María encontró la factura en el buzón. «Hay un error… ¡mil quinientos dólares de electricidad!… ¡Es una locura!», se dijo incrédula. Miró los muros sucios del pasillo y los botes grises con tapas naranja, que servían para tirar la basura. La escalera gastada la llevó hasta su estudio encastrado entre dos patios interiores. El rincón ocupado por la cocina se cubría de una humedad viscosa pues ella prefería no abrir la ventana por la que entraban arañas panzonas que hacían sus nidos en el patio «negro como la boca del infierno». «¿El infierno?», ya no había ni infierno ni cielo, ni recompensa, ni castigo, ni bien, ni mal, sólo había facturas urgentes que pagar.
La nota que ella encontró en su buzón la acusaba de una deuda de mil quinientos dólares, suma que ella nunca había visto. ¿Cómo era posible si ella vivía en la oscuridad? Contempló las lámparas de cobre que pendían del techo y vio que sólo una bombilla no estaba fundida. Esa bombilla no alcanzaba a romper las tinieblas del estudio. Era inútil ir a hablar con el propietario, que vivía del otro lado de la puerta azul de la cocina. María había colocado allí un enorme baúl para evitar la impresión sórdida de la promiscuidad.
Estaba convencida de que el señor Henry era un hombre extraño. Llevaba colocado en lo alto de la cabeza un pequeño gorro negro, que se diría hecho con un trozo de media, usaba pantuflas de fieltro y cuando la encontraba en la escalera apenas la saludaba. La presencia de su inquilina lo inquietaba. Temía que la extranjera estropeara los muros de su casa. Observaba cómo adelgazaba y vigilaba detrás de los vidrios de su ventana que daba sobre el patiecillo negro los movimientos de la intrusa.
María desde su ventana cerrada veía la silueta angulosa del hombre, su perfil anguloso, su nariz ganchuda, su piel grisácea y el pequeño bonete colocado en lo alto de su cabeza. «Es temible»…, se dijo, preocupada. «¿Por qué lleva esas pantuflas?». La nota de la electricidad la sobresaltó. No podría pagarla: pero ¿cómo vivir en la oscuridad absoluta? Recorrió con la mirada el cuarto miserable y se preguntó qué demonios hacía ella en París. Recordó a algunos conocidos que vivían en cuartuchos semejantes al suyo. Dos de ellos trabajaban en los drenajes y otros eran veladores nocturnos en hoteles de paso. Eran extranjeros que alguna vez fueron arquitectos, abogados o jefes de empresa en su país. Ahora todos vestían harapos y levantaban los hombros cuando ella les preguntaba:
—¿Por qué no vuelves a tu país?
—¿A mi país?… bueno, tú sabes, la política.
Habían olvidado su pasado y sus vidas se habían disuelto en la ciudad de muros de piedra gris, castaños verdes y el río cruzado de puentes propicios al suicidio. Vivían como ella en estudios de muros pegajosos con «servicios» ubicados en algún agujero sin ventilación, y con cocinetas negras y ahumadas. ¡Habían olvidado el sol, el aire, el cielo alto y la libertad de elevar la voz! No protestaban y ante la amenaza de las facturas huían a otro agujero negro o bien optaban por el suicidio. No eran bien vistos en las agencias de alquiler de pisos. María bajó a la calle. «¡Debo protestar!», se dijo con cólera, pero no sabía adónde ir.
La empleada de la tienda que hacía fotocopias, exclamó al ver la nota que María mostraba:
—¡Por Dios!
No debía pagar esa factura, y excitada escribió una carta para protestar por la enormidad de la suma.
—Envíela recomendada y con acuse de recibo a la recepción de la oficina. Vaya a la agencia a protestar y exija que revisen la instalación y el contador. ¡Pero exíjalo a gritos!», le aconsejó la jovencita.
«Gritando», pensó María con escepticismo. Y sonrió casi con ironía. Del correo fue a la agencia de electricidad. La actitud amable de los empleados se transformó en frases despóticas al escuchar que protestaba por el monto de la deuda. Un joven se acercó para mirar las pantallas electrónicas que mostraban cifras que ella no podía ver. Discretamente el joven se acercó a ella y le dijo en voz baja que la cuenta del propietario no marcaba nada.
«Conectó su corriente sobre su contador». Le explicó que el viejo Henry era conocido en la agencia y amigo de un ministro, era riquísimo. «La mejor cosa que usted puede hacer es mudarse», le dijo convencido.
Durante varios días visitó agencias de pisos en alquiler. No encontró nada. Además le exigían «la hoja de pago» de su trabajo y carecía de empleo. Vivía de una pequeña pensión que le enviaba su familia. A fuerza de visitar cuartos inmundos, de tomar el metro y de buscar las calles, la ciudad se transformó en un monstruo obtuso. «¿Llamó usted al inspector?», le preguntó la jovencita de las fotocopias. «Sí, vendrá en unos días». Las tiendas de comestibles le quitaban el apetito con sus hileras de latas de conserva. «No entiendo por qué quieren vivir como los americanos»…, se repetía en el supermercado.
e cruzó varias veces con el señor Henry, que la miró con sus ojos de cuchillo y le produjo escalofríos. El hombre parecía muy sombrío. «Tal vez sabe que me fui a quejar de la factura», se dijo en la noche, y un insomnio cargado de malos augurios la mantuvo despierta toda la noche. Muy temprano corrió a buscar a Miguel, que a esa hora salía del hotelucho de mala nota donde trabajaba de velador. Tenía muy mala cara.
—¿Sabes?, estoy perdiendo la memoria. Leí que la falta de sueño destruye el cerebro… —María lo miró con pena y en el camino le pidió consejo.
—¿Qué dices? ¿Mil quinientos dólares? Es un robo a mano armada. ¡Lárgate de ese antro!
—¿Sin pagar?
—¡Sin pagar!
Era fácil decirlo, la electricidad pertenecía al Estado. ¿Cómo podía escapar a una deuda de Estado? Tomaron un café en un establecimiento frecuentado por homosexuales y prostitutas. Ya no hablaron. Tanto el uno como la otra habían olvidado todo. Miguel pensó que María era una autómata que había perdido todos sus resortes defensivos, ella pensaba lo mismo de su amigo.
—¡Escucha, tú puedes matar, pero deber un franco, eso no lo puedes hacer! ¡Demonios!
Al volver a su estudio encontró sus papeles en un orden diferente del desorden en que los había dejado. El señor Henry había entrado. Su olor muy personal impregnaba el cuarto.
—¿Qué buscaba ese demonio? —se dijo y recordó que también el demonio había sido abolido, aunque en esos momentos, pegado a los vidrios de su ventana, trataba de ver lo que ella hacía.
El jueves siguiente dos inspectores llegaron muy agitados. Verificaron con gran velocidad la instalación y a coro y en voz alta exclamaron: «¡Todo está correcto!». «¿Correcto? ¡Me roban la electricidad!», gritó ella. El inspector de bigote enorme la amenazó:
—¡Mañana usted recibirá una carta! —y se fueron dando un portazo.
La carta era un aviso: el lunes le cortarían la electricidad. ¡Sin remisión! Le quedaban veinticuatro horas para resolver su problema. Se iría a un hotel. Pero ¿cómo llevarse sus papeles, sus libros y su ropa sin que el señor Henry se diera cuenta? Allí estaba, pegado a los vidrios como una enorme mariposa nocturna. Corrió al mercado a pedir unas cajas de cartón, durante la noche arreglaría todo. Fue a buscar un cuarto de hotel. No encontró nada, los turistas habían tomado todos los cuartos de la ciudad. Al amanecer salió en busca de Miguel y éste aceptó cederle lo que le quedaba de su dinero. Después corrió al banco a retirar hasta el último franco. Actuando con rapidez podría pagar la factura.
—Ya es tarde —le anunciaron dos jóvenes empleados vestidos con camisas a cuadros.
Era inútil protestar en el piso de arriba. «Ya es tarde», le repitieron los trabajadores que se preparaban a irse de fin de semana.
Desolada, vagabundeó por la ciudad, que de pronto le pareció una prisión enorme. Recordó lo que alguien había escrito en la cárcel de su país:
En este lugar maldito
Donde reina la tristeza
No se castiga el delito
Se castiga la pobreza
Una vez en su estudio, la invadió un tierno olor a madreselva, olor que envolvía el recuerdo de su casa. Sobre la acera de enfrente vivía la bella Marta. La veía llegar siempre con ramos de azucena y las flores blancas sobre su traje negro la transformaban en un paisaje lunar, aunque su llegada se produjera al mediodía, cuando el sol giraba glorioso sobre las aceras florecidas de mimosas y magnolias. María y sus hermanas acodadas a la ventana espiaban las idas y venidas de Marta, que se parecía a Narda, la novia del mago Mandrake. Su amante era alto y estacionaba su automóvil en la orilla de la acera y en dos saltos desaparecía. Ahora la inesperada presencia de la casa de Marta, de su amante, y de sus hermanas envueltas en el aroma de la madreselva le produjo el bendito sueño esperado y del que no iba a despertar jamás.
El señor Henry abrió la puerta del estudio, después, con precaución, abrió las llaves del gas de la cocina, tomó el dinero del bolso de María, dejó la factura de la electricidad y salió con sus pantuflas de fieltro. «Suicidio de una extranjera», creyó leer en algún rincón de algún periódico. Volvió a su departamento, recordó que debía quitarse el pequeño bonete y lo colgó con cuidado de una percha. Ahora por fin podía dormir tranquilo, mantendría su palabra: su departamento y el estudio que lo agrandaba no tenía inquilino, el comprador estaría satisfecho con el departamento vacío. El señor Henry era un hombre muy serio en los negocios, pero de eso a que fuera respetado…