Volví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado ceviche de pescado. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que no.
Donaldo se rio. Yo no. Entonces se le congeló la expresión y me preguntó si le estaba hablando en serio. Mi expresión lo fue convenciendo y al fin me preguntó quién era el tipo. Le dije que no lo conocía. Me preguntó si también era policía y si lo había conocido en el curso. Le dije que sí. Me preguntó cómo había pasado. Se lo conté todo. A cada rato negaba con la cabeza, parecía desconsolado. Me preguntó si me había enamorado. Cuando le dije que sí se quedó como ido.
Al cabo de un rato me preguntó cómo se llamaba. Le dije que eso no tenía importancia. Entonces me miró, más bien me taladró, y repitió la pregunta en tono autoritario. Le dije que se llamaba Santiago. Me gritó Santiago qué. Le dije que no estábamos en la época de las cavernas y podíamos entendernos sin alzar la voz. Donaldo gritó más fuerte. ¡Santiago qué! Le dije que Santiago era el apellido y caí en cuenta de que ni siquiera sabía su nombre de pila. En la policía nos llamamos por el apellido y nos tratamos de usted.
No me quitaba la mirada de encima, tenía una expresión tétrica que no le conocía. Me dio miedo y me fui alejando de él. Me cortó el paso en la puerta y, cuando intenté escabullirme, me agarró del cuello. Lo miré a los ojos y le dije Donaldo, soltame. Me apretó más. Traté de liberarme con una técnica de defensa personal y no aflojó ni un poco. Donaldo es fuerte y yo, una vergüenza para la policía. Se rio con una expresión horrible. Le dije que esto se podía arreglar hablando. Se rio otra vez y me dijo entonces hablemos. ¿La tiene grande?, exigió. No le respondí. Me estrelló contra la pared y me volvió a preguntar con los dientes apretados si la tenía grande. Le dije que sí. Me tiró al suelo y caí boca arriba. No sé por qué no le mentí, porqué no le dije que la tenía pequeña o seguí ignorando la pregunta aunque no creo que eso hubiera hecho diferencia.
Traté de protegerme, pataleaba, le pegaba. Mis golpes no le hacían nada. Me abrió los pantalones y me los bajó. No tenía caso gritar, no había nadie en cinco kilómetros a la redonda. Le rogaba no me hagás esto, Donaldo. Lloraba, me arrastraba, me retorcía como una culebra para que no me la pudiera meter. No me hagás esto, no me hagás esto. Lo mordí. No vi venir el puñetazo, solo lo recibí.
Cuando me desperté una lancha se estaba alejando y era de día. Me levanté con dificultad y recorrí la cabaña encorvada de dolor. Donaldo no estaba y en su lado del clóset no había nada. Había vaciado mi maletín sobre la cama y se había llevado sus cosas en él. Revisé la caja fuerte. El dinero tampoco estaba. Encendí el computador y me conecté a Internet sin un propósito aparente, ni siquiera pensaba pedir ayuda, para eso habría encendido el radio. Había un mensaje de Santiago y me di cuenta de que eso era lo que había ido a buscar.
¿Cómo llegó?, me preguntaba. Tenía la cara entumecida, un zumbido en el oído, un ojo casi completamente cerrado, y la entrepierna me sangraba. Bien, escribí, ¿y usted? Respondió al instante: Acá, pensando en su boca. Escribí Yo estoy pensando en usted, en todo usted, pero enseguida lo borré sin haberlo enviado. Mientras pensaba qué escribirle llegó otro mensaje. No le conté nada a mi mujer. Lo que pasó entre nosotros fue importante, Martínez, pero tengo que cuidar mi matrimonio. Estoy seguro de que entiende.
Quité los ojos de la pantalla y me dediqué a mirar el río. Bajaba tan lento y espeso que parecía como si no se estuviera moviendo. Entonces pensé en Cero. Recordar el jingle corporativo que aparecía cada vez que abría mi correo electrónico me trajo cierto absurdo consuelo. En Cero encuentras una segunda oportunidad, una segunda oportunidad, una segunda oportunidaaad… Casi sin darme cuenta me encontré buscando en la web las direcciones de los centros de asistencia. La barra de mi correo electrónico titilaba, había llegado otro mensaje de Santiago.
Martínez, ¿sigue ahí?
Se me encogió el corazón y me desconecté sin haber contestado.
Llegué a la ciudad en la lancha del mediodía. La gente me miraba impresionada, no se ve todos los días a una oficial de la policía golpeada. La dirección quedaba al final de una calle polvorienta y el número correspondía a una tienda de barrio que exhibía gallinas vivas colgadas de las patas. Pensé que me había equivocado al copiar. En las estanterías había aguardiente, hierbas frescas, botellas con un líquido turbio, y un indígena diminuto detrás del mostrador. Le pregunté si sabía dónde quedaba el centro de asistencia de Cero y el hombrecito me mostró el afiche azul que había en la pared. Estaba sucio y descolorido, pero todavía se distinguía el logotipo corporativo de Cero.
El indígena tomó una de las botellas de la estantería y me invitó a pasar al baño. Estaba lleno de trapeadores y era tan pequeño que apenas si cabíamos. Sirvió el líquido turbio en una copa y me la ofreció. Le pregunté si estaba seguro de que ese era el procedimiento que se seguía en Cero. Pareció ofendido, me dijo que si no le creía podía irme y me mostró la puerta. Tomé la copa. El indígena me pidió que me sentara. Lo hice en el inodoro que era el único lugar disponible. Me explicó que debía tomarme el líquido de golpe y pensar muy bien en lo que no quería que se repitiera.
Bebí tal como me dijo pero solo pude pensar en Santiago, en sus ojos, en todo lo que habíamos hecho, en conservarlo intacto así solo fuera en la memoria. Me quedó un sabor amargo y de repente me sentí mareada. Cerré los ojos y vi una explosión increíble de manchas de colores que poco a poco se fueron diluyendo hasta que todo se volvió negro. Creo que me dormí por unos instantes.
Ahora todo está mejor, ¿no?, me dijo el indígena cuando salí del baño. Asentí sin convicción pues me sentía tan mal como al principio. Después de que le pagué me despedí y él me dijo que no olvidara mi maletín. Le dije que yo no había traído ningún maletín. Entonces lo vi. Estaba debajo del afiche de Cero que, lo noté, ya no era azul sino verde.
Volví en la última lancha. Donaldo llevó mi maletín hasta la cabaña, me besó y me puso delante unas copas. Había preparado unos cocteles con maracuyá. Siempre que vuelvo de viaje me pregunta si le sigo siendo fiel. Esta vez le dije que sí.