Maleficio
Marguerite YourcenarUn reloj despertador indicaba las once: eran las once de la noche. La cocina era casi espaciosa; en las paredes encaladas, la paulatina impregnación del humo de los guisos había formado esas manchas y rostreras, esos desconchones que son la huella de los años de uso, y se veían al lado de la puerta unas muescas regulares allí donde, año tras año, los niños se habían ido midiendo la talla. Los enseres estaban colocados sin ninguna simetría, pero en orden, es decir que los objetos más usuales se encontraban al alcance de la mano, en el estante inferior de la alacena, y se habían relegado a lo más alto aquellos que ya no servían o que estaban sólo de adorno.
Cuando Toussainte se fue a vivir allí, al quedarse viuda, el modo de alumbrarse era todavía el candil de aceite; ahora, una bombilla colgaba del techo con un papel atrapamoscas. Esa bombilla, un fogón de gas, el hule que cubría la mesa, un molinillo comprado en el bazar de los arrabales apenas si databan la escena, confiriéndole la nobleza de lo intemporal. Toussainte, sentada junto a la mesa, hablaba con una mujer que había llegado antes que las demás; mientras recogían los cacharros de la cena, la cotidiana banalidad de aquellos quehaceres prestaba a sus palabras un algo inquietante y extraño al integrarlas a esa mediocre realidad.
Fueron entrando algunas mujeres: las vecinas. Las que pasaban de los cuarenta años parecían viejas: unas flacas, encorvadas ya; otras, de una gordura que se desparramaba en sus ropas sin forma. Una más joven, con aspecto de cansancio, había traído a su hijito, por no tener con quien dejarlo. Según iban llegando, se producía ese intercambio de frases casi rituales, insignificantes cuanto indispensables, que difieren según el medio social, pero que traducen en todas partes la misma voluntad de cortesía o de hospitalidad. Una vez que las vecinas se hubieron sentado, Toussainte les ofreció café; pero todas lo rehusaron diciendo que era mejor esperar. Luego, una preguntó:
—Y ella, ¿no ha venido?
—No —confirmó Toussainte.
Dos jovencitas entraron luego: eran las hijas de Toussainte y con ellas entró en la escena una nota de modernidad: llevaban el pelo cortado y los labios pintados. La menor había trabajado algunos veranos de lencera en un gran hotel de Niza y sus expresiones de argot, aprendidas con los mozos y los ascensoristas, se engarzaban —más de una vez como contrasentidos— en su dialecto italiano.
Poco después resonó suavemente a lo largo del corredor un paso femenino, más ligero que el de las demás. Toussainte levantó la cabeza y dijo:
—Puede que sea ella.
No; no era otra que Algénare Nerci, una vecina joven. Algénare era hija de refugiados piamonteses; a su padre, un comunista, lo habían matado en una contienda; su madre había muerto poco después de llegar a Francia; su hermano, que era marmolista, se fue a probar suerte a París; la muchacha se había quedado sola. Empezó por ganarse la vida sirviendo, luego como costurera. Era una moza guapetona, de una belleza morena y dura que a nadie le llamaba la atención por ser muy común a su edad en aquel medio. Algénare se sentó en el reborde de la ventana, cerca de las otras dos jóvenes. Un violento mistral de noviembre hacía rechinar una hoja de la ventana mal sujeta. De pronto, una bocanada de aire penetró en la habitación. Con una mano, Algénare encajó bien la falleba y apoyó la cabeza en el postigo de madera. Así recostada, cerró los ojos. Ese viento salvaje del norte le recordaba cosas vagas, antiguas, en las que corrientemente no pensaba: la casa de su infancia, en un pueblo de la montaña, una abuela que hilaba con un huso, la ávida emoción que le producían las historias de brujería.
Unos minutos más tarde entró un hombre joven. En su fisonomía se veía la contradicción del pesar, la fatiga y el talante satisfecho de los hombres que gustan a las mujeres. Aparentaba tener unos veinticinco años. Fue a sentarse cerca de la mesa y Toussainte le hizo sitio con especial solicitud.
—¿Ha llegado ella?
Era la segunda vez que se inquiría así. Toussainte denegó con la cabeza. El joven prosiguió:
—Más vale que yo vaya a buscarla.
—Ella no necesita a nadie para venir —replicó Toussainte.
Guardó silencio el muchacho y también, a su vez, rehusó el café que le ofrecía. Una de las hijas de Toussainte, que estaba mirando por la ventana, se volvió hacia los presentes:
—¡Ahí está!
Sólo entonces se dio cuenta el joven de la presencia de las muchachas y torpemente las saludó. A todos les pareció que Algénare palidecía.
Apareció por fin la persona esperada. Llevaba un sombrerito muy a la moda, un abrigo guarnecido de piel, medias claras y zapatos finos. La fiebre y el colorete le arrebolaban doblemente el rostro y, por haber subido la escalera muy deprisa, respiraba con dificultad. Saludó a todos con una especie de tímida arrogancia, pues las muchas afrentas recibidas y el sufrimiento que le causaron la habían habituado a actitudes desafiantes. Había un asiento vacío junto a la estufa: allí se sentó. Para hacerle sitio, las demás retiraron sus sillas con exageración; la que tenía el niño fue a sentarse al fondo de la cocina. En los modales recelosos de aquellas mujeres se notaba que envidiaban a la protagonista de la escena por su belleza, la compadecían por estar enferma y la temían por el posible contagio. Humbert arrastró su sillón para colocarse al lado de ella.
—¿Me he retrasado mucho? —dijo la recién llegada.
—No —contestó alguien.
Sacó ella de su bolso una polvera y se retocó el rostro. Las otras, sobre todo las jóvenes, palpaban con los ojos su atavío, su bolso de ante, las perlas falsas de su gargantilla. Abrigaban rencor hacia Humbert por complacer los caprichos de la enferma, pues se sabía que él, modesto chófer particular y de familia humilde, no ayudaba a los suyos.
Humbert era su amante, aunque por pudor le llamaban «su novio»: el novio de Amande. Es cierto que se habrían casado, de haber podido ella sanar, o si la familia le hubiera dado su consentimiento para que se hiciera cargo de una moribunda. Era sabido que Amande seguía suplicándole, como si aún valiera la pena, y se reprobaba ese tesón de querer imponer al chico unas formalidades inútiles, ya que de todos modos ella iba a morir.
El novio cogió la mano de Amande. Ponía su mejor empeño en mostrar mayor ternura cuanto menos amor sentía: de hecho, hacía tiempo que había dejado de quererla. A fuerza de llevarla a los médicos, de ir a verla al hospital, de comprar para ella medicamentos onerosos había terminado por olvidar el tiempo feliz en que bailaban juntos en los merenderos de las afueras y la acompañaba luego, a escondidas de todos, en el automóvil de sus señores: conducía con las luces apagadas por aquellas carreteras de montaña y a las sensaciones de sus dos cuerpos jóvenes se mezclaba el disfrute ilusorio del lujo ajeno.
Había renunciado a poseerla desde que la muerte, visiblemente, se había apoderado de ella: Amande se había convertido para él en una especie de devoción triste. Ese afecto, que había dejado de ser amor, carecía de los medios con que el amor se satisface, y no podía ya expresarse más que por símbolos, como el culto que se le rinde a Dios. Ese muchacho sencillo había aprendido, en la familiaridad con la enferma, las delicadezas que inspira el sufrimiento: sentado junto a Amande, Humbert tenía entre las suyas una mano ardorosa cuyo contacto le resultaba ahora penoso, y toda suerte de sentimientos oscuros, casi místicos —el deber, la compasión, el temor—, constituían su fidelidad.
Ella dijo:
—Tengo frío, tía.
Toussainte, dándose cuenta entonces de que no le había ofrecido nada, propuso café y ron. La enferma bebió, luego comió algo, con gestos que dejaban ver las encías.
Había momentos en que Amande llegaba a alegrarse de su mal, sin el cual, casada o no, Humbert la habría dejado por otra; además, como todos los que padecen una dolencia mortal, no creía que la muerte estuviera próxima. No había tenido ningún otro amante, así pues no podía imputar a nadie más que a Humbert lo que ella llamaba «su desgracia»: él era el único ser a quien podía darse el gusto de reprochar algo. Puesto que todo había sucedido, según ella, por culpa del novio, creía tener derecho a exigirle lo imposible. Esas exigencias la vengaban y, al mismo tiempo, servían para probarse a sí misma y probar a los demás que todavía un hombre podía consagrarse a ella. Celosa de cada mujer, no por ello dejaba de sentirse superior a todas, pues todas, ahora, la atendían solícitas, y hasta la repugnancia que adivinaba en ellas al tocarla, al besarla, le aportaba un motivo de orgullo: el orgullo de inspirar miedo. No había una sola de aquellas mujeres que no la detestara, precisamente porque la compasión las obligaba a quererla; y no podían evitar el resentimiento por los cuidados que sentían el deber de prodigarle, así como un deudor reprocha a sus acreedores su propia probidad. La malignidad de Amande irritaba a aquellas mismas que la llorarían en su lecho de muerte; a todas horas del día se indignaban de encontrarla difícil, insolente, insaciable, incapaces de comprender que tal sonrisa falsa, tal insulto o pequeña perfidia no eran sino los efectos del mal que sufría y su síntoma conmovedor, tan infaliblemente reveladores como la delgadez, la tos o la afonía.
Una de las mujeres preguntó:
—¿Y tu niño?
Entonces se enteraron todas de que pesaba ya veinte libras. El vigor de aquel pequeño ser que había vivido de ella, dentro de ella, pero al que le estaba prohibido amamantar —y aun tendría también pronto que privarse de tomarle en sus brazos y besarle—, aquella sana vitalidad era su desquite, casi su compensación. Desapegado de ella por la separación, no física únicamente sino también afectiva, el niño crecía lejos, en el campo, al cuidado de una mujer que se encargaba de criarlo, y Amande pensaba raramente en él, más absorbida cada vez por la zapa interior de su mal, que actuaba cual una mortal gestación. Conociéndole apenas, el hijo despertaba menos su amor maternal que un sentimiento de orgullo; pero a veces también odiaba a la criatura, como si, al venir al mundo, esa vida le hubiera robado la suya.
Toussainte dijo:
—Faltan veinte minutos para medianoche.
Era la hora en que esperaban a Cattanéo d’Aigues, que tenía fama en la región de ser un ensalmador muy hábil. Recurrían a él sobre todo porque sabía desligar los maleficios. En vista de que, a pesar de pócimas e inyecciones, Amande no dejaba de desmedrar día a día, sus vecinas, sus hermanas, su tía habían acabado por llamar a aquel curandero. Todas, en efecto, estaban convencidas de que la joven era víctima de un maleficio que hubiera urdido posiblemente una rival, o bien una hechicera de esas que no pueden por menos de dañar, aun sin sacar provecho, lo mismo que ciertos animales están incapacitados para dejar de segregar el veneno que llevan dentro. Lo habían probado todo, incluso la peregrinación a Lourdes y la consulta de profesores afamados en Marsella; pero ante la impotencia de la fe y de la ciencia, que parecían admitir y casi aprobar la muerte, aquellas buenas gentes recurrían a las prácticas más antiguas, las que tenían por más demostradas desde tiempo inmemorial: a la intervención del curandero, que trata a la muerte como un adversario invisible, intenta espantarla y lucha contra ella cuerpo a cuerpo. Desesperando de lograr nada con los médicos, Humbert había consentido en tentar la experiencia. Todas aquellas mujeres habían llegado a sospechar unas de otras, y si eran tan numerosas las que se molestaban en acudir de noche para asistir a la sesión ritual, tal vez fuera por probar mejor su inocencia.
—Podríamos empezar —dijo Toussainte.
—Tía —musitó Amande—, hubiéramos podido hacerlo en mi casa…
La idea de desnudarse delante de todos en una habitación ajena le infundía un temor y un pudor inesperados.
—En tu casa no hay bastante sitio —replicó Toussainte.
Una de las vecinas que habitaba en uno de los cuartos contiguos, lo puso a disposición de Amande para que pudiera desvestirse más cómodamente. Salieron ambas y en el umbral se encontraron con Cattanéo d’Aigues que llegaba. Amande se encogió toda a su paso; el hombre dijo dirigiéndose a ella:
—Chiquita, ¿eres tú…?
Sin obtener respuesta, entró en la habitación. Las mujeres se admiraron de que hubiera reconocido quién era la enferma sin que nadie se la designara, como si el aspecto de Amande no fuera bastante elocuente. El saludador se disculpó por haberse retrasado, se quejó del mal tiempo y se sentó en el sillón que Amande había dejado vacío. Era un hombre de baja estatura, parco de palabra, e iba modestamente vestido. Durante el día ejercía la profesión de contable y ponía en estas escenografías de pesadilla su formalismo de burócrata. Se acercó a la estufa y constató con fría irritación que la habían dejado casi apagar. Algénare se levantó para atizar el fuego: siendo la más pobre, tenía costumbre de que la trataran como a una criada.
Las mujeres se apretujaban unas contra otras. Hubo alguien que preguntó:
—Y si nadie le ha echado mal de ojo, ¿qué es lo que se verá en el agua?
—Nada —contestó el hombre.
Toussainte adujo a su vez:
—Si no le hubieran echado un maleficio, no se encontraría como se encuentra.
Por una especie de espíritu de familia se creía obligada a dar fe de la salud de los suyos.
—Bueno, después de todo, su padre y su madre murieron de ese mal… —apuntó Humbert.
Que no se olvidara eso. Sabiéndose de salud frágil, él temía siempre que le acusaran de haberle contagiado a Amande la enfermedad.
—Este mal no es natural —sentenció Toussainte.
Nunca dijo nada más cierto. Para aquellos hombres y aquellas mujeres no existía enfermedad natural y acaso ninguna cosa lo fuera. El universo de esas buenas gentes no había pasado del caos y todos los acontecimientos, incluso los más simples, seguían siendo misterios para ellos, aunque dándose algunos con mayor frecuencia, al cabo llegaban a acostumbrarse. Las fases de la luna, el fuego que se producía en la estufa o en el fogón de la cocina no eran menos inconcebibles que la formación de cavernas en los pulmones enfermos. A sus ojos no eran naturales, es decir justas, nada más que las muertes de los viejos. Mas, siendo como eran seres humanos, condenados por el instinto de la especie a buscar, y tal vez a inventar, las causas de los aconteceres, atribuían el descaecimiento de Amande a lo que era para ellos la más elemental, la más humana de las causas, esa cuyos efectos habían comprobado tantas veces en su vida: la envidia, los celos que una mujer puede sentir de otra mujer.
Alguien dijo quedamente:
—Es verdad que ha debido de cansarse mucho al tener que ocuparse sola de sus hermanos y hermanas.
Se produjo un silencio. Nadie quería, y menos aún la tía de Amande, remover el recuerdo de las penalidades que había tenido que padecer para dar de comer a sus hermanos más pequeños, aquella criatura terca que era todavía una niña. Además, a la alusión de los arrestos de Amande y de lo mucho que había trabajado, todos se soliviantaban, como si pudieran ser sospechosos de alguna inferioridad, aunque sólo fuera inferioridad en cuanto a las fatigas o la desgracia.
—¡Vaya! —replicó Toussainte—. ¡Como si las demás hubiéramos trabajado menos que ella!
En presencia de Humbert, un cierto pudor impedía evocar las otras posibles causas del mal: las citas en el arenal, a la oscuridad de las noches húmedas, el calor pegajoso de los salones de baile, las consecuencias de un parto difícil.
Entró Amande arropada en su abrigo; la piel pálida de sus piernas remedaba las medias tornasoladas y, como tenía costumbre de llevar tacones, andaba de puntillas.
Cattanéo d’Aigues le preguntó:
—¿Dónde están tus ropas?
Las llevaba apretadas bajo el brazo y fue a ponerlas en una silla. Despacio, metódicamente, hizo un rebujo ordenado, colocando en medio los zapatos, enrollando en ellos las medias y envolviéndolo todo con la camisa y luego con el vestido. Era un vestido de seda, claro y liviano: por una especie de coquetería había desistido de ponerse el más usado y lamentaba ahora tener que sacrificar ése.
Algénare se acercó a ayudarla. Toussainte intervino bruscamente:
—Tú no.
La aludida retrocedió. Amande levantó los ojos sin comprender: eran amigas. Al principio de su relación con Humbert, Algénare les había prestado su cuarto y ella le estaba agradecida, sin ocurrírsele pensar que aquella muchacha solitaria, y que pasaba por ser casta, se proporcionaba así el placer de vivir y dormir en un ambiente de amor.
Fue el propio Cattanéo d’Aigues quien se encargó de disponer en un caldero nuevo el envoltorio, que más bien se hubiera dicho un despojo.
Todo el mundo volvió a sentarse. El agua tardaba en echar a cocer, como ocurre siempre que se está pendiente de que hierva; las mujeres hablaban en voz baja de enfermedades, de muertes y de curaciones misteriosas, intercambiando ideas que, formuladas de una u otra manera, venían a ser las mismas.
Esta escena, que se estaba representando en varios registros, hubiera defraudado tanto a los que se regodean con el drama como a los aficionados al pintoresquismo; los pensamientos, los instintos emergían del fondo de los tiempos, pero aquellos hombres y aquellas mujeres que asistían, sentados en una cocina a la luz de una bombilla, a la ebullición de un barreño lleno de agua, no hubieran ofrecido a la mirada de un observador otra cosa que el cuadro de costumbre, intrascendente y casi también ritual, de la colada semanal.
Permanecer callados sin hacer nada es, para las gentes sencillas, algo contra natura, pues generalmente asocian el silencio al trabajo que los abstrae de sí mismos (el trabajo es tal vez, sin que ellos lo sepan, la abnegación de los pobres) y confunden el reposo con la charla. Mas todos allí callaban sin embargo, por respeto hacia su propia expectación; las manos, inactivas como las lenguas, se posaban en las rodillas con torpe mansedumbre, y ese alto en el discurrir cotidiano de sus vidas, esa pasividad deferente les parecía así como la media hora de descanso, a la vez que de obligación, de la misa mayor de los domingos.
El agua comenzaba a oírse bullir; las mujeres encontraban en ese hervor que rompía el silencio algo inquietante, solemne, sin relación alguna con el ruido del café al filtrarse por las mañanas, ni con el reloj de arena de la cocina. Amande, arrebujada en su abrigo, temblaba, no de frío, sino de impaciencia, de temor: había oído decir que las personas víctimas de un maleficio mueren siempre que se intenta descubrir quién las hechizó. Su enfermedad la sabía dentro de sí, no la concebía como algo externo, ajeno a ella, que se le pudiera quitar y poner a alguien, sino confusamente mezclada, ahora, a la idea que de ella misma se hacía, una suerte de presencia que poco a poco iría sustituyéndola. Algénare, en el otro extremo de la habitación, guardaba silencio; Cattanéo d’Aigues no quitaba ojo al reloj despertador. En cuanto las dos agujas se hubieron juntado en lo alto de la esfera, se levantó, retiró el caldero del fuego, lo colocó en una silla y dijo a Amande:
—Ven.
Dócilmente se acercó. El vapor de agua la cegaba; se inclinó tratando, sin conseguirlo, de distinguir una figura en ese borboteo donde aparecían, acá y allá, retazos inflados de ropa. Amande hubiera querido ver, ver algo, aunque sólo hubiera sido para aplacar su angustia, para no haber estado allí aguardando en balde, desnuda bajo el abrigo entre aquellas mujeres que le hablaban de magia negra, y por no decepcionar a los demás con una espera frustrada. Si todo el mundo en esos casos veía, ¿por qué no habría ella de verlo? Intentó acordarse de las caras de sus rivales o enemigas, trató de inventarlas, de proyectar imágenes desde ella al agua del caldero; pero el agua no le devolvía ni siquiera su propia imagen. Se tambaleó y las mujeres hicieron ademán de avanzar hacia ella; Cattanéo d’Aigues las apartó con el gesto y, posando la mano en el hombro frágil de la enferma, dijo:
—Mira bien: la mujer que te ha echado el mal de ojo va a aparecer en el agua. Sus cabellos… —pasó la mano por el pelo de Amande, como hacen los hipnotizadores; ella repitió, desesperantemente vacía su mirada:
—Sus cabellos…
El hombre continuaba, creando la figura rasgo por rasgo:
—Sus ojos…
—Sus ojos… —repetía Amande.
—Su boca…
—Su boca…
Algénare se había puesto de rodillas y de pronto exclamó:
—¡No mires más, Amande! No mires más. No vas a ver nada… No soy yo… No verás nada…
Hablaba tartamudeando, repetía, se arrastraba por el suelo:
—No soy yo, ¿verdad que no? ¿A que no era yo?
Amande se llevó las manos al rostro y dijo:
—Siempre lo he sabido.
Y se dejó caer en la silla donde antes se había sentado. En ese momento, un fuerte acceso de tos la sacudió. Sintiendo que sus labios se teñían de sangre, abrió el bolso para sacar un pañuelo.
Las mujeres, entonces, se levantaron y formaron corro en torno a la muchacha que se denunciaba por sus propias negaciones. Cattanéo d’Aigues parecía no enterarse de nada: abrió por su cuenta el cajón de un aparador y eligió entre otros un cuchillo, probó la punta afilada y se lo tendió a Amande. Ésta lo miró estúpidamente, sin comprender. El hombre le dijo:
—Ahora vas a clavar tu cuchillo en el agua, ahí donde has visto la imagen. Tienes que ir hasta el fondo, aunque el agua resista, aunque grite…
Y añadió, tras un instante de reflexión:
—Aunque sangre.
—¿Así sanaré?
—Sí —respondió el ensalmador.
Amande se levantó y prosiguió:
—¿Y ella morirá?
Su voz era apenas audible. Cattanéo d’Aigues confirmó:
—Sí.
Algénare aullaba más que gritaba al decir:
—¡No quiero que me matéis!
Amande, inclinada sobre el barreño, miraba el agua. Esa agua que iba a resistir, a gritar, a sangrar, la aterraba como si fuera una mujer viva; más aún que una mujer viva. En su fuero interno reprochaba a Cattanéo d’Aigues que la hubiera prevenido, porque así la reprimía de intervenir. Se actúa sin saber lo que puede acaecer, y precisamente para saberlo. Más de una vez se había dicho Amande que si Humbert la abandonaba, lo mataría. Pero él no la abandonaba; nadie, en realidad, la abandonaba y ella no podía guardar rencor a Algénare por haber deseado su muerte: en su lugar ella hubiera hecho lo mismo. No, no podía reprobar el proceder de Algénare, puesto que aquélla sufría de no ser amada: Humbert no la quería. Casi le dieron ganas de reír. ¿Qué importaba esa pobre chica? ¿Qué valía una hechicera que ni siquiera tenía poder para ganarse el amor de un hombre? Por más que trató de imaginar el daño que Algénare hubiera podido hacerle —los procedimientos del maleficio, el aojo—, no lo consiguió. Así pues, entre aquellas mujeres que la compadecían y, por apiadarse, creían librarse de ella, había una que la envidiaba, la envidiaba tanto como para desear su muerte. He aquí que su felicidad era un estorbo para alguien: luego era feliz. Triunfante, Amande miraba a Algénare revolcándose en el suelo.
El murmullo del agua, incitante, llenaba los oídos de Amande y se confundía, por dentro, con el palpitar de las arterias; no hubiera podido suponer que su cuerpo contenía aún tanta sangre.
De lo más recóndito de la infancia le vinieron recuerdos, como de un país lejano al que nunca más habría de retornar; imágenes netas, incisivas, aparecían casi absurdas al no tener ya relación con nada: un conejo que tenía que matar en la cocina para la comida del domingo, su madre gritándole que se diera más prisa y ella que no tenía valor para acometer la peluda piel viva: aquello se resistía y derramaba por todas partes su vida, de una manera horrenda, imprevisible y repugnante. Luego, cuando la pusieron a servir, siendo casi una niña, en casa de una mujer que le daba poco de comer, la obligaba a trabajar hasta extenuarse y la maltrataba. El día que, decidida a no seguir sirviendo, intentó cercenarse el dedo pulgar para que no la hicieran trabajar nunca más; sangraba mucho, corría la sangre y no podían restañarla; se llevaba la mano a la boca para chupar el dedo herido, la boca se llenaba de sangre y ella se la tragaba a duras penas. Si ahora el agua del caldero iba a llenarse de sangre, Amande se preguntaba qué podría quedar en este mundo de puro, de limpio, de bueno para beber.
Sofocada, dijo:
—¡Qué sed tengo!
Nadie la oyó. Respiraba con dificultad, el cuchillo se le escapó de las manos. Viéndola desfallecer, las mujeres acudieron a ella.
Cattanéo d’Aigues se puso el abrigo disponiéndose a salir. Era de temple duro. La muerte de Amande, ahora ya segura, suponía para él un acontecimiento legitimado en cierto modo por la certeza adquirida; un hecho que iba a ser penoso para sus allegados, cruel para su amante —al menos durante las primeras horas—, beneficioso tal vez para el hijo, liberado de una madre inútil a la que, por no haberla conocido, no había de llorar. En cualquier caso, una muerte que a él le era indiferente. Se sentía defraudado. Al advertir a Amande que el agua podía ensangrentarse, no había hecho sino atenerse a la fraseología habitual en estos casos: por más que hubiera oficiado muchas veces en este rito, convencido de su eficacia, la verdad es que nunca había visto la sangre. A lo sumo, la persona hechizada notaba una resistencia, a veces oía un grito. No dudaba de que el fenómeno completo pudiera llegar a producirse y, así como un sabio se obstina en repetir un experimento que sigue siendo imperfecto, así Cattanéo d’Aigues se empecinaba, de enfermo en enfermo, en obtener, por fin, el milagro total. No le perdonaba a Amande que no le hubiera secundado mejor, siendo como eran circunstancias particularmente favorables puesto que, por una vez, la propia autora del maleficio estaba presente. Aquel hombre rústico, que no dejaba de ser lúcido y se interesaba únicamente por los hechos concretos, ponía en sus fórmulas de hechicería un espíritu de facultativo, lo mismo que ciertos hombres de ciencia ponen, al tratar a sus enfermos, un alma de taumaturgos.
Cruzó la estancia, su mirada se posó en Algénare, que continuaba desplomada sobre los baldosines rojos del pavimento, sin llorar, pero con un rumor de sollozos en la garganta. Cattanéo d’Aigues se dirigió a ella:
—Así que ¿eres tú quien ha hecho el mal?
Su curiosidad se centraba ahora sólo en Algénare. La muchacha seguía callada, mientras el hombre iba enumerando los diferentes procedimientos de practicar el maleficio: el corazón de buey traspasado de clavos, el limón sepultado en el umbral, las raspaduras de uñas quemadas de cierta manera… A cada frase, Algénare sacudía salvajemente la cabeza.
—No, no… No he hecho nada más que desearlo… Sólo desearlo… —dijo al cabo.
Cattanéo d’Aigues sintió hacia ella el respeto, la admiración casi, que inspira el adversario en quien se descubre, de pronto, una potencia insospechada.
—Entonces, es que tienes mucho poder.
Y, diciendo esto, salió de la cocina.
Vagas imágenes pasaban por la cabeza de Algénare: se acordaba de la irrupción en la casa paterna de unos fascistas que la golpearon; acurrucada en el suelo, había esperado a que pasara aquel turbión de hombres. Ahora se preguntaba a qué aguardaban aquellas mujeres para pegarle, para arrojarla a la calle. ¡A lo mejor Humbert iba a matarla! Alzó la cabeza y lo vio llorando en un rincón. Casi con impaciencia esperaba que comenzaran las injurias. Una atmósfera densa y vibrante se cargaba de palabras y de gritos que no se dirigían a ella. Puesto que todo aquel vocerío no la concernía, venía a ser silencio.
Algénare se levantó del suelo. Las mujeres se agitaban en torno a Amande, que se había desvanecido. El abrigo se le había resbalado de los hombros y aparecía su cuerpo desnudo, delgado, blanco, liso como una almendra que la cáscara hubiera dejado de recubrir: se diría que ese cuerpo contenía y a la vez exponía la muerte, cual una custodia que guarda la sagrada forma. Su cabeza caída pesaba sobre el respaldo de la silla; Algénare no podía verle la cara. Llevada por una singular curiosidad —acaso la vaga esperanza de algo irreparable— se acercó, inclinándose para atisbar, y puso maquinalmente la mano en el hombro de una de las mujeres: ésta se volvió dando un grito. Era la madre del niño. Sobresaltada, retrocedió y con humildad se dirigió a Algénare:
—Mi pequeño no te ha hecho nada todavía…
Y mientras hablaba hacía lo posible por cubrir con su pañuelo la carita del crío.
Entonces comprendió Algénare por primera vez que habían cambiado las tornas y que ahora ella les causaba terror. No se sintió por ello ni sorprendida ni triunfante: esa noche, aquellas gentes habían entrado en uno de esos ciclos en que lo extraordinario genera lo extraordinario, con toda lógica, como sucede en las geometrías de una pesadilla. Sintiendo un alivio puramente físico, Algénare se dijo que no la maltratarían, que la dejarían salir, que todos deseaban que ella se fuera. Oír el silbido del viento a través de los postigos la hizo pensar que afuera tendría frío; vagamente buscó algo con los ojos por la habitación y dijo:
—Mi mantón…
La mirada de las mujeres recorrió la cocina. Se veían los flecos del mantón arrastrando por el suelo; Algénare lo había dejado, cuando llegó, en el respaldo de una silla: la silla en donde Amande estaba ahora inerte. Unas manos levantaron la cabeza desmayada, que osciló de derecha a izquierda con infantil inconsciencia. Humbert tiró del mantón, que resistía, trabado sin duda por alguna aspereza invisible, y la lentitud con que hubo de manejarse confirió a ese ademán tan simple, en el que nadie habría reparado de haber durado menos, una importancia particular, casi intolerable. Humbert dobló el paño cuadrado metódicamente, como si valiera la pena hacerlo, y se lo tendió a Algénare. Sus miradas se cruzaron: en los ojos de Humbert no había ni cólera ni siquiera asombro, nada más que ese vacío en que nos sume el tener que someternos al infortunio.
Sólo en aquel momento se desvaneció lo que le restaba a Algénare de esperanzas amorosas, tanto más vivas cuanto que, siendo inconscientes, no había tenido que rechazarlas por absurdas: ahora ya sabía que nunca le pertenecería a aquel hombre y que, seguramente, no sería jamás para ningún otro. El miedo aniquilaba también, al mismo tiempo que las posibilidades de odio, las probabilidades de amor. Ahora que se había revelado, con una prueba que todos juzgaban decisiva, su poder misterioso de hacer daño, aquellas gentes no se indignarían ya del mal que se suponía había hecho, ni del que aún pudiera hacer. Todos pensaban, sin decírselo, en los síntomas que en otro tiempo no habían tomado en cuenta, o que les habían inquietado sin llegar a servirles, no obstante, de advertencia: la tranquila seguridad de la muchacha ante los animales salvajes, los ruidos extraños que se producían en torno a ella, incluso las manchas que tenía en los ojos. Se acordaban también de que un niño que le dieron a guardar había muerto de repente. La compasión —nacida de la memoria ancestral de persecuciones y hogueras expiatorias, y renovada en experiencias más recientes por las crisis histéricas que hacen presa en las brujas— se mezclaba al terror que Algénare les inspiraba y lo transmutaba casi en una forma despavorida del respeto. Un oscuro sentido de la organización del mundo les hacía admitir la existencia de seres diferentes de los demás, aun cuando sus acciones sean un escándalo para la razón, y más de una vez para el corazón. Su acto de fe, o de resignación, hacia el Creador ratificaba hasta la necesidad de que hubiera brujas. Expresando esa noción confusa por medio de un símbolo que no carecía de belleza, aquellos campesinos católicos se decían que el sacrificio de la misa no podía celebrarse si no vagaba alrededor de la iglesia una esclava del antiguo enemigo, del viejo acusador, pero también, a fin de cuentas, del viejo auxiliar de Dios. Y, asignando instintivamente al clero la tarea de ordenar el mundo espiritual, que es matriz y sustentación menos visible del otro mundo material, suponían que ciertos días del año el sacerdote marca al niño que bautiza con un signo que le predestinará al oficio doloroso, pero indispensable, de pequeño servidor del Mal.
Algénare se embozó en su mantón, aterida, como si la alcanzara ya el frío de la calle. Nadie pronunciaba una palabra: se oía el estertor silbante, cada vez más entrecortado, de la expiración de Amande, y esos sonidos inarticulados, ese esfuerzo animal perceptible bajo el pecho desnudo, esas sacudidas sintomáticas del desbaratamiento interior eran como la faz mecánica de la muerte. Cuando hubo acabado de prenderse el mantón, Algénare se dirigió a la puerta: todos miraron en silencio cómo se cerraba tras ella.
Bajó la escalera a oscuras, con precauciones de ciego. En el portal ardía un cabo de vela, alumbrando pobremente desde un rincón; un gato que la conocía fue a frotarse contra sus piernas, solicitando ser acariciado. Algénare se agachó hacia el animal; por un instante, la inocencia del felino respondió a su propia oscura inocencia. No le cabía la menor duda de que ella había matado a Amande al haber deseado su muerte: no dudaba siquiera, puesto que nadie lo ponía en duda. Al mismo tiempo, la certidumbre de ese extraño poder borraba el remordimiento que causa un crimen corriente, ya que le aportaba la convicción de una irresponsabilidad que no era una excusa, sino una justificación. Aquel que vive habitado por una fuerza superior perdería toda razón de ser si no actuara como instrumento de esa fuerza. No habiendo nunca oído decir que las hechiceras se avergonzaran de serlo, Algénare entraba ya en su personaje y dejaba de sentir vergüenza. A pesar de que Amande fuera una amiga querida, y que el afecto era tanto más verdadero cuanto que la envidia era aún mayor —en cierto modo se asimilaba a Amande, de tanto suplantarla con el pensamiento—, súbitamente cesó de compadecerla: una hechicera no se compadece de sus víctimas. La certeza de que Humbert no podría nunca sentir por ella otra cosa que no fuese el horror, acrecentado tal vez porque así se disimularía a sí mismo el secreto alivio que esa muerte le procuraba; esa certeza, la única precisa, discernible, pesando en ella con toda su carga de amargura como un cuerpo intruso, le restaba a Algénare el beneficio de su volición de muerte, que había adquirido valor de acto. Olvidándose de que aquella obsesión destructiva tenía su raíz en el instinto más primario, el más explicable sin duda, la muchacha venía a imaginar que había sido algo puramente gratuito, puesto que se había comprobado su total inutilidad. No sacar ningún provecho de su acto disipaba no sólo el pesar de haberlo provocado, sino incluso la noción misma de haber abrigado un interés oculto en esa muerte, como si la ausencia de beneficio confiriese a tal acción el misterio, el ennoblecimiento casi, de haber sido sin causa.
Algunas de las mujeres, que habían bajado detrás de ella, se apartaron en el umbral de la casa para no rozarla; Algénare las oyó murmurar que Amande no duraría hasta el alba. Luego, esos vagos espectros pasaron delante y se desvanecieron en la noche.
Empezó a llover; Algénare se envolvió más apretadamente en su mantón y tomó por la calleja estrecha y pedregosa. Según andaba, iba pensando. No es que siguiera el hilo de un pensamiento coherente, en general no discurría; era de las que piensan por sucesivas asociaciones de imágenes: el toldo bajado de una lavandería le recordó que Toussainte le había pedido que fuera al día siguiente para ayudarla a hacer la colada; no tendría ya que ir, nadie esperaría que lo hiciera. Se dijo, con brusco regocijo, que se había acabado eso de los pequeños favores a las vecinas, moler el café por la noche, encender el fuego por la mañana… Se habían terminado también los parloteos con los muchachos a la luz de las farolas, y los bailes populares bullangueros y brillantes de luces rojas, y las reuniones en el obrador, cuando llega la primavera. Ahora estaba sola. Ocurría con ese poder que le atribuían, y que desde ahora también ella se atribuía, como con el círculo de los antiguos magos: que a la vez aísla y defiende. Tal el rey aquel de la leyenda, que convertía en oro cuanto tocaba, todo alrededor de ella, desde este momento, se tornaría horror. Y al mismo tiempo, no estaba tan sola como antes: se sentía ligada, a través del espacio, por lazos tanto más fuertes cuanto que eran invisibles, a la comunidad de todos aquellos que son perseguidos y al propio tiempo halagados, temidos y reverenciados; es decir, a la cofradía de los teúrgos, de los practicantes de ciencias ocultas, de los brujos de pueblo.
Esta muchacha, que hasta entonces no había obtenido nada de la vida ni de ella misma, experimentaba ahora la exaltación íntima, orgánica, de quien acaba de descubrir el amor, o de quien presiente la gloria: algo nuevo, ignoto, que la transformaba, iba manifestándose en ella. Una personalidad configurada de antemano, infinitamente más rica que la suya, la estaba sustituyendo; una personalidad a la que ella trataría, hasta su muerte, de ajustarse.
Algénare se detuvo delante de un charco del último chaparrón; se inclinó hacia el agua al resplandor de una ventana iluminada, intentando distinguir su rostro y, súbitamente, rompió a reír. Se reía con una risa que ni ella misma hubiera podido suponer, una risa salvaje y malvada. Esa maldad la convenció más que ninguna otra cosa de que se había transformado; o más bien se había encontrado. No sólo su corazón, sino también el aspecto del mundo había cambiado para ella: una escoba olvidada en un patio, una aguja prendida en su blusa, el balido de una cabra a través del muro de un establo no le recordaban ya los quehaceres corrientes, fáciles, de la vida cotidiana, sino las escenas de hechicería y de aquelarre. Y cuando echó hacia atrás la cabeza para aspirar mejor el aire de la noche, las estrellas estaban trazando para ella, en grandes rasgos centelleantes, las letras gigantescas del alfabeto de las brujas.