Restos fósiles
Juan RuoccoI.
Si cada época puede ser definida por sus obsesiones, debemos decir que nuestra obsesión era el “legado”. Era comprensible: nos quedaba muy poco tiempo. Debíamos ser de las pocas personas, en la historia de la humanidad, que sabían que se acercaba la completa extinción.
Era como si los romanos de Pompeya hubiesen sabido en qué momento el Vesubio entraría en erupción ya que nosotros contábamos con la suficiente tecnología como para saber que un meteorito de proporciones épicas se dirigía directo al planeta. Y eso era todo. No había nada que pudiéramos hacer. Hacía siglos los colonizadores habían abandonado el planeta en busca de un lugar más habitable, y nunca pensamos que nos dejarían atrás. Lo mejor de nuestra especie, reunido en naves habitables de tamaño descomunal, partió hacia el espacio profundo con la promesa de volver a buscarnos.
En los años siguientes, la vida en el planeta siguió como si nada, pero con el tiempo todo se fue deteriorando. Así, de a poco, perdimos a nuestros científicos, nuestras telecomunicaciones y nuestros sistemas de defensa. Estábamos indefensos ante el exterior. Aún así, no se vivía mal. De hecho, se vivía muy bien.
Luego de que los conquistadores dejaran el planeta, la gente cambió en forma radical su manera de vivir. Se abandonaron las ciudades y se volvió al campo. Así, todos nos convertimos en productores de nuestra comida, casas, utensilios, muebles y ropa. Los autos cayeron en desuso, ya que no era necesario desplazarse tanto. Quedaron camiones, trenes, y poco más, lo necesario para transportar cosas de gran tamaño entre los diferentes núcleos de civilización. Se erradicó el uso de combustibles fósiles y el plástico en su totalidad. Al fin, fueron borradas casi todas las cicatrices que nuestra especie había provocado en el planeta por el mero hecho de existir.
Y justo entonces, cuando la vida se había vuelto tranquila, uno de los pocos observatorios que quedaban en pie hizo un descubrimiento que terminó por esparcirse en todo el mundo: la destrucción del planeta era inminente. Al principio la mayoría enloqueció, surgieron millones de teorías conspirativas y demás. Pero con el simple uso de un telescopio casero se podía demostrar la veracidad de la noticia: se acercaba directo a nosotros un asteroide de un tamaño nunca visto, y de una órbita jamás detectada.
Así fue que nos obsesionamos con lo que podía quedar de nosotros tras nuestra partida. El asteroide iba a dar de lleno en Oriente y levantaría millones de toneladas de polvo que quedarían en suspensión en la atmósfera, los volcanes se reactivarían expulsando toneladas de cenizas a la atmósfera, y todo ser vivo se extinguiría. Así como a los dinosaurios les había tocado desaparecer, ahora la evolución nos había escogido a nosotros para la extinción.
Entonces alguien tuvo una idea. El único material que tarda millones de años en degradarse es el plástico, que además es sencillo de producir y transportar. Así fue como nació la idea de preservar aquellas cosas de nuestra cultura para que la próxima civilización inteligente que habitase el planeta pudiera descubrir las maravillas que habíamos sabido crear. Para ello, sólo debíamos envolver todo lo que quisiéramos con rollos de nylon.
II.
Tiré la pala en el montículo de tierra al terminar de cavar el pozo que sólo había que llenar de libros. Había invertido días enteros en separar los que valían la pena. Cuando terminé de ubicarlos, bien empaquetados, empecé a cubrirlos con tierra. Según lo que había podido leer, este era el mejor método para conservar objetos valiosos. De todas formas, el planeta entero con el paso de los años quedaría cubierto por tierra y, por eso, era mejor anticiparse y elegir la forma en que los futuros arqueólogos hallarían las cosas. O quizá nunca nadie fuera a encontrarlos, pero prefería no pensar en eso.
Cuando terminé de cubrir el pozo, me puse a cavar otro más. Espero que sea el último, pensé. Luego, encendí un cigarrillo de marihuana, ensillé a mi caballo y salí rumbo a lo de Ezequiel, el último amigo con vida que me quedaba. Cuando llegué encendimos otro faso y al rato estábamos en cualquiera. Entre risas hablamos sobre nuestras colecciones y sobre qué hacía que un objeto pudiera ser elegido para la posteridad. Ezequiel hablaba de los lazos afectivos; a mí, en cambio, me desvelaba la idea de hacer una colección perfecta, algo que valiera tanto la pena como para ser un canon. La selección definitiva de nuestra cultura, aquello que nos distinguiera de otras épocas y lugares, nuestra propia marca de identidad. Le pregunté a Ezequiel si tenía lo que le había pedido y me dijo que si mientras me daba un paquetito envuelto en tela que guardé en el bolsillo.
A modo de despedida, bebimos un whisky. Ezequiel puso una radio a pilas para ver si encontraba la única señal de la zona, y después de un rato dimos con una grabación automática que repetía sin parar que el impacto era inminente. La explosión, según habíamos calculado, podría verse desde la terraza de Ezequiel. Así, subimos dos reposeras al techo de la casa, armamos el último cigarrillo y nos servimos el whisky del final. A lo lejos, una intensísima luz surcó el cielo para luego desgarrar el planeta con un rugido que se escuchó perfecto.
Levanté el vaso y brindamos por el fin del mundo; Ezequiel se largó a llorar. Tras un beso de despedida, subí a mi caballo y me fui. En casa, me desvestí y me enrollé por completo en nylon, dejando solo un brazo libre. Desarmé el paquetito que me había dado Ezequiel, saqué el arma del cajón y le cargué cinco balas. Después, a los saltos, como una sirena atrapada en una red de pescadores, caminé hasta el pozo más nuevo. La medida perfecta, pensé. Así, enrollada como estaba, me metí y me acosté. Con el brazo libre, me llevé el arma a la cabeza y disparé.