Naranja luna
Juan RuoccoI.
Todos me lo habían dicho: no juegues con la muerte. Pero yo no hice caso, estaba en un aprieto y necesitaba la guita. A Mari no podía pedirle nada más porque me echaba de casa; el Tucumano, por su parte, quería la guita ya y ya. Yo le debía: había tomado más de la cuenta y no había pagado nada. Pero el verdadero problema era el tanque de GNC. Sin el equipo no podía trabajar así que no me quedaba otra que ver al Tuerto, mi compañero de la secundaria, una secundaria que, claro, ninguno de los dos terminó. Compinches, los dos nos quedamos en el barrio. Fui hasta su casa, abrió la puerta, me saludó y en dos segundos me sacó la ficha. Me ofreció “un laburo” pero no agarré. No soy bueno para el afano, los fierros me dan cagazo, pero eso nunca se lo dije a nadie. Más no te puedo ayudar, me dijo el Tuerto. Detrás de él, en una repisa, había una estatuita de yeso medio despintada de un santo que no conocía. Era rara: la estatua tenía una túnica negra, guadaña y una calavera por cabeza. Parecía la muerte. Le pregunté al Tuerto qué era y se hizo el boludo; insistí y me dijo sos un colgado, amigo, mirá que este no perdona. Me enojé porque todos me dicen lo mismo: si no fueras tan colgado, Negro. Colgado las pelotas, pensé. Abrí la puerta y salí furioso. Di marcha al peugeot 504 y no arrancó: me bajé a empujar y el Tuerto salió a darme una mano; después saltó al asiento de conductor, puso el auto en segunda y mientras él le daba despacito al embriague y yo seguía empujando, el auto encendió. Corrí al asiento del conductor, para hacer un enroque: él se bajó rápido, yo me subí a manejar y, por un segundo, el auto anduvo sin conductor. Me acomodé al volante y mientras el auto avanzaba por la calle de tierra miré por el retrovisor cómo el Tuerto se hacía cada vez más chiquito. Cuando bajé del auto encontré en el asiento una estampita del santo ese de la calavera y la guadaña; la levanté y vi que en el dorso decía “san la muerte” y algo más escrito en birome: Ruta 3 kilómetro 185.
II.
Fui a ver a mi vieja, era la única que todavía me bancaba, y le pedí guita. Mi vieja dijo “siempre igual, sos un vago, no cambiás más” y se largó a llorar para después soltar la daga más filosa “¿Por qué se tuvo que morir Esteban, que era bueno, estudioso, trabajador?” No le dije nada y me fui a la cocina a preparar un mate. Mi vieja entró con un fajito de billetes, más te vale que me lo devuelvas, ya no te aguanto más, me dijo. Agarré la plata, tomé un mate, le dí un beso a mi vieja y me fui. Manejé hasta la santería y pregunté por Mirta pero me dijeron que no estaba. Al pibe del mostrador le mostré la estampita y le pregunté si lo conocía, llevale un par de velas negras, y ojo que tenés que cumplirle eh. Mirá que ese no perdona, me dijo. Agarré las velas y me fui a cargar nafta. Compré un sánguche en la estación de servicio, encaré para la Ruta 3 y le metí hasta el kilómetro indicado en la estampita, cerca de Las Flores. Llegué con el cielo ya anaranjado. Dejé el auto en la banquina y a un par de metros, atrás de un árbol, encontré un santuario pequeño con una estatuita del santo, el mismo esqueleto con túnica negra y guadaña. Prendí las velas, las puse junto al santo y largué mi pedido: un equipo nuevo de GNC y laburo; a cambio, ofrecí construirle un altar mejor, de cemento, para que los que pasaran por ahí le rindieran tributo. Al final, nunca pude cumplir con mi parte.
III.
El chofer del camión que tenía que salir para Viedma no aparecía. Los compañeros no lo encontraban y yo pensé: debe estar en pedo en un cabaret. No me quedaba otra que hacer el viaje. La puta madre, hacía años que no salía a la ruta. Llamé a Flavio y le pedí que me cuidara el negocio un par de días. Sí, Negro, quedate tranquilo, yo me encargo, me dijo. El camión estaba impecable, era el cuarto que compraba ese año. Salí del galpón de Pompeya, y por la General Paz encaré hacia la Ruta 3.
Poco antes de llegar a Las Flores unas tremendas ganas de mear me sacaron de la ruta. Paré el camión, puse las balizas y estacioné en la banquina. Los autos me pasaban por al lado a toda velocidad. Caminé hasta unos árboles para que nadie me viera; me bajé la bragueta y me puse a mirar la luna que asomaba a mi derecha y parecía más grande que de costumbre. Parecía teñida de naranja, en un tono tan fuerte que, más bien, parecía rojo sangre. Cuando bajé la vista ví que estaba meando sobre un pequeño santuario, de esos que hay en las rutas. Saqué el encendedor para iluminar al santo, una imagen con guadaña, túnica negra y calavera. De pronto sentí un martillazo que me partía la cabeza en dos y me desmayé, no sé por cuánto tiempo, si un segundo, un minuto, una hora o todo un día. Cuando me levanté del piso la noche era cerrada y sólo se veía la luna enorme y roja. Caminé hasta dónde había estacionado el camión, pero no lo encontré. Caminé un poco más, pero no podía encontrar la ruta. No puedo ser tan pelotudo, pensé. Di vueltas algo así como una hora pero no encontré el camino a la ruta. En el límite de los árboles sólo encontré un alambrado, lo salté y me puse a caminar por entre medio del campo de soja. Lo único que se veía en el cielo era la gran luna anaranjada, que a esta altura ya era para mí como un imán irresistible.
Caminé largo rato hasta llegar al límite del campo. Más allá del alambrado había un río que decidí cruzar. Cuando dí los primeros pasos, el agua, más oscura que lo normal, me llegó a la cintura. Las zapatillas se me enterraban en el barro y cada paso se hacía más pesado que el anterior. Salí del agua agotado, parecían haber pasado horas desde que había bajado del camión y sin embargo la noche se mantenía firme. Caminé un poco más, mojado y con frío. No sabía cómo ni porqué, pero estaba dispuesto a caminar y caminar. En el horizonte, empecé a ver un paisaje de unas piedras enormes que reflejaban la luz de la luna.
Con cada paso, el terreno se ponía más árido, el cansancio se acentuaba y me dolía cada parte del cuerpo. Las piernas no me daban más. Cuando me acerqué a las rocas, pude ver en la tierra unos agujeros que parecían recién hechos y me recordaron a las tumbas del cementerio de la Chacarita. El lugar olía a podrido.
Al pié de las rocas, por fin pude ver su tamaño. Eran enormes, antiguas, tan grandes que eclipsaban la luna. En un costado pude distinguir una escalera tallada en la piedra. Cuando pisé el primer escalón, mi cuerpo que temblaba me pedía que no siguiera. Pero la atracción era mayor. Estoy jugado, pensé, y subí de a uno los escalones. Llegué a la cima casi al borde del desmayo. Corría un viento fuerte, una docena de piedras enormes formaban un círculo y rodeaban una roca negra que parecía un altar. Entonces, por detrás de una de la piedras, asomó un esqueleto humano. Se movía como si estuviera vivo y parecía mirarme desde los agujeros en dónde alguna vez había tenido los ojos; del cuello le colgaban medallitas y cadenas de oro y llevaba lo que parecía un uniforme de militar. Muy viejo, de la época de la colonia o algo así. En la mano tenía un gran cuchillo, que reflejaba la luz de la Luna. El esqueleto se me acercó, y aunque quise escapar, mi cuerpo no me respondió. Detrás mío, otro grupo de esqueletos se había reunido sin que yo me hubiese dado cuenta. Entre todos me agarraron y me llevaron al altar donde me mantuvieron acostado. Apenas podía moverme y mi escasa resistencia no sirvió para nada. El jefe de los esqueletos se puso junto a mí y lanzó un grito incomprensible. Con sus manos levantó el cuchillo por sobre su cabeza y de un golpe preciso lo enterró en mi pecho. Grité como nunca en la vida. Sentía los huesos de mi pecho partirse en pedazos, como si fueran huesos de pollo. Los otros esqueletos tomaron mis costillas y las separaron; el esqueleto uniformado enterró su mano en mi tórax y con un movimiento limpio me arrancó el corazón.
Al instante, lo llevó a su pecho. La sangre que escupía mi corazón le mojó sus huesos y entonces, donde no había nada, crecieron venas, luego tendones, órganos, músculos y piel. En unos segundos el esqueleto se había vuelto un ser humano igual a mí. Antes de desaparecer, lo ví sonreír con una mueca infernal.
IV.
Desperté de golpe sentado en la cabina del camión al costado de la ruta. Me abrí la camisa para mirarme el pecho y estaba intacto. Ni una marca, nada. De la guantera saqué un atado de puchos, encendí uno y bajé la ventanilla. Mientras manejaba hasta el primer pueblo, el viento y el cigarrillo me devolvieron a la realidad. En un hotel barato, frente a la ruta, alquilé una habitación. El pibe de la recepción me llevó hasta allí, me mostró la cama, el baño, y me dejó los controles remotos. Agradecí y me tiré a descansar. Me quedé dormido con la tele prendida. Soñé con las piedras, los esqueletos y mi corazón extirpado. Me desperté a los gritos. Fui al baño, me lavé la cara y me miré en el espejo. Estoy hecho mierda, pensé. Me vi pálido y con la piel pegada a los huesos. Asustado, fui hasta el mostrador, le pedí al pibe la dirección del hospital de la zona y me indicó cómo llegar. Cuando preguntó si me sentía bien pensé ¿no ve cómo estoy? pero le dije que sí. Salí del hotel, me subí al camión y manejé hasta la guardia.
En la guardia esperé un millón de horas, intenté mentir para que me atendieran rápido pero no funcionó. Cuando terminé el atado entero de cigarrillos me atendió el médico de guardia y me mandó directo a hacer una placa. La sala de rayos era vieja y con un asqueroso olor a hospital. El técnico, que también fumaba, pidió que me sacara la camisa. En la primera placa gritó no te muevas desde el cuartito de al lado. No me moví. Salió y me dijo vamos a volver a hacerla, pero no te muevas. Qué pelotudo, pensé. Volvió a salir, me miró enojado y fue a llamar al médico. Cuando volvió le pidió que se quedara conmigo mientras él repetía la placa por tercera vez. Yo ya quería irme a la mierda.
El técnico salió furioso. No puede ser, gritó. El médico tomó la placa, la miró contra un tubo de luz y de inmediato se puso pálido. Me llevó al consultorio, puso la placa en la pantalla y me mostró las fracturas del tórax: donde debía estar el corazón, sólo había un agujero. Me revisó con el estetoscopio y dijo que no podía ser, el corazón no late, no hay corazón, no podés estar vivo. Desesperado, salí corriendo, el médico salió detrás, mientras pedía a los gritos un enfermero. Cuando subí al camión se largó una tormenta y un relámpago lo iluminó todo, en el piso del acompañante algo brillaba. Clavé los frenos y estiré la mano: era el cuchillo que había usado el esqueleto uniformado. Otro relámpago.
Me miré en el retrovisor y estaba hecho un espanto. Mientras manejaba a toda velocidad, pude ver los huesos de mi mano. Pese a que mi carne estaba seca y mis venas vacías, los dedos aún se movían.