La Venganza de la Mulata
Alberto Laiseca—Esta historia que viene es un poco espantosa, tengo que reconocer. No es como las otras. Según mi abuela me contó, ahí en Monserrat, había una negra joven y linda. Le había echado el ojo un negro fortachón, alto, delgado, guapo pa’l trabajo. Lindo tipo de hombre. Los dos se gustaron y ya se hablaba de casorio. Pero qué pasó. A la negrita la envidiaba una mulata, media fiera y bastante bruja, que también gustaba del Pedro. Pero a ella él ni la miraba, porque su negra tenía mucho de todo y la otra poco de cualquier cosa.
—No entiendo.
—No importa. Cuando seas grande ya vas a entender. La cuestión es que la mulata juró venganza. “Me robó el macho”, decía. Mentiiira, si el Pedro ni la miraba. Entonces hizo como que quería hacerse amiga de la otra, pa’ embrujarla. Le negra era media zonza, como que no podía maliciar la maldad. Así que un buen día de ésos la mulata la invitó a su enemiga con un plato de mazamorra. La muy pavota se lo comió todito sin saber que adentro’ el plato le había puesto un maléfico… un diablo de los más fuertes. Como a la hora, más o menos, la chica se empezó a sentir mal. A la noche estaba muerta. El Pedro parecía un chico de lo mucho que la lloró a su negra. Como si hubiese maliciado a quién le debía la desgracia, a la mulata no la dejó entrar al velorio.
“Habrán pasado dos días que a la mujer la habían enterrado, cuando en el barrio se escuchó una risa, espantosa: “Jaá, jaá, jaá, jaááá”. Salía como de la casa de la bruja.”
“Pasaron cuatro años y la Municipalidad mandó cavar la parte humilde del cementerio. Había que sacar a los difuntos para poner otros nuevos, porque a nosotros los pobres ni de muertos nos dejan descansar. Cuando abrieron el cajón de la negra vieron que el esqueleto estaba medio dado vuelta. Los bracitos para adelante, como si hubiese arañado, y la boca abierta. Ahí se supo por qué se reía tanto la bruja aquella noche: porque en ese momento la negra se acababa de despertar. Los que trabajan con el maléfico ven de lejos. Estaba gozando con la desesperación de la otra. Las mulatas son lo más pior que puede haber. Y te lo digo yo, que soy negra. Y ahora sí se terminó. Pónete a dormir.”
Virgilito, en ese momento, tenía los ojos grandes como huevos de avestruz. Cómo habrá sido que esta vez ni protestó. Sólo le pidió a la Tomasa que le dejara encendida una luz.
—Tu papá no quiere. Después me reta a mí.
Y se fue dejándolo presa del espanto. Virgilito, histérico y lacrimoso, se pasó las horas pensando que cuando fuera grande, a lo mejor y con un poco de buena suerte, a él también lo enterraban vivo. Menos mal que al otro día no tenía que ir a la escuela.