sintió que algo le dolía en el cerebro, como si hubiese comido helado muy rápido. Y entonces pudo sentir dentro de su mente a todos y cada uno de los miembros de la colmena. También supo que podía darles las instrucciones que quisiera.