Vino de Mermelada

Joan Aiken

—El Paraíso —se dijo Blacker, penetrando en el bosque—. El Paraíso. El país de las hadas.

Era un hombre dado a la exageración; licencia poética, lo llamaba él. Sus amigos se referían a aquella tendencia en términos de «las pequeñas evasiones fantásticas de Blacker», o algo menos cortés, pero en esta ocasión no decía más que la verdad. El bosque se erguía silencioso a su alrededor, alto, dorado, por la luz de la tarde que caía oblicuamente a través de las hojas a medio desplegar de principios del verano. A sus pies, las anémonas alfombraban pálidamente el suelo. Cantó un cuclillo.

—El Paraíso —repitió Blacker, cerrando la puerta a su espalda y siguiendo por el sendero tapizado de vegetación en busca de un lugar en el que comerse su bocadillo de jamón.

Los avellanos se extendían a derecha e izquierda de él, hasta que el ojo azul de la puerta por la que había entrado se redujo a una cabeza de alfiler y desapareció. Los árboles que rebasaban la altura de los avellanos no se hallaban aún en la plenitud de su follaje y daban poca sombra; hacía tanto calor en aquel bosque como quietud había en él.

De pronto, Blacker se detuvo con una exclamación de sorpresa y pesadumbre: junto al sendero se veía el cuerpo de un faisán, en todo el esplendor de su colorido plumaje. Blacker dio vuelta al ave con la conmiseración y curiosidad de un ciudadano ante tamaña prueba de la crueldad de la Naturaleza; las plumas, de un púrpura broncíneo, verdes y doradas, eran tan suaves como el cabello de una muchacha.

—Pobrecillo —dijo en voz alta—. ¿Qué puede haberle sucedido?

Blacker prosiguió su camino, preguntándose si era capaz de convertir el incidente en un relato poético. Treno o un faisán en mayo. ¿Demasiado bonito? ¿Demasiado sentimental? Tal vez algún semanario se lo publicara. Empezó a escoger rimas, caminando con la vista ante la belleza que le rodeaba.

Herido de muerte... sobre un lecho de espesura, ante su hermosa altivez... abatida, mis ojos se llenaron... de indecible ternura.

¿O sería mejor algo así corneo «límpidas lágrimas de aflicción como la lluvia primaveral resbalando por los pétalos de una flor»?

Apresurando el paso, Blacker pensó con extrañeza cuán difícil le resultaba escribir poesía sobre temas bucólicos; la Naturaleza podía ser bella, pero no excitante. Y era poesía bucólica lo que quería Field and Garden. Sin embargo, aquel faisán debía valer cinco guineas.

Pisada grácil que la Muerte truncara, impidiendo ya siempre que yo te admirara...

¡Maldición! En su éxtasis había estado a punto de pisar otro faisán. ¿Qué les ocurría a las aves de aquel bosque? Blacker, que no encontraba en aquello una visible explicación, reanudó su paso con el ceño fruncido. El sendero continuaba a la derecha colina abajo, y, dejando el soto de avellanos, atravesaba un diminuto valle. A sus pies, Blacker se sorprendió de ver una pequeña cabaña de piedra, rodeada de árboles por tres de sus lados. En la parte de la fachada había un sector encespedado. Y en él una tumbona y un hombre beatíficamente tendido en ella, disfrutando el sol de la tarde.

El primer impulso de Blacker fue dar media vuelta; creyó haber violado un jardín ajeno, y se sintió invadido por una mansa irritación ante lo inesperado del encuentro. ¡Ya podía haber puesto algún letrero indicador, diantre! El bosque se le había antojado, y con razón, tan desierto como el mismo Edén. Pero si ahora se volvía por donde había venido, su acto tendría una apariencia de culpabilidad y de algo furtivo; por lo que, pensándolo mejor, decidió pasar por la cabaña como si tal cosa. Después de todo no había valla alguna y el sendero no tenía tampoco señalización de ninguna clase que revelara que era particular; tenía perfecto derecho a estar allí.

—Buenas tardes —saludó afablemente el hombre al ver aproximarse a Blacker—. Magnífico tiempo, ¿verdad?

—Espero no haber invadido su propiedad.

Observando a aquel hombre, Blacker corrigió su primera impresión. No se trataba de ningún guardabosque; había distinción en cada línea de aquel rostro delgado y de marcadas facciones. Lo que más atrajo la atención de Blacker fueron las manos, que sostenían una diminuta y dorada taza de café; eran tan blancas, tan frágiles y finas como las pálidas raíces de las plantas acuáticas.

—En absoluto —repuso cordialmente el sujeto—. A decir, verdad llega usted en el momento más oportuno; sea bien venido. Precisamente estaba deseando un poco de compañía. Pese a lo delicioso que encuentro este retiro selvático, se me hace de pronto un poco aburrido, banal. Confío en que disponga de tiempo para sentarse y compartir conmigo el café y licor de la sobremesa.

Mientras hablaba retrocedió unos pasos con el brazo extendido y arrimó una segunda tumbona del porche de la cabaña.

—Desde luego, muchas gracias; acepto encantado —contestó Blacker, preguntándose si tendría la firmeza de carácter para sacar su bocadillo de jamón y comérselo delante de aquel respetable eremita.

Antes de haber tomado una decisión al respecto, el hombre había entrado en la casa y regresado con otra taza dorada llena de café negro, aromático y caliente, que ofreció a Blacker. Llevaba también una copa, en la que, de una botella de licor, vertió cuidadosamente un líquido transparente e incoloro. Blacker olfateó con cautela su llena copa, desconfiando de la botella y su evidencia de bebida casera; pero su perfume, aromático y poderoso, era similar al del curasao, y, el líquido de movía en la misma con untosa suavidad. No era ciertamente vino de hierbas.

—Bueno —dijo su anfitrión, volviéndose a sentar y brindando en el aire con su copa—. A su salud.

Y bebió con delicadeza.

—A la suya —correspondió Blacker, y añadió—: Me llamo Roger Blacker.

El licor no era curagao, pero sí parecido a él y desde luego muy fuerte. Blacker, que estaba realmente hambriento, sintió que sus vapores se le subían a la cabeza como si le hubieran plantado un naranjo en ella y estuviera dando hojas y dorada y reluciente fruta.

—Sir Francis Deeking —dijo el otro; y entonces comprendió Blacker por qué aquellas manos le habían parecido tan espectaculares, tan portentosamente fuera de lo común.

—¿El cirujano? ¿Pero acaso vive usted aquí?

Deeking movió una mano con gesto deprecativo.

—No, claro. Es tan sólo un retiro para mis fines de semana. Un refugio de descanso tras las fatigas de mi trabajo.

—Y a decir verdad muy alejado —señaló Blacker—. Debe de estar a más de cinco kilómetros de la carretera más próxima.

—A seis. Y usted, mi querido señor Blacker, ¿cuál es su profesión?

—Oh, escritor —repuso el interpelado con aire modesto.

El vino empezaba a causar su habitual efecto en él; le dio por decir, no que era un periodista con ínfulas literarias en un diario local, sino un filósofo y ensayista de rara calidad, una especie de segundo Montaigne. A medida que hablaba, animado por las lisonjeras preguntas de sir Francis, fue recordando recortes de prensa acerca de su anfitrión; la operación del príncipe indio; el apéndice del ministro del gabinete; la amputación realizada a aquella infortunada bailarina que sufrió el machucamiento de ambos pies en un accidente ferroviario; la importantísima operación llevada a cabo a la heredera americana, y que resultó un éxito verdaderamente milagroso...

—Debe sentirse usted un dios —dijo de pronto Blacker, advirtiendo con sorpresa que su copa estaba vacía. Sir Francis pareció quitar importancia al halago con un gesto de su mano.

—Todos tenemos nuestros atributos divinos —afirmó, inclinándose hacia adelante—. Usted mismo, por, ejemplo señor Backer, que es escritor, un artista creador... ¿no se sabe detentador de un poder casi divino al plasmar su pensamiento sobre el papel?

—Bueno, no exactamente entonces —enmendó Blacker, sintiendo que el licor componía en su cabeza algo parecido a doradas y rosadas nubes—. Pero sí tengo el poder insólito —un poder no compartido por muchas personas, ciertamente— de predecir el futuro. Por ejemplo: cuando atravesaba el bosque, sabía que había aquí una casa. Sabía que le encontraría a usted sentado (o, mejor, tumbado) frente a ella. Con sólo mirar la lista de participantes en una carrera, el nombre del ganador se me aparece en la página como si estuviera impreso en tinta dorada. Intuyo siempre los sucesos futuros, como catástrofes aéreas, descarrilamientos ferroviarios...

¿Cuál era aquel otro recorte informativo acerca de sir Francis Deeking? —se preguntó Blacker—, ¿un reciente reportaje, algún breve párrafo que captó su mirada en The Thimes? No podía recordarlo.

—¿De veras? —sir Francis le miraba con el mayor interés; sus ojos, semiocultos y fanáticos bajo los pesados párpados, despedían brillantes destellos luminosos—. Siempre he deseado conocer a alguien con tal poder. Debe de ser una responsabilidad aterradora.

—Oh, desde luego —corroboró Blacker. Advirtió que su copa volvía a estar llena y la apuró—. Claro que no utilizo esta facultad para mis propios fines; algo elemental en mí me obliga a no hacerlo. Algo tan básico, ¿sabe usted?, como el instinto que rechaza el canibalismo, o el incesto.

—Claro, claro— convino sir Francis—. Pero para otra persona... Usted podría prevenirla, aconsejarla provechosas líneas de conducta, ¿no? Oh, mi querido amigo, su copa está vacía. Permítame.

—Es un licor maravilloso —dijo Blacker nebulosamente—. Es como una guirnalda de flores de azahar.

—Yo mismo lo destilo; de la mermelada. Pero, por favor, continúe con lo que estaba diciéndome. ¿Podría usted, por ejemplo, adelantarme el ganador de la Manchester Píate de esta tarde?

—«Bow Bells» —replicó Blacker sin vacilar.

Era el único nombre que recordaba.

—Me deja usted pasmado. ¿Y el resultado de las elecciones parciales de Aldwych? ¿Lo sabe también?

—Unwin, el liberal, será admitido por una mayoría de doscientos ochenta y dos. Aunque no se sentará en su escaño. Morirá a las siete de esta tarde a consecuencia de un accidente que sufrirá en el ascensor de su hotel.

Blacker estaría bien lejos de allí para entonces.

—¡Qué me dice! —sir Francis parecía encantado—. Un tipo indeseable ese Unwin. Me he sentado con él en varias juntas. Continúe, señor Blacker.

Blacker no necesitaba que lo empujaran demasiado. Contó la historia del financiero a quien había prevenido a tiempo de la quiebra de la compañía petrolífera; el sueño premonitorio sobre el famoso violinista, por el que éste canceló su pasaje en el funesto «Orion», y el trágico relato del torero que había ignorado su advertencia.

—Pero estoy hablando demasiado de mí mismo —dijo al fin Blacker, en parte porque notaba la ominosa trabazón de su lengua y la imposibilidad de ordenar sus pensamientos. Recurrió, pues, a un tópico impersonal, algo sencillo y sin complicaciones.

—Los faisanes —apuntó—. ¿Qué les ocurre aquí a los faisanes? Mueren en la plenitud de su vigor. Es... es terrible. Encontré cuatro de ellos por el bosque; cuatro o cinco.

—¿Ah, sí? —sir Francis no parecía muy interesado en la suerte corrida por los faisanes—. Creo que se debe a las rociadas de productos químicos que se utilizan en las cosechas. Van a perturbar la ecología; nunca prevén los probables resultades que se seguirán. ¡Ah, si usted tuviera ese asunto a su cargo, mi querido señor Blacker...! Pero, perdóneme: la tarde es muy calurosa y debe usted de estar cansado si ha venido andando esta mañana desde Witherstow... Déjeme sugerirle que duerma un, poco...

Su voz parecía provenir de muy, muy lejos, se dijo Blacker; una red de hojas nimbadas por la dorada luz del sol se entrelazaba ante sus ojos. Se recostó agradecido y relajó sus doloridos pies.

Algún tiempo después, Blacker se despertó un poco —¿o era tan sólo un sueño? —y vio a sir Francis de pie junto a él, frotándose las manos, jubiloso.

—Mi querido amigo, mi querido señor Blacker, qué lusus natura# es usted. Nunca podré agradecerle bastante, el haberle encontrado. «Bow Bells» ganó... y sin gran esfuerzo. He estado escuchando el comentario que ha dado la radio de la carrera. ¡Qué lástima no haber tenido tiempo de apostar a ese caballo...! Pero no se preocupe, no se preocupe usted en absoluto, que en otra ocasión será. Perdóneme que haya turbado su bien ganado descanso; bébase este último resto que le ofrezco y concluya su siesta hasta que el sol empiece a ponerse en el bosque.

Cuando Blacker volvió su cabeza en la tumbona, sir Francis se inclinó sobre él y, delicadamente, le quitó la copa de la mano.

En su inconsciencia, Blacker pensó:

—¡Qué dulce sueño! ¡Pensar que el caballo ha ganado realmente! ¡Ojalá hubiera apostado yo por él un billete de cinco libras!; hubiera podido comprarme un nuevo par de zapatos y así quitarme éstos antes de quedarme medio dormido, porque desde luego me aprietan. Tengo que levantarme pronto; debo estar en camino dentro de media hora, más o menos...

***

Cuando Blacker despertó al fin, se encontró con que estaba tendido en una camilla, o cama muy estrecha al menos, dentro de la casa y cubierto con un par de mantas. Le dolía la cabeza hasta parecerle que iba a estallar en pedazos. Tardó unos minutos en poder ver con claridad; entonces comprobó que se hallaba en un cuartucho blanco semejante a una celda, en el que no había más que la cama en la que se hallaba y una silla. Había anochecido.

Trató de incorporarse, pero un extraño entumecimiento y pesadez invadían la parte inferior de su cuerpo; y tras alzarse ligeramente apoyándose en sus codos, se sintió tan mareado que renunció al esfuerzo.

Aquel licor debía tener el efecto de un fuera de combate boxístico, se dijo lastimeramente; qué necio fue el beberlo. Ahora tendría que disculparse ante sir Francis. ¿Qué hora sería?

—Ah, mi querido Blacker, veo que ha vuelto usted en sí. Permítame ofrecerle de beber...

—No, por favor...

Sir Francis sonrió y dijo:

—No tema. No es mi delicioso vino de mermelada...

Y alzando hábilmente a Blacker, le dio un poco de agua en una taza con reborde y pitorro.

—Y ahora —prosiguió— déjeme que vuelva a acomodarlo. Así. Excelente. Pronto le tendremos a usted... bueno, no en pie, pero sí incorporado y tomando alimento. —Se echó a reír—. Si le apetece, puedo darle de momento un poco de extracto de carne.

—Lo siento mucho —repuso Blacker—. No tengo por qué abusar más de su hospitalidad. Estaré perfectamente dentro de unos instantes.

—No abusa usted, mi querido amigo. En absoluto. Espero que disfrute aquí de una larga y grata estancia. Estos alrededores, tan tranquilos, tan propicios a la inspiración de un escritor... ¿qué puede desear usted más? Y no creo que le molestaré, no. Estoy en Londres durante toda la semana, y me reuniré los fines de semana con usted para gozar de su compañía... Vamos, vamos, no piense que será un estorbo, o algo por el estilo. Al contrario. Confío en que tenga la amabilidad de darme por adelantado los precios bursátiles, lo que compensará ampliamente cualquier pequeña molestia que pudiera usted ocasionarme. No, no. Debe usted sentirse como en su propia casa... Por favor, considere ni más ni menos que ésta es su casa.

¿Precios bursátiles? Blacker tardó unos momentos en recordar, y luego se dijo:

—¡Oh Dios, mi lengua me ha jugado como siempre una mala pasada!

Trató de acordarse de las estupideces de las que habría sido responsable.

—Todo lo que le dije, señor Deeking —anunció con aire lastimero—, era un poco exagerado, ¿sabe? Sobre lo de predecir el futuro... No, en realidad no puedo hacerlo. Temo que la victoria de ese caballo fue pura coincidencia.

—Vamos, vamos. —Sir Francis sonreía, pero había palidecido un tanto y Blacker advirtió un reguero de sudor que resbalaba por sus mejillas—. Estoy seguro de que me será usted de gran utilidad, de un valor inestimable. Desde mi jubilación, me es absolutamente necesario aumentar mi renta mediante sabias inversiones.

Entonces, entonces fue cuando, repentinamente, Blacker recordó aquel breve párrafo en The Times. Quebrantamiento nervioso. Reposo absoluto...

—Yo... yo tengo que irme ya —balbució, tratando de incorporarse—. Tenía que estar de regreso a las siete.

—Oh, pero, señor Blacker, eso es inadmisible. En efecto: para evitar cualquier acción semejante por su parte, le he amputado los pies. Pero no tiene usted por qué preocuparse; sé que será muy, muy feliz aquí. Y estoy convencido de que hace usted mal en subestimarse, en dudar de su poder de adivinación. Escuchemos el noticiario de las diez para celebrar como se merece el que el detestable Unwin se haya caído por el hueco del ascensor de su hotel.

Se dirigió a la radio portátil y la conectó.