I.
La tercera guerra mundial fue la última y con ella se terminaron los Estados nación. Después del holocausto nuclear, la humanidad sobrevivió como pudo. Para el siglo XXIV, el mundo volvía a crecer pero mucho más lento que en otras épocas. Las polis más importantes surgieron en los desiertos. La meseta de Somuncurá, ubicada en el centro de la Patagonia Austral, se volvió uno de los más importantes núcleos civilizatorios del cono sur. Allí varias ciudades se unieron para dar origen a la Confederación del Somuncurá.
No pasó mucho tiempo hasta que un nuevo conflicto bélico azotó a la recién formada liga de ciudades. Los rumores apuntaban a un ejército invasor compuesto por hombres reptiles liderados por una especie de semidiós: un terrible tirano con poderes sobrenaturales y cabeza de dinosaurio. La devastadora guerra nuclear había roto el sensible equilibrio de las leyes naturales de la física y el espacio-tiempo, abriendo paso a poderes de otras dimensiones.
Los rumores se volvieron realidad cuando el ejército de hombres lagarto, encabezado por el temido tirano, llegó a las murallas de la ciudad más importante de la meseta. El dios raptor, cuerpo humano, cabeza de tiranosaurio y torso cubierto de escamas, derribó las murallas con un rayo que salió de la esmeralda que coronaba su báculo. Horas más tarde, las tropas invasoras se dedicaron a saquear la ciudad, a violar a las mujeres y a decapitar a los niños.
II.
El ejército reptil expandía su dominio de terror arrasando cada ciudad de la Confederación. Los pocos sobrevivientes afirmaban que ninguna flecha, lanza o espada podía atravesar las escamas del dios raptor. Los sabios de la región suponían que los poderes sobrenaturales residían en el báculo que portaba.
Gabriel, un campesino del valle de las ruinas, una de las zonas de siembra de la meseta destruida por el dios raptor, ocupaba el anteúltimo lugar en la fila del campamento de prisioneros. Esta vez, el tirano en lugar de aniquilar a todos los adultos que no se rendían, les daba la oportunidad de salvar su pellejo: cada prisionero debía contar una historia y quién contase la mejor, viviría. El resto sería comida para las bestias.
Delante de Gabriel se extendía una fila de aldeanos que, como él, habían sobrevivido a la masacre inicial. Sentado frente a ellos, en un trono de madera, los esperaba el tirano mitad hombre mitad dinosaurio. Vestido con una toga, sostenía en sus manos el cetro mágico y gritaba a los prisioneros que se ubicaban delante suyo para exigirles un cuento. La mayoría temblaba de terror con solo mirarlo; otros balbuceaban y cada tanto alguno contaba una historia, casi siempre patética. Entonces, el dios raptor levantaba sus garras y con un golpe enfurecido decapitaba a los prisioneros, o bien, tras apuntarles con el báculo, les tiraba un rayo para hacerlos explotar, por lo que el piso de tierra se cubría de restos humanos.
En un momento, uno de sus lacayos dio un paso al frente y anunció que había encontrado al mejor cuentista de toda la ciudad, cuyas historias eran famosas y aclamadas por los críticos. El dios raptor hizo una mueca de satisfacción y el sirviente le indicó al cuentista que empezara. Pero al cabo de unos minutos, el dios raptor, impaciente y fastidioso, se incorporó, alzó su mano y extendió sus garras retráctiles afiladas como cuchillas para, de un zarpazo, decapitar al reconocido cuentista, cuya cabeza rodó hasta detenerse a los pies de Gabriel.
Preso del pavor, Gabriel soltó un pequeño grito, y el dios raptor lo atravesó con su mirada. Dos guardias se acercaron a Gabriel, le apoyaron las puntas de las lanzas en la espalda y lo obligaron a acercarse al trono. A los gritos, le ordenaron que contara una historia. La angustia le consumía las tripas, Gabriel debió contenerse para no vomitar. No conocía ninguna historia, nunca había leído un libro, jamás había escuchado algo más allá de un simple chiste contado por un campesino ebrio, al borde de un fuego, en época de cosecha. El dios raptor le indicó que empezara y Gabriel contó el primer chiste que se le ocurrió.
—Había un negro sentenciado a muerte en el Imperio Romano. Entonces, lo agarra un sargento y le dice ‘mirá, podés salvarte, pero para salvarte deberás pelear con un león en el circo’. El negro, jugado por jugado, acepta. En el enorme circo lo mandan al pozo y le meten arena hasta acá —Gabriel se señala el cuello con la mano— y del negro sólo queda la cabeza afuera. Y así, a luchar contra el león. Las tribunas llenas de gente esperaban ansiosas a ver cómo se comían al negro, un espectáculo. Sale entonces tremendo león, se le va directo y el negrito agacha la cabeza. El león sigue de largo. El león pega la vuelta y el negro, por instinto, baja la cabeza. Otra vez el león sigue de largo. Vuelve el león, se le viene encima y el negrito, en un esfuerzo sobrehumano, tira un mordiscón y le arranca los huevos. Entonces desde las gradas se escucha: ‘Peleá limpio negro hijo de puta’.
El dios raptor se ahogó con una carcajada que de a poco contagió a todos los presentes. La risa del soberano inundaba la tienda de campaña, a la vez que provocó una frecuencia muy alta, casi inaudible para los humanos. Este imperceptible alarido tenía un efecto muy concreto sobre los hombres reptil, algo que sólo Gabriel, en su condición de testigo privilegiado, pudo apreciar: la risa del tirano inmovilizaba a todos los hombres reptiles del salón, los dejaba quietos, congelados, petrificados como esculturas de mármol. Un efecto que se prolongó durante todo un minuto. A Gabriel, tan aturdido por la situación, ni siquiera se le ocurrió aprovechar el momento para escapar. Pasado el minuto, pronto los hombres reptiles volvieron a moverse y continuaron lo que hacían al momento de haber sido inmovilizados.
El soberano reptil, aún bañado en lágrimas producto de las carcajadas, se acercó a Gabriel y le dijo que era lo mejor que había escuchado en años y que por haber cumplido con éxito la prueba sería premiado. El dios raptor movió su brazo derecho, apuntó con el báculo y lanzó un rayo verde que impactó en el medio del pecho de Gabriel. Así, lo convirtió en un humanoide, mitad humano, mitad reptil, pero no cualquiera: su cabeza no era similar a las del resto del ejército invasor, en su mayoría cabezas de cocodrilos, yacarés o lagartos. Gabriel fue premiado por el dios raptor con una cabeza de cobra real.
Luego el dios raptor alzó la voz y designó a Gabriel como el cuentista oficial de la corte, lo que lo obligaba, en principio, a arrodillarse y jurarle lealtad. Gabriel, aún temeroso, accedió. Finalizada la breve ceremonia, dos guardias lo acompañaron hasta su tienda ubicada en uno de los extremos del campamento.
Gabriel entró a la tienda, agradeció a los guardias y cerró la cortina que lo separaba del exterior. Echó un vistazo al lugar: era amplio y contaba con un escritorio, un camastro y una mesa con dos sillas. Gabriel se tiró en la cama para tratar de dormir, necesitaba descansar pero, abrumado por las imágenes de lo vivido en los últimos dos días, no pudo. Sentía que iba a volverse loco. Lo que alguna vez habían sido sus manos eran ahora un racimo de dedos cubiertos de escamas y garras negras. En su rostro, reemplazado por las facciones de un odioso reptil viperino, no quedaba un solo rasgo reconocible. A partir de entonces, el terror lo consumiría cada vez que viera su reflejo. Cuando ya la noche amenazaba convertirse en día se quedó dormido. Durante semanas se mantuvo refugiado en la carpa: caminaba lo mínimo y necesario, y procuraba encontrar algo de paz en el campamento. En todo ese lapso sus servicios no fueron requeridos y ese tiempo le alcanzó para acostumbrarse a su nueva vida.
III.
En una noche muy estrellada, y al no poder conciliar el sueño, Gabriel salió de la carpa. Los guardias estaban a unos metros, alrededor de un fogón, y él aprovechó ese instante de intimidad para contemplar las estrellas. Al poco tiempo, la inmensidad de un cielo cubierto por pequeños astros incandescentes le ofreció la calma necesaria para pensar. Entonces, comprendió que para volver a provocar la risa del dios raptor lo único que necesitaba era otro chiste.
Durante varios años Gabriel acompañó al ejército del dios raptor en sus incursiones. La vida en el campamento se limitaba a comer, dormir y asistir a las reuniones de la corte. En raras ocasiones, el dios raptor le recordaba el chiste del león y sonreía. Gabriel, en tanto, aprovechaba cada oportunidad para charlar con los sobrevivientes de las ciudades arrasadas en busca de un chiste del calibre del que lo había salvado. Pero solía fracasar, los humanos que sobrevivían a las invasiones, al verlo, sentían asco, miedo o rechazo. Así se acostumbró a mantener una vida desdichada. Cada día que pasaba, la idea de la libertad le parecía más remota.
Hasta que una tarde, se topó con el destino: dentro de un contingente de prisioneros recién llegados, Gabriel halló a un viejo encantador de serpientes que en lugar de asustarse sonrió al verlo. Así, Gabriel supo que el anciano no le temía y convenció a los guardias de que lo dejaran a solas con él. En un sector del campamento donde le pudo ofrecer agua y algo de comer, Gabriel le pidió al anciano que le contara algún chiste. El anciano, sin salir de su asombro, empezó a contar algunos, hasta que dio con uno que a Gabriel le llamó la atención. Tenía los mismos elementos que el chiste del león: grosero y subido de tono, sí, pero con un buen remate. Entonces Gabriel, exultante, acarició con sus manos escamosas la cabeza del anciano y lo besó.
Al día siguiente se levantó temprano, rasgó su almohada y con parte del relleno armó dos buenos tapones para los orificios donde antes habían estado sus orejas. Los ajustó bien y los guardó entre los pliegues de su túnica. Excitado, asistió a la reunión de la corte donde se repasaron las noticias del reino, la contabilidad y otros asuntos menores de la administración. Tras un largo rato, y cuando la sesión estaba por finalizar, el maestro de ceremonias preguntó, según indicaba el protocolo, si alguien tenía algo para agregar. En ese instante, Gabriel se colocó los dos pedazos de relleno de almohada en las orejas y se incorporó para decir en voz bien alta “tengo algo para contar”. El dios raptor lo miró serio y con una seña le indicó que hablara. Dijo:
—Se encuentran dos amigos y uno de ellos tiene una finca, muy exitosa, en el África. Entonces, un día, el amigo le pregunta ‘¿A qué atribuís tu éxito en la finca?’ a lo que el dueño de la finca responde: ‘A que castro a todos los negros’. ‘Los pongo en una pasarela y les hago abrir las piernas hasta que en un momento con dos ladrillos PAF, les aplasto las bolas’. El amigo lo mira y le dice: ‘Pero eso debe ser muy doloroso’ a lo que el dueño de la finca responde ‘Sí, si te agarrás un dedo’.
Al terminar, nadie se rió, salvo el soberano reptil. Entonces se repitió la secuencia de hacía unos años: risa ahogada, carcajadas y parálisis general en todos los presentes. Los reptiles en la sala quedaron petrificados, mientras Gabriel salía corriendo.
Para su sorpresa, descubrió que no sólo los reptiles de la corte estaban paralizados por las carcajadas del dios raptor, sino también todos los guardias del campamento. Bendijo su suerte, agradeció a sus ancestros y corrió lo más rápido que pudo: trepó la empalizada del campamento y, aunque asustado por la altura y el vértigo, saltó al vacío y cayó sobre un médano que amortiguó la caída. Rodó por la arena, envuelto en lágrimas de desesperación. Pese a que hubiese querido permanecer sobre ese médano por siempre, se incorporó y corrió sin detenerse bajo el sol abrasador. Cómo sabía que irían a buscarlo no se detuvo sino hasta caer desmayado.
IV.
Despertó acostado sobre un piso de piedra húmedo y frío. Abrió los ojos y no pudo ver nada: estaba todo oscuro. Pasó un buen tiempo hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pudo comprender que se hallaba en un diminuto calabozo. En uno de los extremos distinguió una puerta de madera; se levantó y se acercó a golpearla varias veces. No hubo respuesta. Poco tiempo después, la puerta se abrió y apareció un guardia con una antorcha y un cuenco lleno de algo que parecía comida. El fuego encandilaba a Gabriel pero no le impidió reconocer el rostro humano del guardia. Comió y luego se durmió.
Al día siguiente, al calabozo entraron dos guardias que le gritaron, le sacaron los grilletes y lo molieron a golpes. Lo bajaron por las escaleras, atravesaron la muralla por el interior y llegaron a la sala de la corte. Durante el trayecto, Gabriel pudo divisar en el horizonte, más allá de las defensas del castillo, los estandartes del ejército del dios raptor. Los guardias lo escoltaron hasta un gran salón, y al entrar, Gabriel vio un trono de madera ocupado por una figura humana.
El rey dijo:
—Dime, hombre serpiente, por qué razón no debo separar con el filo de mi espada la abominación que llevas sobre los hombros y que supongo llamas cabeza.
Entonces, Gabriel tomó la palabra y resumió la historia de cómo había llegado a convertirse en un hombre reptil. Agregó además que conocía la debilidad del dios raptor gracias a la cual había podido huir y que estaba dispuesto a compartir el secreto a cambio de su libertad. El rey habló con uno de sus lacayos y luego le dijo a Gabriel que si era cierto lo que decía, y gracias a ello su ejército podía vencer al monstruo escamoso, entonces lo dejaría libre. Gabriel cumplió lo prometido y de inmediato el rey ordenó a sus soldados que buscaran a los mejores contadores de chistes del reino, quienes tendrían a cambio una recompensa en oro.
Al rato, una variopinta multitud ocupó los salones del castillo y cada quién tuvo la oportunidad de contar un chiste bajo la atenta mirada del rey y su corte y de Gabriel mismo.
Una de las mujeres de la aldea fue quién contó la mejor broma y esa sería el arma secreta contra el rey saurópodo.
A la mañana siguiente, el heraldo del ejército reptil cabalgó hasta la puerta del castillo y exigió la rendición incondicional. El rey acordó con el enviado una audiencia personal con su contraparte, en el campo de batalla, para arreglar los términos de la rendición. Entonces, el heraldo escoltó al rey hasta la comitiva del dios raptor. El rey saludó al escamoso soberano, tomó la palabra y contó un breve pero efectivo chiste.
—Se encuentran dos perros enormes en una veterinaria y uno le pregunta al otro ‘¿Por qué te trajeron acá?’. A lo que el otro responde: ‘Porque violé a un caniche, hice un desastre, me van a castrar’. ‘Uh. tremendo’ dice el perro . ‘¿Y vos por qué estás acá?’, le pregunta el otro. ‘¿Viste a mi dueña? Tiene un cuerpazo. El otro día estaba desnuda en la cama y se agachó a buscar algo y me tiré encima, imaginate’. ‘Uh, entonces también te van a castrar?’. A lo que el segundo perro responde ‘No, me van a cortar las uñas’.
Ante la sorpresa de toda la comitiva el dios raptor repitió la secuencia de las veces anteriores: risa ahogada, carcajada y parálisis general. El ejército invasor se detuvo por completo, y entonces el rey tomó su cuerno, sopló fuerte y un sonido hueco pero potente inundó el campo de batalla. En ese preciso momento, y ante la esperada señal, las puertas de las murallas se abrieron y el ejército defensor salió a toda velocidad para arremeter contra un enemigo indefenso. En apenas minutos, la caballería aplastó a los reptiles con un ataque mortífero. El rey, en tanto, aprovechó el momento para arrebatarle el báculo al dios raptor. Por un instante lo miró fijo y pensó en las posibilidades que un objeto de estas características podría darle a su reinado, pero en lugar de eso lo tiró con fuerza contra el piso y la esmeralda estalló en cientos de cristales. Al instante la figura del dios raptor se achicó en forma considerable, como si el poder que lo convertía en un ser terrible de pronto se hubiese extinguido. El rey sacó su espada de la vaina, la tomó con firmeza y con una estocada certera atravesó el corazón del reducido reptil. Luego, aniquiló al resto de la comitiva. Cuando el fragor de la batalla ya empezaba a diluirse y la victoria era clara, regresó hasta el cadáver del dios raptor y le cortó la cabeza. Guardó su espada, tomó el trofeo y montó su caballo para emprender una cabalgata triunfal hasta las puertas de su reino, donde sus súbditos lo esperaban ansiosos.
Durante el trayecto llevó en alto la cabeza del enemigo derrotado, lo que generó un sostenido clamor por parte de sus soldados. Cuando alcanzó las murallas, la multitud estalló en gritos de algarabía. El rey aprovechó la euforia para tomar una lanza, clavar la cabeza y llevarla a lo alto de la muralla, dónde todavía se exhibe a modo de advertencia a los enemigos del reino. Luego el rey bajó hasta la multitud y mandó a buscar a Gabriel. Frente a todos, que miraban con escozor al único hombre reptil vivo en la ciudad, el rey le otorgó la libertad y lo condecoró con la orden del conocimiento. Desde entonces, en toda la región del desierto, las cobras son veneradas como símbolo de la sabiduría.