La Reconciliación (El Pelo Negro)
Lafcadio HearnHabía en Kioto un joven samurái que, sumido en la más absoluta pobreza tras la caída de su señor, se había visto obligado a abandonar su hogar para entrar al servicio del gobernador de una provincia lejana. Antes de irse de la capital, el samurái se divorció de su esposa —una joven buena y hermosa—, pues creía que le sería más fácil ascender mediante un nuevo matrimonio. Resolvió casarse con la hija de una familia de cierta posición y la pareja de recién casados se trasladó al distrito al cual el samurái había sido llamado.
Por desgracia, llevado por la inconsciencia propia de la juventud y la amarga experiencia de la necesidad, el samurái no supo comprender el valor del amor que tan frívolamente había despreciado. Su segundo matrimonio no resultó una unión feliz: su esposa era cruel y egoísta y pronto comenzó a recordar, arrepentido, los días olvidados de Kioto. Descubrió que seguía amando a su primera mujer y que la amaba mucho más de lo que jamás podría amar a la segunda; empezó a lamentarse por lo injusto y desagradecido que había sido con ella. Poco a poco, el arrepentimiento fue dando paso a un remordimiento que atenazaba su corazón. Los recuerdos de la mujer a la que había agraviado —su dulce voz, sus sonrisas, sus maneras suaves y delicadas y su infinita paciencia— comenzaron a mortificarlo día y noche. En sueños, la veía inclinada sobre el telar, hilando sin descanso para ayudarlo, como acostumbraba a hacer durante los años en que compartieron penurias; en sueños, la veía arrodillada en la soledad del pequeño cuarto en el que la había dejado, enjugándose las lágrimas con la manga raída de su sencillo quimono. Incluso durante las horas dedicadas a cumplir con sus obligaciones oficiales, sus pensamientos regresaban a ella para preguntarse cómo viviría o qué estaría haciendo. Tenía la corazonada de que nunca aceptaría un nuevo esposo; sentía que la joven jamás le negaría el perdón. Así que, en secreto, decidió ir a buscarla tan pronto como regresara a Kioto y así suplicar su perdón e iniciar una nueva vida juntos en la que haría lo imposible para expiar su culpa. Pero los años pasaron.
Finalmente, las obligaciones oficiales para con el gobernador llegaron a su fin y el samurái volvió a ser libre. «Regresaré junto a mi amada», se dijo. «¡Ay, qué cruel he sido! ¡Qué estupidez divorciarme de ella!» De modo que repudió a su segunda esposa y la envió de regreso con sus parientes, ya que no le había dado hijos. Raudo y veloz, se puso en camino y, nada más llegar a Kioto, fue directamente en busca de su antigua compañera, sin tiempo siquiera para cambiar su atuendo de viaje.
Cuando llegó a la calle en la que había vivido ya era noche cerrada —la noche del décimo día del noveno mes— y la ciudad estaba silenciosa como una tumba. La luz brillante de la luna bañaba las calles, por lo que encontró su antigua casa sin dificultad. Parecía abandonada: en el tejado habían crecido las hierbas. Llamó a la puerta corredera pero nadie respondió. Al ver que los postigos no estaban cerrados por dentro, los deslizó sobre sus rieles y entró. El cuarto principal estaba completamente vacío, ni siquiera había esteras que cubrieran el suelo: entre las rendijas del entarimado soplaba un viento helador; la luz de la luna se colaba a través de una mugrienta grieta de la pared de la alcoba. Las habitaciones restantes presentaban el mismo aspecto desolador. La casa parecía deshabitada. El samurái decidió buscar en el cuarto del fondo de la vivienda, una estancia pequeña que era el lugar favorito de su esposa. Al aproximarse a las puertas correderas, observó con asombro que brillaba una luz en su interior. Deslizó las hojas para abrir la puerta y profirió un grito de alegría pues, ante sus ojos, cosiendo a la luz de una lámpara de papel, vio a su esposa. Prácticamente al instante, los ojos de ella se encontraron con los suyos y, con una sonrisa radiante, le dio la bienvenida.
—¿Cuándo has regresado a Kioto? ¿Cómo has llegado hasta mí a través de esas habitaciones oscuras? —le preguntó.
Los años no la habían cambiado. Parecía tan bella y tan joven como los recuerdos más gratos que conservaba de ella; pero más dulce aún que cualquier recuerdo le pareció la música de su voz temblorosa por la placentera sorpresa.
El samurái se arrodilló feliz junto a ella y le explicó todo: el profundo arrepentimiento que sentía debido a su comportamiento egoísta, lo desgraciado que había sido sin ella, el remordimiento constante, la esperanza de poder enmendar su error. Pronunciaba las palabras mientras acariciaba a su esposa y le pedía perdón una y otra vez. Ella respondió
con la delicadeza y la comprensión que él había esperado y le rogó que cesara en todos sus reproches. No era justo, dijo la joven, que él sufriera por su culpa, pues ella nunca se había sentido digna de ser su esposa. Sabía que él la había abandonado obligado por la pobreza; mientras habían vivido juntos siempre había sido bueno con ella y, por eso, nunca había dejado de rezar por su felicidad. Pero incluso si había algún mínimo motivo para la enmienda, aquella honorable visita había bastado como compensación. ¿Qué mayor felicidad podría sentir que volver a verle, aunque fuera sólo por un momento?
—¡Un momento! —exclamó él con alegría—. ¡Di mejor durante el tiempo de siete existencias! Amada mía, a menos que tú no quieras, he venido para quedarme por siempre jamás. Nada volverá a separarnos. Ahora poseo bienes y amigos: jamás tendremos que preocuparnos por la pobreza. Mañana traerán mis pertenencias y mis sirvientes vendrán para atenderte; haremos que esta casa vuelva a ser hermosa.
El samurái se disculpó una vez más:
—Esta noche he llegado muy tarde, sin ni siquiera haberme cambiado el atuendo de viaje, sólo porque anhelaba verte y decirte todo esto.
Ella, complacida por sus palabras, le contó todo lo que había acontecido en Kioto desde su partida, pero decidió obviar sus propias penurias, negándose dulcemente a hablar de ellas. Estuvieron charlando hasta altas horas de la noche y, finalmente, la joven llevó al samurái a una habitación más cálida que miraba al sur y que había sido su habitación matrimonial en el pasado.
—¿No tienes en la casa ninguna doncella para ayudarte? —preguntó él mientras ella preparaba la cama.
—No —respondió ella entre risas—, no puedo permitirme una sirvienta, así que he estado viviendo sola.
—Mañana tendrás muchos sirvientes —dijo él—. Tendrás cualquier cosa que necesites.
Se tumbaron a descansar, pero no durmieron, pues tenían demasiadas cosas que contarse. Hablaron del pasado, del presente y del futuro hasta que la luz grisácea del alba comenzó a asomar. Entonces, casi sin quererlo, el samurái cerró los ojos y se durmió.
Cuando se despertó, la luz del día se derramaba por las rendijas de los postigos y, para su sorpresa, se encontró tumbado sobre las tablas desnudas de un podrido entarimado. ¿Había sido todo un sueño? ¡No! Ella estaba allí, dormía… Se inclinó sobre ella y la miró… y profirió un grito aterrador, ¡pues la durmiente no tenía rostro! Ante él, envuelto en su mortaja, yacía el cadáver de una mujer, un cadáver tan corrupto que apenas era más que huesos y una larga y encrespada melena negra.
* * *
Lentamente —mientras se estremecía asqueado bajo el sol—, el miedo atroz dio paso a una desesperación tan insoportable, a un dolor tan inhumano que necesitó agarrarse a la sombra burlona de la duda. Fingiendo desconocer el barrio, se aventuró a preguntar por el camino para llegar a la casa que había compartido con su esposa.
—Allí ya no vive nadie —le dijo un vecino—. Perteneció a la esposa de un samurái que se fue de la ciudad hace varios años. Se divorció de ella para casarse con otra; ella sufrió tanto que cayó enferma. Como no tenía parientes en Kioto, nadie se ocupó de ella y murió en otoño de ese mismo año, el décimo día del noveno mes.