I.
Ricardo Civile tenía dos pasiones: el metal pesado y la cocaína. Era cantante y guitarrista de la banda “Némesis” que había fundado junto a tres amigos de Parque Avellaneda, su barrio. Francisco Soto en batería, Nicolás Scarcella en el bajo y Germán Vinardi en la primera guitarra. La banda, de poco éxito más allá de los círculos metaleros, era una excusa para salir de joda más que un proyecto musical serio. Sin embargo, el poco renombre que habían conseguido les alcanzó para tocar en la fecha más importante del año. Un grupo filo nazi con sede en Río Gallegos había organizado un festival para conmemorar el 2 de Abril y la Guerra de Malvinas. La banda aceptó la invitación, no antes sin algunos conflictos dado que Civile había insistido que en esa fecha era imposible viajar porque tenía un compromiso con su grupo de la “Escuela Científica Basilio” al cual asistía todas las semanas. Sus amigos no podían creer que el cantante estuviese metido en ese tipo de historias, pero Civile sostenía que le ayudaba a tener su consumo de cocaína bajo control. Al resto de la banda esto le parecía un absurdo ya que Civile era, por lejos, el que más falopa tomaba de todos.
Pese a los vaivenes, Civile aceptó y la banda confirmó su participación. Organizaron la fecha y el recital transcurrió sin problemas, hasta que en la mitad Civile sintió mucha fatiga y pidió un breve descanso. El grupo hizo un corte para ir a tomar aire atrás del escenario donde estaban los equipos de repuesto. Civile agarró una mochila al lado de un cabezal Peavey y sacó una bolsa de falopa. Abrió la billetera, sacó el carnet de la obra social, lo apoyó sobre el cabezal, desató el nudo de la bolsa, sacó una roca de merca, la puso sobre un espejito que sacó del bolsillo de atrás del jean, la aplastó con el carnet, y peinó una raya. La salud es lo primero, pensó. Sacó de la billetera un billete, lo enrolló, se lo puso en la nariz, apretó la fosa libre con el índice y acercó la nariz a la raya. Aspiró con fuerza.
La merca bajó por la garganta y sintió con fuerza el amargor, esta sensación es única, pensó. Sintió cómo se le adormecía la tráquea, hizo fuerza con la nariz y se tragó, cual aspiradora, el resto de los mocos con falopa que le habían quedado. En ese instante se sintió Superman, una sensación de plenitud le invadió el pecho, de pronto su visión se agudizó y todos los sonidos se hicieron más bajos. En ese instante, sin notarlo, tuvo un síncope y se cayó al piso como una bolsa de papas. Sus compañeros corrieron a auxiliarlo.
II.
Ricardo se despertó en una llanura desierta que parecía la Patagonia Austral. Le hacía recordar a Chubut o Santa Cruz. Se incorporó y caminó por el desierto hasta que, no muy lejos de él, vió un arbusto que ardía pero no se consumía. Mientras miraba el fuego como hipnotizado, escuchó una voz que parecía salir del arbusto.
— ¡Ricardo Civile!
— Soy yo.
— No te acerques, quitate el calzado de los pies, porque el lugar en que estás, es tierra santa.
Sin dudar, Civile se quitó los borceguíes, aunque no daba crédito a lo que veía.
— Yo soy el Dios de tu padre, Dios de San Martín, Dios de Rosas, y Dios de Juan Perón.
Civile se tapó la cara, porque tuvo terror de mirar a Dios. Un terror diferente al que había sentido durante toda su vida. No causado por una emoción, sino por la majestuosidad inexpugnable producto de estar en presencia de un ser sobrenatural.
—Bien, he visto la aflicción de mi pueblo y he oído su clamor a causa de sus opresores; pues conozco sus angustias y he descendido para librarlos del yugo imperialista. El clamor, pues, de los hijos de San Martín ha venido delante de mí, y también he visto la fuerza con que los oprimen los tiranos. Ven, por tanto, ahora, y te enviaré con el gobernador, para que saques al invasor de tu tierra.
— Soy yo apenas un pobre pecador y lejos de mí está la intención de contradecirlo, pero ¿no es esta tierra acaso libre y soberana, al menos parcialmente?
Dios soltó una carcajada que aturdió a Civile y lo tiró al piso. — Mira a tu alrededor, hombre de poca fe. En ese instante, Civile miró a su alrededor y vió cómo la llanura estaba cubierta de cadáveres de soldados con el uniforme argentino, apilados uno arriba del otro. En ese instante se dió cuenta de que estaba en las Islas Malvinas. Dios retomó la palabra:
— Ricardo, harás como te digo yo, el señor tu Dios, Dios de San Martín de Rosas y de Juan Perón. Esta misma noche caminarás hasta un almacén abandonado, cerca de la costa, dónde encontrarás un viejo manto. Mientras lo lleves encima de tus hombros, el agua no podrá tocarte porque yo así lo digo. Cruzarás el mar caminando para que los hombres se maravillen de mi poder. Caminarás a Puerto Stanley donde las fuerzas del gobernador te tomarán prisionero e intentarán humillarte. Pero tu así les dirás: YAVÉ me envió para destruirles; y a menos que declaren este territorio como argentino, lanzare mi ángel de la muerte para segar la vida de todos los invasores.
Así, la voz en el fuego concluyó su discurso antes de desaparecer junto con la llama.
III.
Civile se levantó de nuevo, pero esta vez estaba en la parte de atrás del escenario. Soto, Vinardi y Scarcella estaban encima de él, lo ayudaron a levantarse y le preguntaron si se sentía bien. Civile asintió y preguntó si estuvo mucho tiempo desmayado. Menos de un minuto, dijo Vinardi. Volvieron al escenario y terminaron el recital. Una vez concluído el show, la banda se fue al hotel a descansar. Mientras el resto de la banda armaba planes, Civile salió del hotel y se prendió un cigarrillo. No podía parar de pensar en el sueño que había tenido. Sus inclinaciones teístas le pesaban. Llamó al resto de la banda que salió de inmediato.
—Miren, tuve un sueño re loco. Dios me habló. Soto revoléo los ojos en señal de desaprobación. — Dale, pelotudo — dijo Civile.
— Ricardo, supuestamente Dios te habla todas las semanas ahí en la iglesia esa rara a la que vas— disparó Vinardi.
— Si, si tenés razón, pero esto es distinto. Me habló en serio, escuché la voz, lo ví.
—¿Y... es Keith Richards? — dijo Scarcella.
—Basta forros... Miren, vamos a hacerlo sencillo. Me dijo que vaya a buscar un poncho a un almacén abandonado cerca del mar, o sea que si el poncho aparece, es porque Dios me habló ¿Qué dicen?
—Si es mentira pagás todas las cervezas vos— dijo Soto. —Hecho— dijo Ricardo.
La banda compró unas latas de cerveza en un local casi cerrado, gracias a que el dueño los reconoció del recital. Después de la foto obligada, se fueron para la playa y caminaron por la costa sin mucha suerte. Prendieron un porro que fumaron con cierto temor a la represalia policial. Caminaron casi una hora por la costanera hasta que cerca del número 600 de la avenida Brown, el grupo divisió un galpón muy venido a menos. Era un tinglado, con el techo completo, pero con casi todas las chapas de las paredes voladas por el viento. Una capa de mugre, mezclada con los yuyos, alfombraba el piso.
Civile recorrió el lugar y encontró un baúl atrás de un tractor oxidado mientras la banda se burlaba de él desde el umbral. Se metió atrás del tractor, abrió el baúl y encontró adentro un poncho grueso que estaba marrón oscuro por la mugre, el óxido y el paso del tiempo. Lo sacó y se lo puso sobre los hombros. Lo sintió pesado. Sin decir ninguna palabra, pasó por delante del grupo y se fue derecho a la playa. Los compañeros, consternados por el hallazgo, lo siguieron.
Ricardo se acercó a la orilla para apreciar el océano Atlántico que estaba revoltoso incluso para que un barco pesquero, esos que pasan casi la misma cantidad de tiempo en el agua que juntando óxido. Miró las olas que rompían con furia a pocos metros de la orilla, puso el primer pie en el agua y después, el segundo.
Sus compañeros corrieron hasta donde estaba para convencerlo de que no cometa la imprudencia de meterse al agua en esas condiciones. Ricardo no les llevó el apunte, estaba absorto mirando el oleaje. Apenas dijo:
— El harapo este estaba en el galpón, como dijo Dios en mi sueño. Con mojarme un poco las patas no pierdo nada...
— Pero con el frío que hace te podés quedar congelado— dijo Scarcella.
— Además está muy picado, mirá las olas— agregó Soto.
Civile los miró fijo, por un instante, pero no dijo nada. Caminó un poco más hacia el mar, los borceguíes se le llenaron de agua salada y arena. Caminó más, el agua le llegó a las rodillas, sus jeans se mojaron. Mientras los amigos miraban incrédulos, Civile hizo unos pasos más, se acercó a la rompiente y allí ocurrió lo imposible, de golpe, torciendo la leyes de la razón, la ola rompió sobre Civile pero, en vez de tocarlo, se abrío a la mitad. Civile caminó un par de pasos más y le hizo señas a sus amigos para que lo sigan. A sus pies, el mar se abría a la mitad como un libro. Mientras el cantante avanzaba las aguas se abrían a su lado, y así formaban un muro a su derecha y a su izquierda. Sus amigos, espantados, corrieron detrás de él para intentar frenarlo, pero al ver las murallas de agua a sus costados cayeron presos de la fascinación y en silencio acompañaron el peregrinaje de su amigo. Así el grupo caminó durante siete días y siete noches por la plataforma submarina que conecta el continente con las Islas Malvinas. Cada vez que Civile parecía desfallecer, caía del cielo una lluvia de pequeños pedazos de pan que mantenían al músico y al grupo con vida. Seguido caía una leve lluvia, que lograban atrapar con su ropa, y era suficiente para no morir de sed. Durante el peregrinaje fueron testigos de espectáculos indescriptibles, los muros de agua les permitían, de forma privilegiada, ver la vida submarina con una claridad que nadie antes había podido tener. De las miles de escenas que vieron de las profundidades, desde pequeños peces hasta ballenas azules, lo que más disfrutó el grupo fue la pelea, a muerte, entre un elefante marino y un calamar de tres metros de longitud. La plenitud de la exuberancia del océano estaba al alcance de sus manos.
La última jornada fue la más difícil. Civile desfallecido por el cansancio, el hambre, la sed y el sueño, cayó de rodillas sobre el lecho marino. Las olas inmensas que mantenía a raya el poder del manto, se cernieron sobre el grupo. Sus compañeros, un poco menos cansados, lo levantaron, pasaron sus brazos sobre sus hombros y lo llevaron en andas.
Varias horas más tarde todo el grupo, salvo Scarcella, se desplomó por el cansancio. Scarcella, mientras las olas se volvían a cerrar sobre ellos, avanzó unos metros hasta que en el horizonte asomó un pedazo de tierra. Corrió a toda velocidad hasta encontrarse con el grupo, levantó a Civile en brazos y ordenó a los demás que hagan lo mismo. Las Malvinas estaban al alcance de sus ojos.
IV.
El grupo salió a una playa pedregosa. Desmayados por las caminatas interminables, se desplomaron sobre las piedras, y se quedaron dormidos. A la mañana siguiente, la primera luz del sol hizo lo propio y despertó al grupo. Civile apenas abrió los ojos vió a escasos metros un peñasco iluminado por un rayo de luz que se había entrevesado por medio de la aglomeración de nubes espesas que cubrían el cielo. A lo lejos, en la cima del peñasco, un cordero parecía estar esperándolos. El grupo, desesperado por el hambre, corrió hasta donde estaba el animal; lo atraparon y de un piedrazo sentenciaron su paso por el planeta tierra. Civile, juntó unas ramas de piquillín, armó un buen fuego, improvisó una cruz y puso al cordero al lado de las brasas. La banda comió todo lo que pudo, hasta que llegó el atardecer y con él los sueños.
Mientras todos dormitaban, Civile sintió los pasos de un ser que se acercó al fuego y se sentó justo enfrente, las llamas cubrieron su rostro. Dios habló y soltó su sentencia. Si el gobernador no declaraba al territorio como parte de la Argentina, Dios enviaría a su ángel exterminador; pero también delizó una posibilidad de redención para los isleños. Civile debería preparar un gran asado y todos los que comieran de él y pintaran con la sangre del cordero los dinteles de sus casas, no serían exterminados por el ángel.
Cuando Dios terminó de hablar, desapareció de la vista y Civile volvió al sueño. Al día siguiente, el grupo desayunó las sobras del cordero, y el resto quedó para comer cuando fuera necesario. Ricardo, al contar su última visión, convenció a todos de seguir viaje hasta Puerto Stanley. El grupo, ya entregado por completo a su liderazgo, accedió. Además, no había forma de volver al continente y querían ver hasta dónde llegaba todo aquello. Envuelto en harapos, Civile lideró el decenso del grupo por la colina y recorrió las costas de la isla. Al poco tiempo, en medio de una playa pedregosa, encontraron una barca a remos que no dudaron en usar. Subieron a la barca, la echaron al agua y empujaron para cruzar la rompiente. Así, remaron en turnos durante dos días. Por la noche se refugiaban en algún acantilado de la costa y esperaban a que saliera el sol para volver a remar. Cerca de la madrugada del tercer día vieron, a lo lejos, la silueta de un pequeño poblado recortado en el horizonte. Civile ordenó remar hasta la primera playa que hubiese, bajar de la barca y hacer el último tramo a pie. Una vez que dejaron el bote a remos, anduvieron por la estepa hasta dar con una colina repleta de ovejas. Civile dijo que aquel era el lugar ideal para hacer el último gran asado, y ordenó al grupo que bajara a la ciudad a invitar a los kelpers mientras él preparaba la leña y el fuego. Tomó dos piedras y las golpeó una contra otra, hasta sacarles filo. Con ese improvisado cuchillo carneó uno a uno varios corderos. Les cortaba el cuello, esperaba que se desangrasen, los abría a la mitad, separaba las tripas, les quitaba la piel y los ubicaba, uno junto al otro, bien cerca del fuego.
El resto del grupo, mientras tanto, andaba por las calles de Puerto Stanley ante la mirada hostil de los habitantes. A cada paso una ventana se les cerraba de golpe, se escuchaba un portazo o alguien se alejaba a toda velocidad. Aunque ninguno hablaba inglés, cada vez que decían algo los kelpers parecían entenderlos. Así, pese a la atmósfera de rechazo que los rodeaba, lograron entablar alguna conversación. Siempre decían lo mismo, que habría un gran asado a pocos minutos de la ciudad, y señalaban con el dedo la colina de donde se levantaba un hilo de humo directo al cielo. Aunque la mayoría de los kelpers reían o los insultaban, el grupo no se rindió y hablaron hasta con el último habitante del lugar para citar a todos en la colina. Cuando el grupo regresó encontraron a Civile rodeado por un charco de sangre compenetrado en carnear los animales. Les pidió ayuda mientras echaba más leña al fuego. Con el correr de las horas, no había señales de que nadie se acercara, hasta que llegó el primer kelper dispuesto a comer.
Ricardo se alegró y sentó al invitado junto al fuego, mientras esperaban que se hiciera la carne. Luego fueron llegando otros, hasta que en la colina hubo una pequeña multitud. Cada uno que llegaba, cortaba una porción de cordero con su propio cuchillo, y se sentaba en torno a la gran fogata. Al sentir que era el momento propicio, Ricardo se paró delante de la multitud y levantó la voz para contarles porqué los había reunido allí.
Luego de hablar de lo que Dios le había dicho, les propuso:
—Tomen un poco de algodón, o lana, mójenlo en la sangre de los corderos a medio hacer y con eso pinten el dintel de sus casas. Ninguno de ustedes debe salir de su casa hasta mañana, porque Dios se encargará de castigar a los infieles, mas cuando vea la sangre en el dintel el ángel exterminador seguirá de largo.
Así, tras una intensa comilona, cada kelper tomó las sobras de cordero para hacer lo que se les había pedido.
V.
Bien entrada la noche, un grupo de jeeps del ejército rodeó el fogón, a Civile y al resto de la banda. Sin dar explicaciones, un grupo militar con chalecos y fusiles automáticos, apuntó al grupo y les gritó que se tirasen al suelo, pusieran las manos en la nuca y guardaran silencio. Todos obedecieron, y cada uno fue subido a una camioneta distinta. El convoy partió a toda velocidad hasta el cuartel más cercano. Allí, cada uno de los integrantes de la banda terminó en un calabozo diferente. Luego de un rato, el que parecía estar a cargo de la operación señaló a Civile y lo subió a un patrullero escoltado por otros tres uniformados más. Salieron a toda velocidad; al rato se detuvieron, abrieron una tranquera e ingresaron a una pequeña mansión.
Ricardo bajó del camión escoltado por el ejército y así entró a la casa del gobernador de las islas donde fue recibido por una señora mayor, el ama de llaves, que le pidió que por favor esperase. Civile levantó sus manos esposadas y dijo:
—No hay apuro.
Pasó varias horas sentado en la sala de espera hasta que el mandatario lo hizo pasar a su despacho. Allí, algo consternado, el funcionario preguntó qué lo traía por las Falklands y cómo había llegado. Civile dijo ser un simple mensajero de Dios, con lo que el gobernador, los militares y el ama de llaves no pudieron contener la risa. Entonces, en medio de un trance, Civile pronunció el juicio que le había sido encomendado:
—Dice Dios: “En tres noches saldré por esta tierra y morirá todo el que haya jurado lealtad a la Corona británica, desde el gobernador que se sienta en su oficina, hasta la almacenera detrás de su mostrador. Habrá gran clamor por toda la isla, cual nunca hubo ni jamás habrá. Deberán pues declarar estas islas territorio argentino antes de la medianoche o todo aquel que se niegue será aniquilado”.
El gobernador miró a Ricardo, y sin perder la amabilidad le dijo:
—Dios se puede ir bien a la mierda. Nunca nadie va a volver a poner un pie en estas islas sin autorización de la corona. Así terminó la conversación. Luego, los militares llevaron a Ricardo de regreso al calabozo, donde él creyó que pasaría la noche. Pero, de madrugada, los militares lo sacaron junto con sus compañeros, a patadas de las celdas, les vendaron los ojos y los trasladaron a un cuarto frío y húmedo, donde con británico rigor les aplicaron electricidad en todo el cuerpo para que confesaran cómo era que habían podido llegar a la isla.
Toda la banda sostuvo una misma versión, la de las aguas se abrían gracias al poncho de Ricardo. Cada vez que los soldados escuchaban esa historia, aumentaban la descarga eléctrica. Y así fue hasta que Civile y sus compañeros perdieron el conocimiento. Horas más tarde, cerca del amanecer, los soldados subieron al grupo a un camión y los llevaron hasta un descampado. Bajaron a todos, los pusieron en fila, hombro contra hombro, arrodillados; pidan un último deseo, les dijeron . Soto, Vinardi y Scarcella juraron decir la más pura verdad y rompieron en un llanto que sólo se detuvo cuando empezaron a sonar los balazos. Civile gritó, pero se detuvo cuando un borceguí le partió primero los labios, después los dientes y por último, la nariz.
Sonaban los últimos balazos y Soto, Vinardi y Scarcella yacían muertos en el piso. El oficial de más alto rango se acercó a Civile y por última vez le preguntó cómo había llegado. Ricardo largó un insulto cuya respuesta fue una descarga de SA80 reglamentaria de la Royal Navy en sus rodillas. Los soldados subieron los muertos al camión y los llevaron hasta un muelle, donde los cargaron en un barco pesquero sin bandera. Primero, tiraron los cadáveres al mar; luego, ataron a Civile a unas plomadas y le dijeron ahora vamos a ver si te salva el poncho; y, sin más, lo tiraron al medio del Atlántico Sur. Esta vez las aguas no se abrieron.
VI.
El cuerpo de Civile, caído en la profundidad del océano Atlántico, terminó por pudrirse y volverse comida de peces. Así pasaron los días, hasta que en la tercera noche una trompeta resonó en toda la isla. Fue en ese preciso instante que el cadáver de Civile, atrapado en lo profundo del océano, abrió el único ojo que le quedaba, se sacó los plomos de encima y caminó por el lecho marino en dirección a la costa. Poco antes de salir a la superficie se topó con los restos hundidos de una embarcación argentina, de la que tomó un oxidado FAL calibre 7.62 y varias cajas de munición.
El cadáver putrefacto salió del mar, caminó hasta Puerto Stanley, llegó a la primera casa y, al ver que no había sangre de cordero en el dintel, pateó la puerta y ejecutó la Justicia de Dios fusilando a todos los moradores. Así, repitió la secuencia en todas y cada una de las casas de la isla, salvo en aquellas en que se había pintado el dintel. Al poco tiempo, el ejército rodeó al cadáver de Civile y lo acribilló a balazos, pero éste, inmune al plomo británico, resistió el ataque y lo devolvió con una ráfaga interminable de fuego justiciero que derribó a todos los soldados.
Por último, llegó a la casa del gobernador y golpeó la puerta. El ama de llaves abrió, y al ver a Civile casi se desmaya, pero el cadáver la tomó del cuello y apretó y apretó hasta asfixiarla, luego siguió apretando hasta desprender la cabeza del cuello. Bañado en sangre, entró en la oficina del gobernador y lo acribilló a balazos; luego, esquivó el cadáver y salió al patio. El poncho, tras haber estado sumergido tres días en el agua salada, mostraba su antiguo color y resultó ser una bandera argentina. Civile se dirigió hasta el mástil, arrió el pabellón del Imperio británico y lo retiró; al fin enganchó la bandera nacional y, mientras la izaba, la marcha de las Malvinas sonó desde algún recóndito lugar del cielo.